Siempre había sido buena para esconderme. Cuando era joven, todos me decían que yo tenía una belleza única, pero ahora, eso quedaba cubierto por las capas de ropa de segunda mano y los colores apagados que usaba a diario. Mis días eran una lucha constante, y lo último que necesitaba era que alguien me viera.
Mi hermana menor, Lucía, había sido diagnosticada con esquizofrenia hacía años. Desde entonces, cuidar de ella se había vuelto una rutina, algo necesario para mantenerla estable. Mi madre, además, estaba luchando contra un cáncer terminal que no había dejado de consumirla desde su diagnóstico. El peso de nuestra vida cambió por completo cuando mi padre murió en un accidente de coche, dejándome a mí con la responsabilidad de sacar adelante a mi familia.
Con dos trabajos y los escasos ratos libres dedicados a cumplir con mis tareas en casa, no tenía tiempo para pensar en mí misma ni en mi apariencia. De hecho, era mejor que la gente me pasara por alto. La oficina era el lugar donde mejor dominaba esa habilidad, hasta el punto de convertirme en la sombra que resolvía los problemas sin hacer ruido. Lo único que no podía pasar por alto era a Samuel Díaz, mi jefe, quien me dejaba claro cada día cuánto me despreciaba. Me llamaba "el cuervo," porque según él, yo era tan gris y poco atractiva como un pájaro que solo traía mala suerte.
Ese lunes, como cada semana, llegué antes de las siete, preparé el café y organicé los contratos. Solo esperaba pasar desapercibida, mantenerme en la rutina sin más sorpresas, cuando el teléfono sonó. Sentí un escalofrío recorrerme. Era Samuel, claro.
-¿Dígame, señor Díaz?
-Ven a mi oficina, tienes cinco minutos -su tono era firme y cortante, característico de él.
Apreté los labios, respiré hondo y me levanté. Si me llamaba tan temprano, seguro que no era nada bueno. Entré a su oficina y allí estaba él, concentrado en sus papeles, con la mandíbula apretada, como si llevara días sin dormir. A veces me sorprendía pensar que, detrás de ese carácter, había alguien que podía resultar atractivo. Claro, esa impresión desaparecía en cuanto abría la boca.
-Sé que esto te va a sorprender, pero necesito que consideres una propuesta -dijo, con el mismo tono frío de siempre, sin levantar apenas la vista.
Arqueé una ceja, sin saber qué esperar.
-Quiero que te cases conmigo, Amelia. Por supuesto, sería un acuerdo temporal. Necesito mejorar mi imagen y demostrar estabilidad ante mis socios, y tú... eres la persona perfecta para este papel.
Sentí que las palabras se desmoronaban sobre mí como un muro. Me quedé en silencio, mirándolo sin dar crédito. Él estaba proponiendo un matrimonio por contrato, una relación falsa, y me elegía a mí, a quien despreciaba abiertamente.
-¿Quieres que me case contigo solo para que tus socios vean lo "estabilizado" que estás? -respondí, tratando de mantener el control, aunque sentía el enojo subiendo en mi interior.
Él suspiró, impaciente, como si estuviera lidiando con alguien incapaz de entender.
-Es un acuerdo de conveniencia, Amelia. Me haces un favor y, a cambio, te pagaré una suma significativa que resolvería tus problemas. Así de simple. Tómalo o déjalo, pero si no aceptas... ya sabes que tu puesto aquí será cosa del pasado.
Era una amenaza clara, y mis manos se apretaron en puños. Había trabajado aquí durante años, dejando de lado mis sueños, soportando sus comentarios y desprecios. Pero aceptarlo significaría humillarme aún más.
-Entonces, ¿me estás chantajeando? ¿Quieres que acepte ser tu "esposa" a cambio de dinero y de no perder mi trabajo?
Samuel esbozó una sonrisa burlona.
-Llámalo como quieras, Amelia. Solo son negocios.
Mi boca se torció en una sonrisa amarga, y aunque sentí cómo las lágrimas querían brotar, las contuve.
-Ni en tus sueños, Samuel. No me voy a convertir en una más de tus herramientas. Soy un cuervo, ¿no? Pues ten por seguro que esta vez no seré la sombra que te salvará el pellejo aprovechando la oportunidad dejame decirte que eres el mismísimo demonio.
Mi boca se torció en una sonrisa amarga, y aunque sentí cómo las lágrimas querían brotar, las contuve.
-No sé cómo pude enamorarme alguna vez de un hombre como tú -murmuré, con la rabia atorada en la garganta-. Eres el demonio en persona, Samuel, y para ti no soy más que un cuervo sin valor. Pero adivina qué: no necesitas despedirme. Yo renuncio. ¡No quiero seguir siendo tu sombra!
Él soltó una carcajada, una risa cruel que resonó en las paredes de su oficina.
-Como quieras, Amelia. Así será. Puedes irte y morir en tu propia miseria, que eso es lo que te espera sin este empleo.
Sus palabras se clavaron en mi pecho, pero no le daría la satisfacción de verme derrotada. Lo miré una última vez, llena de odio y resentimiento
Giré sobre mis talones y salí de la oficina, sin darle la oportunidad de responder. Mi paso resonaba fuerte en el pasillo vacío, y dentro de mí sentía algo que hacía mucho no experimentaba: la libertad de saber que, al menos hoy, me había enfrentado a ese desgraciado.