La mansión Garza resplandecía de luces. Era el cumpleaños de Doña Elena.
Sentí una risa amarga burbujear dentro de mí. En cinco años, Doña Elena nunca me había permitido asistir a una fiesta familiar. No era lo suficientemente buena. Y ahora, el día de nuestro divorcio, finalmente me invitaban.
Intenté soltar mi mano, pero el agarre de Alejandro era inflexible.
-Sofía arregló esto -dijo, su voz baja-. Convenció a la abuela de que te diera una oportunidad. Así que compórtate.
Obra de Sofía. Por supuesto. Era otra trampa.
Me arrastró frente a la matriarca de la familia.
-Feliz cumpleaños, señora Garza -murmuré, con los ojos en el suelo.
Doña Elena esbozó una sonrisa delgada y despectiva.
-¿Y cuál es tu regalo para mí, Ava?
Me quedé helada. ¿Un regalo? Alejandro nunca lo había mencionado. Lo miré, una súplica silenciosa en mis ojos. Él parecía tan sorprendido como yo. Ambos lo habíamos olvidado.
Al otro lado de la habitación, vi la mirada triunfante de Sofía. Había planeado esta humillación a la perfección.
Cerré los ojos, una sola lágrima escapó y trazó un camino frío por mi mejilla.
El resto de la velada fue un borrón de dolor. Me quedé en silencio en un rincón, observando cómo Doña Elena colmaba de afecto a Sofía. Elogiaba su belleza, su familia, su sofisticación.
Luego vino el gran final. Doña Elena se quitó un anillo de su propio dedo, un enorme diamante antiguo, la reliquia de la familia Garza, y lo deslizó en el de Sofía.
-De ahora en adelante -anunció Doña Elena a la sala-, Sofía es la verdadera señora de la familia Garza.
Todos los ojos se volvieron hacia mí. La señora Garza legal.
-¿Tienes alguna objeción, Ava? -preguntó Doña Elena, su voz goteando malicia.
Miré a Alejandro. Él sonreía a Sofía, sus ojos llenos de un amor que nunca me había mostrado.
Mi corazón se hizo añicos.
-No -dije, mi voz sorprendentemente firme-. Ninguna objeción.
Doña Elena sonrió, satisfecha. Envió a Alejandro y Sofía con algún pretexto endeble, luego se volvió hacia mí.
-Ven conmigo -dijo.
Me llevó arriba a una habitación fría y desnuda. Dos guardaespaldas corpulentos esperaban.
-Traigan la ley de la familia -ordenó.
Uno de los hombres sacó un largo látigo de cuero.
Me obligaron a arrodillarme.
-¿Sabes por qué estás aquí? -preguntó Doña Elena, su voz como esquirlas de hielo-. Nunca te quise en esta familia. La esposa de mi nieto siempre estuvo destinada a ser Sofía. Tú solo fuiste una solución temporal, una granja de órganos.
Se burló.
-Y en cinco años, ni siquiera has logrado producir un heredero. Eres inútil. Mereces ser castigada.
Intenté hablar, contarle sobre mi salud, sobre por qué no podía tener hijos. Pero las palabras no salían.
El látigo restalló en el aire.
Me golpeó la espalda, una línea de fuego puro. Un grito se desgarró de mi garganta.
El segundo latigazo aterrizó. El dolor era cegador. No podía respirar.
El tercero. Grité el nombre de Alejandro, una última y desesperada esperanza de que viniera a salvarme.
No lo hizo.
Me mordí el labio hasta que sangró, mi cuerpo convulsionando. La oscuridad se apoderó de los bordes de mi visión.
A través de la neblina del dolor, sentí que alguien me levantaba. Olí su aroma, la colonia familiar que siempre usaba.
-Alejandro -sollocé, aferrándome a él.
Me cerró suavemente los ojos con la mano, su toque sorprendentemente suave. Pero sus palabras fueron puñales.
-La abuela solo te está dando una lección, Ava. A esto te apuntaste cuando decidiste casarte conmigo.