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El rumor del Nilo llegaba apagado, como un suspiro lejano, mientras los primeros rayos del sol teñían de oro los muros del palacio. Valeria despertó al sonido del agua que caía desde la fuente central de su habitación, acompañada por el suave murmullo de Sitra, que entonaba una canción en egipcio antiguo mientras perfumaba el aire con mirra.
-¿Qué cantás? -preguntó Valeria, con la voz aún adormilada.
-Una plegaria a Hathor -respondió la joven sin dejar de mover sus manos-. Para invocar la gracia y la dulzura del día.
Valeria se incorporó con lentitud. El lecho egipcio era diferente al romano: más firme, más alto, decorado con cabezas de león talladas en los extremos. Se sentó en el borde, observando su reflejo en el bronce pulido.
-Tendré que acostumbrarme a muchas cosas, ¿verdad?
Sitra sonrió.
-Egipto no cambia para nadie. Pero puede abrir sus brazos si se le habla con respeto.
Valeria la miró por el espejo, agradeciendo en silencio la honestidad sin adornos. En Roma, muchas doncellas la habrían colmado de halagos vacíos. Pero aquí... aquí todo era distinto.
***
La sala del consejo estaba llena. No era común que el faraón permitiera a su prometida presenciar una sesión, pero Asim había hecho una excepción, como gesto de cortesía diplomática. O, quizás, para ver cómo reaccionaría la romana en un entorno gobernado por jeroglíficos y silencios cargados.
Valeria entró escoltada por Sitra y dos guardias. Su vestimenta era un equilibrio calculado: una túnica romana, pero con detalles egipcios en el bordado. El cabello trenzado, con pequeñas cuentas de oro entrelazadas. No quería parecer una forastera... pero tampoco una cortesana desesperada por agradar.
Cuando se inclinó ante el faraón, lo hizo con una mezcla de elegancia y sobriedad. Asim apenas asintió. Desde su asiento en el trono secundario -uno más modesto que el ceremonial-, la observó sin expresión.
-Valeria de Roma, hija del Senado -anunció el visir Haamon con voz solemne-. Invitada a presenciar el consejo del Nilo.
Los sacerdotes, escribas y generales presentes la miraron con distintos grados de recelo. Algunos inclinaban apenas la cabeza; otros ni eso. Valeria los saludó a todos con una sonrisa medida, cruzó la sala y tomó asiento en el banco destinado para observadores.
La reunión comenzó con temas de rutina: el nivel de las aguas del Nilo, los tributos de las regiones del Alto Egipto, una plaga menor que amenazaba los cultivos de cebada en las riberas del delta. Valeria no comprendía todos los términos, pero anotaba mentalmente lo que podía. No había venido solo a casarse. Había venido a entender el imperio que su padre ansiaba conocer... o controlar.
En un momento, uno de los generales tomó la palabra.
-Con el debido respeto, majestad... algunos soldados no se sienten cómodos con la presencia de extranjeros en la corte. Las murallas no siempre protegen de las amenazas que caminan sobre dos pies.
Aunque la frase no la mencionaba directamente, la alusión era clara. Valeria sintió una corriente de hielo recorrerle la espalda. No bajó la vista.
Asim alzó una ceja, sin perder la calma.
-La desconfianza es un veneno lento, general Menna. Lo entiendo. Pero recuerde: incluso el escarabajo puede esconder oro si se le limpia el barro.
El silencio se hizo pesado por un instante. Valeria bajó los ojos un momento, no por sumisión, sino para controlar la risa que le subía desde el pecho. Aquel hombre... tenía filo. Más del que esperaba.
***
Más tarde, ya en los jardines, Sitra le entregó un papiro enrollado, sin sellar.
-Lo dejaron en tus aposentos.
Valeria lo desenrolló con cuidado. No tenía firma. Solo una advertencia escrita con tinta gruesa y trazos tensos:
"Las flores foráneas no florecen en la arena. Vuelve a Roma antes de que el viento te arranque los pétalos."
Sitra, al leerla sobre su hombro, apretó los labios.
-¿Qué harás?
Valeria enrolló el papiro con calma. Lo ató con el mismo hilo que lo sujetaba y lo arrojó a la fuente, donde flotó brevemente antes de hundirse.
-Regar las raíces. No vine a marchitarme.
Desde lo alto de una galería, oculto entre los pilares, Asim observaba. No sabía qué contenía el mensaje, pero había visto el gesto. Y aunque aún no confiaba en ella, empezaba a entender que aquella flor romana tenía espinas.
***
El sol comenzaba a descender cuando Valeria decidió salir sola -con Sitra a unos pasos discretos detrás- hacia los jardines del templo interior. Allí, donde los lotos brotaban como estrellas flotantes y las estatuas de dioses velaban el silencio, encontraba algo de respiro. Caminaba despacio, absorbiendo los colores, las formas, los aromas. Nada se parecía a Roma, y eso mismo era lo que más le fascinaba.
Al doblar una de las galerías de piedra tallada, su paso se detuvo. Frente a ella, rodeada por dos sacerdotisas y un par de sirvientas, estaba la Gran Esposa Real, la reina madre: Nefertiti.
Vestía lino casi transparente, delicadamente bordado en tonos marfil y turquesa. Su cuello estaba adornado con un collar ancho de lapislázuli, y su piel, como esculpida en ámbar, brillaba a la luz del crepúsculo. Caminaba con la dignidad de quien lleva siglos de historia en los hombros... y una corona invisible que pesaba más que el oro.
Valeria se inclinó con respeto.
-Gran señora de Egipto... es un honor.
Nefertiti se detuvo a unos pasos, la observó con ojos felinos, oscuros, sin parpadear. No hablaba con prisa. Ni con agresión. Pero tampoco con suavidad innecesaria.
-Tu acento es claro. Y no fingís el asombro que te provoca esta tierra. Eso... me agrada.
Valeria alzó la vista lentamente.
-La belleza de Egipto no se puede ocultar, señora. Sería una necedad pretender lo contrario.
Nefertiti asintió apenas.
-Bien dicho. Aún así, no es lo mismo admirar... que entender.
Sus palabras flotaron un momento entre ambas, y luego la reina madre extendió una mano, no como gesto de mando, sino de bienvenida.
-Esta noche, las mujeres del harén se reúnen en los patios del sur. Juegos, música, perfumes, danzas. Entre risas, se dicen verdades. Entre juegos, se miden intenciones. Me gustaría que vinieras.
Valeria dudó apenas un instante. Sabía lo que eso significaba: una prueba. Una invitación disfrazada de cortesía, pero cargada de intención. Pero también, una oportunidad.
-Acepto con gusto -respondió, con una reverencia más profunda-. Me honra conocer mejor a quien pronto será mi madre... si los dioses así lo desean.
Los labios de Nefertiti se curvaron en una sonrisa leve.
-Los dioses desean muchas cosas. Pero las mujeres, Valeria... sabemos cómo mover sus manos.
La reina madre giró con gracia, y su séquito la siguió como si el viento mismo la empujara. Valeria quedó unos segundos en silencio, sintiendo que algo acababa de cambiar. Una puerta se había entreabierto.
Sitra se le acercó.
-¿Irás?
Valeria no apartó los ojos del camino que había tomado Nefertiti.
-Sí. Y no iré sola. Llevaré cada palabra conmigo... como un cuchillo escondido bajo la seda.
***