Capítulo 3 Ecos del Juego

Desde su trono, el dios contemplaba el vasto campo de batalla que había creado. Los ecos de la primera puerta aún resonaban en su mente, pero algo había cambiado. Algo que no comprendía del todo. El cazador, el joven que había observado con indiferencia al principio, ahora ocupaba su mente. La sensación había sido sutil al principio, un simple destello de curiosidad, pero cuando aquel humano se levantó y resistió, algo dentro de él se agitó.

Un deseo incontrolable, casi infantil, lo invadió. Un anhelo de poseer, de controlar, algo que nunca había experimentado antes. Pero el deseo no se detuvo allí. En lugar de ser un mero capricho, comenzó a hacerse más profundo. La fascinación se transformó en algo más oscuro. Un impulso primitivo que desbordó su comprensión.

Sentado en su trono, el dios entrecerró los ojos, tratando de desentrañar qué había sucedido. Por primera vez en milenios, se encontró atrapado en sus propios pensamientos.

-¿Qué me está pasando? -susurró, su voz resonando en el vacío de su sala. Pensó en el cazador, en cómo su mirada no se había dirigido nunca hacia él, cómo sus ojos solo buscaban la supervivencia, la protección de los suyos. ¿Era eso lo que lo había atraído? ¿El simple deseo de vivir de un humano tan insignificante?

Intentó buscar respuestas en las profundidades de su mente eterna, pero no las halló. No podía comprenderlo. Y eso lo frustraba más que cualquier derrota.

El cazador... No, el joven humano, como se negó a llamarlo, estaba haciendo algo que el dios no podía prever. Él, que siempre había tenido el control de cada ser y cada partida, no sabía qué hacer con este humano tan... visceral.

Desconcertado y en una mezcla de irritación y fascinación, el dios cerró los ojos. Había algo nuevo en él, algo que nunca había sentido por ninguna criatura antes.

El cazador, sin embargo, no pensaba en nada de eso. Su mente solo tenía un destino claro: su familia. La gente que amaba. En sus ojos solo había un objetivo, y no podía permitirse distracciones. Había escuchado los gritos de su madre y su hermana en la lejanía, y no importaba lo que tuviera que enfrentar para llegar a ellas. No iba a dejar que el desastre los alcanzara.

Corrió sin pensar, sin detenerse a mirar las criaturas que surgían de las sombras. No importaba cuántas veces caía, se levantaba. No pensaba en por qué, solo en llegar a ellas. A su familia.

Pero algo en el aire había cambiado. Ya no había puertas abriéndose como antes. El caos no era el de una nueva ola de monstruos. Era el eco de la primera puerta cerrándose. Las criaturas, las mismas que habían invadido la ciudad, seguían atacando, pero con un orden extraño. Como si ya no hubiera más caos, solo una batalla sin fin. No había más puertas, solo el estrépito de monstruos cayendo, de humanos luchando.

El cazador no lo sabía, pero las bestias de la primera puerta seguían persiguiéndolos, su hambre insaciable nunca cesaba.

El joven se adentró más en el corazón de la ciudad, cada vez más cerca de su hogar. Cada paso lo acercaba a los gritos que había oído, a la esperanza de encontrarlas, de sacarlas de allí. No tenía tiempo de pensar en el origen de las criaturas ni en cómo habían aparecido. Solo sabía que si no llegaba a ellas, sería demasiado tarde.

Pero cuando llegó al barrio donde vivían, algo lo detuvo en seco. El lugar estaba en ruinas. No había puertas, no había ningún lugar seguro. Solo escombros y el rugido de más monstruos. De repente, las criaturas de la primera puerta parecían haberse multiplicado, surgiendo de los rincones, como si la guerra nunca hubiese terminado.

Su corazón latió con fuerza mientras avanzaba, buscando entre las ruinas lo que quedaba de su hogar. De repente, vio algo. La silueta de una figura conocida en el borde de los escombros. Su madre, o al menos lo que quedaba de ella, rodeada por las sombras de las criaturas.

No podía perder más tiempo.

Con su respiración entrecortada, se lanzó hacia ella, pero el camino estaba lleno de obstáculos. Bestias emergían de las sombras, su rugido cortando el aire con violencia. Sin embargo, él solo tenía una idea en mente: llegar a su madre.

La presión aumentaba. El deseo de vivir, el deseo de proteger, crecía en su interior. Corrió sin miedo, sin importar el peligro.

Mientras tanto, el dios lo observaba desde lo alto, incapaz de apartar la vista. Algo en su interior, en su conciencia, se agitaba. Y aunque no podía comprenderlo, no podía dejar de sentirlo. La conexión que sentía por él, el cazador, crecía más y más, a medida que cada batalla se libraba.

-¿Qué es lo que está pasando? -preguntó el dios, como si hablar consigo mismo pudiera traer respuestas. Pero la verdad era que no las tenía. A lo lejos, observó cómo el joven cazador se enfrentaba a lo imposible, enfrentándose a las bestias con una tenacidad que lo dejaba sin palabras.

El dios dejó escapar un suspiro, pero al menos algo parecía claro: el juego no había hecho más que comenzar.

            
            

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