La amarga venganza de una esposa
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Capítulo 4

Los días que siguieron a la fiesta fueron un borrón de silencio. Bernardo no volvió a casa. No llamó. La única comunicación fue un único y escueto mensaje de texto: *Camila está muy alterada. Me quedo con ella para asegurarme de que ella y el bebé estén bien. Me encargaré del desastre en casa más tarde.* No preguntó si Sofía estaba bien. No pareció importarle.

Las heridas físicas de Sofía comenzaron a sanar. Los puntos en su frente eran una línea tensa y furiosa. Los moretones en su cuerpo se desvanecieron de un morado violento a un amarillo verdoso enfermizo. Pero las heridas internas seguían en carne viva, supurando.

Después de unos días de vagar adormecida por el penthouse vacío, se obligó a salir. Se encontró caminando hacia un pequeño museo privado en la Condesa, un lugar que ella y Bernardo habían descubierto juntos años atrás. Había sido su santuario, un escape tranquilo de las exigencias de sus vidas públicas.

Recordó una tarde lluviosa que habían pasado allí, acurrucados en una banca frente a un Monet. Él la había besado entonces, un beso suave y prolongado, y susurró: "Esto somos nosotros, Sofi. Eternos".

Ahora, el recuerdo era solo otra mentira.

Al doblar una esquina hacia la galería impresionista, los vio. Bernardo y Camila, de pie frente a ese mismo Monet. No estaban en un silencio reverente. Se reían, Camila apoyada en Bernardo, con la cabeza en su hombro. Parecían jóvenes, despreocupados, como un par de universitarios enamorados, no un poderoso director general y su vientre de alquiler.

Una pareja de ancianos que estaba cerca les sonrió.

-Qué pareja tan hermosa -murmuró la mujer a su esposo, lo suficientemente alto para que Sofía lo oyera.

Camila sonrió radiante, su rostro iluminado de orgullo. Se volvió hacia la pareja.

-¡Gracias! Me consiente como a una reina -dijo, palmeando posesivamente el pecho de Bernardo. Lo presentó no como su empleador, no como un amigo de la familia, sino como "mi Berni".

Bernardo no la corrigió. Solo sonrió, una sonrisa suave e indulgente que Sofía no había visto en toda una vida. Se inclinó y besó la parte superior de la cabeza de Camila.

-Contigo, me siento joven de nuevo -le dijo a Camila, su voz llena de una calidez genuina que heló la sangre de Sofía-. Contigo, me siento... real. No como si estuviera interpretando un papel.

Cada palabra fue un martillazo para el ya destrozado corazón de Sofía. Así que eso había sido su vida para él: un papel que interpretar. El esposo obediente, el director general responsable. Con Camila, podía ser su "verdadero" yo: sin cargas, apasionado, vivo.

Sofía lo entendió entonces. El atractivo de Camila no era solo su juventud o su parecido con Sofía. Era su simplicidad. Era una chica de un mundo diferente, sin el peso del apellido de la Torre, sin el trauma del pasado de su familia. Ella era su escape.

Sofía se dio la vuelta para irse, con el corazón como un peso de plomo en el pecho. Pero al rodear una escultura, se topó de frente con Camila, que se dirigía al baño.

Camila saltó, sobresaltada.

-¡Oh! ¡Señora de la Torre! Yo... no la vi. -Parecía nerviosa, culpable-. Estábamos... Bernardo quería mostrarme algo de arte.

-No tienes que explicarme nada, Camila -dijo Sofía, con la voz plana-. No es asunto mío.

Justo en ese momento, una pesada placa de bronce en la pared sobre ellas, aflojada por las vibraciones de una construcción reciente, cedió de repente. Se inclinó y cayó.

En una fracción de segundo de puro instinto, Camila reaccionó. No gritó ni corrió. Empujó a Sofía con fuerza, apartándola del camino.

La placa se estrelló, golpeando el hombro de Camila con un ruido sordo y enfermizo. Ella gritó de dolor y se desplomó en el suelo.

Bernardo llegó corriendo, su rostro una nube de furia. Vio a Camila en el suelo y a Sofía de pie sobre ella, y su rostro se contorsionó de rabia.

-¿Qué hiciste? -le rugió a Sofía, su voz resonando en la silenciosa galería-. ¿Nos estás siguiendo ahora? ¿Estás tratando de lastimarla?

La acusación era tan monstruosa, tan completamente divorciada de la realidad, que Sofía solo pudo mirarlo en un silencio atónito. Él pensaba que ella había hecho esto. Pensaba que era capaz de tal violencia.

No esperó una respuesta. Se arrodilló, recogiendo a una sollozante Camila en sus brazos, su voz bajando a un tierno murmullo.

-Está bien, bebé. Te tengo. Estoy aquí.

La levantó como si no pesara nada y pasó junto a Sofía, sus ojos ardiendo de odio.

-Aléjate de nosotros -siseó.

Sofía los siguió, como un autómata entumecido, de vuelta al mismo hospital, la misma sala de emergencias que se estaba convirtiendo en un sombrío escenario para el acto final de su vida.

Esta vez, la lesión de Camila era más grave. Un hombro dislocado y una posible fractura. Los médicos la llevaron de urgencia a una habitación privada. Bernardo caminaba de un lado a otro afuera como un tigre enjaulado.

La situación se volvió crítica cuando los médicos se dieron cuenta de que Camila había perdido una cantidad significativa de sangre por un corte profundo causado por el borde de la placa. Necesitaban operarla, pero su tipo de sangre era raro. O negativo. El suministro del hospital estaba peligrosamente bajo.

-Soy O negativo -anunció Bernardo sin dudarlo, arremangándose la manga-. Tomen la mía. Tomen toda la que necesiten.

-Señor, solo podemos tomar una unidad de forma segura -le advirtió una enfermera-. Se sentirá débil.

-No me importa -espetó Bernardo-. Su vida es más importante. Si necesita más, tomen más. ¿Me entienden?

Se acostó en una camilla, con la mandíbula apretada, mientras la enfermera le extraía sangre. Sofía observaba desde el pasillo, un testigo silencioso e invisible. Estaba dando literalmente la sangre de su vida por esta chica, una chica que conocía desde hacía solo unos meses. Una chica que era una mentira.

Dio una unidad, luego exigió que tomaran otra, ignorando las protestas de los médicos. Se puso pálido, su respiración superficial. Después de que le extrajeron la segunda unidad, intentó levantarse y se desplomó, desmayándose por la pérdida de sangre.

Las enfermeras corrieron a ayudarlo, poniéndolo en un goteo intravenoso en una habitación justo al otro lado del pasillo de la de Camila.

La cirugía de Camila fue un éxito. Estaba a salvo.

Sofía se aseguró de que Bernardo estuviera estable, de que las enfermeras lo estuvieran atendiendo. No entró en su habitación. Solo se quedó en la puerta, observándolo.

Incluso en su estado inconsciente, un nombre se escapó de sus labios en un susurro débil y desesperado.

-Camila...

No Sofía. Nunca Sofía.

En ese momento, cualquier rastro persistente de amor, cualquier vestigio de su historia compartida, murió. No quedaba nada más que un vasto y frío vacío.

Su teléfono vibró en su bolsillo. Era un número que no reconoció.

-¿Señorita Garza? -dijo una voz nítida y profesional-. Habla Soluciones Confidenciales Ébano. Su nuevo pasaporte y documentos están listos para ser recogidos. Su vuelo a París está confirmado para mañana por la mañana.

La voz fue un salvavidas, una promesa de un futuro. Un futuro sin él.

                         

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