El móvil sonó en mal momento; Silvia estaba desnuda, levantándose de la cama, cuando el teléfono empezó a chicharrear dentro del bolso. El profesor Castell, todavía acostado y medio adormecido por el placer, miró con interés a la chica. Tenía los pechos discretamente grandes, erguidos; dentro de unas horas probablemente ni él mismo podría creerse que se había acostado con esa maravilla de hembra.
Silvia corrió, rebuscó entre sus ropas, abandonadas en el más completo desorden, y extrajo de un bolso minúsculo el maldito aparato. Tenía idea de quién debía ser; hacía unos días su padre había sufrido un infarto y de cuando en cuando la llamaba su hermana Alicia para informarla. A pesar de la gravedad se había quedado en Barcelona. El problema la cogió en mala época, tenía que exponer ante el tribunal su proyecto de fin de carrera y tenía que exponerse ella misma ante su presidente, un tal profesor Castell. Estaba segura desde hacía rato de que obtendría una calificación magnífica, completamente acorde con la brillantez de su expediente académico.
Contestó al teléfono un poco tensa, como si temiera que quien la llamaba pudiera adivinar lo embarazoso de su situación. No se trataba de Alicia, era su propio padre desde el pueblo y ella sabía lo que eso significaba. "Publicidad Setién" era una empresa familiar y el viejo había venido dirigiéndola desde que la fundó; ahora era ella la que debía ponerse al frente. Naturalmente dijo que sí, que saldría enseguida y se despidió con unas cuantas evasivas.
En Barcelona estaba todo ultimado. El profesor Castell era asunto resuelto, el proyecto estaba acabado y se había asegurado de su éxito, ya nada la retenía allí. Lo demás eran fruslerías de las que se resuelven a golpes de cuenta bancaria. Ni siquiera se había planteado lo que costaba el apartamento que tenía en Madrid, en pleno Paseo de la Castellana, pero lo tenía de su propiedad, vacío para cuando apeteciera habitarlo. A veces se daba cuenta de que la gente normal no vivía así, de que era una niña de papá, entonces lo llamaba por teléfono, le lloraba un poco y le sacaba un par de millones. Había cosas que era mejor tener claras.
A pesar de que le hubiera gustado ir directamente a Madrid tuvo que hacer escala en Villamela; detestaba conducir en viajes largos pero la visita a la casa familiar era obligada. En aquel villorrio, casi entero propiedad de los Setién, ella se sentía como una reina sin corte; los lugareños se quedaban mirando su flamante BMW con una mezcla de asombro y envidia. Era un mundo que se le había quedado pequeño, pero no había nada que pudiera hacer, su padre se disponía a recluirse en él, huyendo de las tensiones de la vida empresarial y era allí donde tenía que recibir la inevitable colección de consejos. Las cosas estaban así.
En realidad, quizás lo que le fastidiara fuera que aquel era el territorio de Alicia; ella hacía y deshacía en el caserón familiar y tomaba las decisiones respecto a las tierras. No le molestaba que fuera así, carecía de aficiones agropecuarias, lo que la sacaba de quicio era que la mirara por encima del hombro y le criticara su desapego. ¿Qué iba a hacerle si ella era una mujer de mundo, si se ahogaba en el pueblo? Que disfrutara cuánto le apeteciera de su reino feudal, pero que la dejara vivir su vida.
Aguantar a su padre tampoco se le hacía demasiado agradable y menos ahora que pretendía adoctrinarla en la dirección de la Agencia. Para todo el mundo Don Enrique Setién era un gran hombre y un empresario modelo, pero ella conocía demasiado de cerca al ídolo como para compartir esa opinión. Él ni siquiera era un verdadero empresario, no era más que un fotógrafo aceptable que había tenido la suerte de que no lo contrataran en el periódico en el que pidió trabajo, si lo hubieran hecho ahora no sería más que un mísero reportero envejecido en la bohemia... Pero bueno, al menos había trabajado duro, eso había que reconocerlo.
Resistió tres días de sabias directrices e informes detallados, dándose perfecta cuenta de que su padre no quería dejar la empresa y de que era su corazón el que lo había obligado a apartarse. Afortunadamente, en eso Alicia era una aliada, estaba contentísima de haber recuperado al viejo para su mausoleo particular. Hizo como la que escuchaba, pero sin prestar demasiada atención; su padre no podía comprender que no le estaba diciendo nada, que no se haría una idea del estado de la Agencia hasta que tuviera delante todas las cifras. Así en general ella ya sabía que si algo sobraba en la empresa era talento y camaradería... ya haría cuanto pudiera porque se moderaran tales excesos. En lo único que necesitaba ayuda él no podía aconsejarla y es que había un socio minoritario, un tal Jorge Cifuentes con el que no sabía qué hacer. Sólo era propietario de un veinte por ciento del negocio, pero lo había levantado junto al viejo y era muy respetado por la plantilla ¿Habría manera de que aceptara las reformas que tenía en mente? Eso tendría que verlo sobre la marcha, pero se temía que no iba a ser fácil. Una cosa estaba clara: dirigir la empresa era una oportunidad excepcionalmente buena para ella.
Una mañana cualquiera se montó en el coche y se largó para Madrid. Nadie hizo nada por retenerla, su mundo y el de Alicia eran demasiado incompatibles, y su padre comprendía que para bien o para mal era necesario que alguien cogiera las riendas. No hubo grandes despedidas ni se derramó ninguna lágrima, sólo arrancó el coche y se fue; en realidad todos tenían ganas de que acabara la comedia.
Instalarse en Madrid fue cosa sencilla, había vivido allí largas temporadas y a la casa no le faltaba un detalle. Tenía bastantes amigos, sobre todo en el club de hípica, unas pocas horas le bastaron para sentirse en casa.