Capítulo 4 Prólogo – Parte IV: La flor en el desierto

El palacio de Tebas era un mundo dentro de otro. Más allá de sus murallas, el desierto ardía bajo el sol inclemente, y el pueblo se movía entre mercados, templos y canales. Pero tras los muros de piedra y jardines de papiros, la vida se regía por normas invisibles, dictadas por la tradición, la religión... y la vigilancia.

Valeria fue escoltada a sus aposentos por un séquito silencioso de sirvientas egipcias, todas vestidas de blanco, todas con los ojos bajos. Caminaban como sombras suaves, pero no perdían detalle. Cada gesto, cada palabra, cada mirada era observada, interpretada, tal vez hasta informada a quienes correspondía.

Los aposentos eran generosos: columnas talladas, techos altos pintados con estrellas, y telas frescas que caían como agua desde los dinteles. Una fuente murmuraba en el centro de la estancia, y en los balcones, el Nilo resplandecía como una serpiente dormida.

Valeria recorrió el lugar con paso lento, sin tocar nada, sin decir una palabra. No por miedo, sino por estrategia. Sabía que las paredes en Egipto tenían oídos... y también lengua.

Unas manos pequeñas y firmes se acercaron para despojarla del velo de viaje.

-Soy Sitra -dijo la joven, apenas más joven que ella-. Desde ahora, estaré a tu servicio, Gran Esposa Real.

Valeria ladeó el rostro. No estaba segura si ese título era una cortesía anticipada o una advertencia disfrazada. Sonrió con suavidad.

-Gracias, Sitra. Estoy segura de que serás una guía valiosa.

La muchacha bajó la vista, pero sus labios esbozaron una leve sonrisa. Valeria captó el destello de inteligencia en sus ojos. No era una criada común. Y eso, de algún modo, la tranquilizó.

Ya sola, se sentó frente a uno de los espejos de cobre bruñido y se observó con detenimiento. Las trenzas aún perfectas, los ojos delineados según las costumbres locales, la piel pálida que comenzaba a cambiar bajo el sol. No era la misma muchacha que había partido de Roma. Y aún no era la mujer que debía ser.

Estás en el corazón del enemigo... o del destino, pensó. Y no tenés lugar para el error.

En ese mismo instante, del otro lado del palacio, Asim caminaba por el patio del halcón. Lo acompañaban dos guardias y su consejero Haamon, que hablaba en voz baja.

-La joven tiene una mente ágil. No lo demuestra aún, pero se ve en su modo de mirar. No es una simple hija de nobleza.

-Lo sé -dijo Asim-. Y eso me inquieta.

-¿Te asusta?

-No -respondió, deteniéndose para observar el vuelo de un ibis que cruzaba el cielo-. Pero me intriga. Y lo que intriga... se investiga.

Haamon sonrió con esa sabiduría antigua de quienes han visto pasar generaciones de faraones.

-Entonces, joven halcón, la partida ha comenzado.

Asim no respondió. Pero sus ojos, oscuros y pensativos, se fijaron en el palacio del ala oeste. Donde la flor romana había echado raíces... en pleno desierto.

            
            

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