Sorina, la reina del inframundo, no llevaba mucho tiempo como inmortal, pero sabía reconocer cuando una batalla estaba perdida. Su corazón latía con fuerza al pensar en su esposo, con quien había compartido no solo amor sino también desafíos constantes. Sin embargo, su prioridad inquebrantable era mantener con vida a su hija, la futura heredera al trono. A pesar del dolor que le causaba abandonar el castillo y a su amado, Sorina tomó la difícil decisión de trasladarse al mundo de los mortales, el mismo que hasta hace poco había sido su hogar antes de alcanzar la inmortalidad.
El enemigo, una sombra oscura y persistente, la seguía incansablemente. Sentía en lo más profundo de su ser cuán cerca estaba de ellos, la amenaza palpable en el aire. Con el corazón en la garganta y su hija en brazos, Sorina corrió a través de las calles desiertas hasta encontrar un hospital. Su mente, en un torbellino de emociones y pensamientos, solo tenía una súplica: rogarle a Dios que la ayudara a esconder a su pequeña hija.
Con lágrimas en los ojos y una oración silenciosa en sus labios, Sorina buscó a alguien en el hospital que pudiera cuidar de su niña, al menos hasta que ella pudiera regresar. Sabía que debía volver para luchar al lado de su esposo, aunque el riesgo fuera grande. Al encontrar una enfermera compasiva, le explicó con voz temblorosa y desesperada la situación, confiándole la vida de su hija.
Antes de partir, besó a su hija en la frente, murmurándole palabras de amor y promesas de un futuro mejor. Con una última mirada cargada de determinación y tristeza, Sorina se dio la vuelta, preparándose para enfrentar su destino. La reina del inframundo debía regresar a la batalla, con la esperanza de que algún día su familia pudiera reunirse y vivir en paz, lejos de la sombra que ahora los perseguía.