La vida nunca ha sido fácil, pero he aprendido a vivir con ello. Mi madre siempre decía que las mejores cosas de la vida nacen del sacrificio. Quizá por eso estoy aquí, a las once de la noche, caminando por una calle oscura rumbo al hospital donde hago mis pasantías. No me quejo, porque la medicina es mi pasión, y aunque a veces parece inalcanzable, tengo esta beca que me da la oportunidad de acercarme un poco más a mis sueños.
Soy Mary, una joven que ha visto más dolor del que quisiera, pero también más esperanza de la que imaginaba. Crecí en un barrio donde la violencia y la necesidad eran pan de cada día. Mi padre nos dejó cuando yo tenía diez años, y mi madre, una mujer fuerte como un roble, hizo lo imposible para criarme. Siempre sentí que no podía fallarle, que debía ser algo más de lo que mi entorno esperaba de mí.
Esa noche cambió mi vida para siempre.
El hospital estaba más tranquilo de lo habitual. Apenas había pacientes en la sala de espera, y mis compañeros parecían relajados, casi aburridos. Estaba revisando algunos informes cuando una conmoción en la entrada llamó mi atención. Me giré hacia el sonido y vi a un hombre entrando, llevando a una joven casi inconsciente en brazos.
Él no era como cualquier otro. Alto, de porte elegante, con un traje perfectamente ajustado que contrastaba con el caos del hospital. Pero no era su ropa lo que me impactó, sino la fuerza en su presencia. Tenía algo que no podía describir, como si el aire se hiciera más denso a su alrededor. Sus ojos eran oscuros y profundos, y aunque su rostro estaba tranquilo, había algo en él que me hizo sentir un escalofrío.
"Necesito que la atiendan ya," dijo con una voz grave y autoritaria, sin elevar el tono. Nadie cuestionó nada. Todos se movieron rápidamente, como si un líder hubiese dado una orden.
La joven que llevaba parecía maltratada, con heridas visibles en el rostro y los brazos. Algo en la forma en que la sujetaba, con cuidado pero con firmeza, me intrigó. No podía quedarme quieta. Había algo en él que me llamaba como un imán, una curiosidad que no podía controlar. Me acerqué con pasos cautelosos.
"Disculpe..." comencé, insegura, pero lo suficientemente fuerte para que me escuchara.
Él giró la cabeza lentamente hacia mí. Sus ojos me atraparon de inmediato, como si pudiera ver a través de mí. "¿Cuál es su nombre?" le pregunté, aunque mi voz temblaba un poco.
No dijo nada. Solo me miró fijamente, como si estuviera viendo algo que no podía creer. Había una mezcla de determinación y... asombro. Era como si estuviera viendo un fantasma.
Intenté de nuevo, esta vez más firme. "¿Es usted familiar de la joven? ¿Su esposo, quizá?"
Nada. Sus labios permanecieron sellados, pero sus ojos nunca se apartaron de mí. Su silencio comenzaba a incomodarme, pero lo que más me inquietaba era esa mirada intensa, como si estuviera tratando de memorizar cada detalle de mi rostro.
"¿Se encuentra bien?" añadí, casi en un susurro.
Él dio un pequeño paso hacia mí, lo suficiente para que sintiera su presencia aún más cerca. "Ella estará bien," dijo al fin, con un tono bajo y casi seco, como si estuviera más enfocado en algo que no podía nombrar.
Antes de que pudiera decir algo más, dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Me quedé allí, en medio del hospital, con una sensación extraña en el pecho. No entendía por qué, pero ese hombre había dejado una huella en mí, una que no podría borrar fácilmente.
Mientras regresaba a casa esa noche, no podía sacarlo de mi cabeza. Su imagen, su voz, la forma en que me había mirado como si supiera algo que yo no. Intenté convencerme de que no era importante, de que no lo volvería a ver.
Lo que no sabía era que ese hombre estaba a punto de cambiar mi vida para siempre.