El hijo bastardo de él, la fortuna robada de ella
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Capítulo 3

La medicina no funcionó, y mi fiebre solo empeoró. Al amanecer, prácticamente estaba delirando, alternando entre sueños febriles y pesadillas.

Fue Kayla quien me encontró. Se preocupó porque no respondí sus mensajes, así que usó la llave de repuesto que le había dado. Le bastó un vistazo a mi cara enrojecida y mis ojos vidriosos; sin dudarlo, me llevó al área de urgencias del hospital.

"¿Dónde está Aiden?", preguntó, caminando de un lado a otro de la pequeña habitación, mientras yo seguía conectada al suero.

"Tuvo que trabajar", murmuré, y la mentira me dejó un sabor amargo en la boca.

"¿Trabajar? ¡Lottie, pudiste morir!".

Yo miré a mi leal y feroz amiga y no pude contenerme más. Le conté todo: el fideicomiso, el hijo secreto de mi esposo, así como los años de abuso que había confundido con amor. Y también sobre la llamada telefónica de anoche.

Ella escuchó y se puso lívida por el horror y la ira, antes de que su expresión mostrara una desgarradora simpatía. Cuando terminé, simplemente me agarró de la mano con fuerza.

"Se acabó, Kayla", susurré, con la voz ronca. "Me voy, para siempre".

"Bien", contestó ella, sin ocultar la emoción en su voz. "Mereces algo mucho mejor".

Instantes después, salió a buscarme algo de comida, dejándome sola con el suave zumbido de las máquinas del hospital. Me sentía débil, pero en mi mente había una claridad fría y cortante.

Saqué mis piernas de la cama y, agarrándome al soporte del suero, me dirigí al baño al final del pasillo. Al empujar la puerta, escuché voces familiares desde la sala de espera privada que estaba al lado: eran las de mi esposo y mi cuñada. Se me heló la sangre, pero eso no impidió que me escondiera en las sombras de la entrada.

"Se peleó en la guardería", contó Haven, con la voz tensa por las lágrimas. "Otro niño lo empujó y lo llamó... bastardo".

"Compraré esa maldita guardería, y los despediré a todos. Después, meteré a Leo a una escuela privada, con guardias", contestó Aiden, tras soltar un gruñido bajo por la furia.

"¿Pero cuál es el punto?", sollozó desesperadamente mi cuñada. "Siempre será tu secreto. Nunca llevará tu apellido, así que la gente nunca dejará de hablar".

"Haven...", musitó mi esposo, en un tono más suave y lleno de una ternura que hizo que se me revolviera el estómago.

"No soporto verlo herido", se lamentó ella. "Simplemente no puedo verlo así".

Instantes después, escuché el sonido de la tela moviéndose, seguido de un suave suspiro. Me asomé por la esquina, y vi que Aiden abrazaba a su hermana adoptiva. Esta lloraba en su pecho, mientras él le acariciaba la cabeza. Era una escena de consuelo íntimo, una cruel parodia de todas las veces que me abrazó.

Me di cuenta de algo más. Mi esposo dejó de pasar la mano por la espalda de su amante y comenzó a tamborilear con los dedos, a un ritmo rápido, sobre su columna. Esa era una señal. Su señal. El signo de que estaba perdiendo el control y su lado oscuro estaba a punto de dominarlo.

La atrajo más hacia sí y, en un susurro áspero, le aseguró: "Lo solucionaré. Te lo juro". Casi al instante, su agarre pasó de la amabilidad a la agresividad.

Haven pareció percibir el cambio, pues se apartó ligeramente y con los ojos bien abiertos, le dijo: "Aiden, no. Aquí no".

Sin embargo, él ya tenía los ojos vidriosos, señal de que se había ido. Luego, se inclinó sobre ella, y estuvo a punto de aplastarle la boca con los labios.

"Estoy embarazada", soltó Haven repentinamente, con un tono firme y claro.

Aiden se congeló, quedándose completamente quieto. La energía frenética desapareció, como si alguien hubiera bajado un interruptor.

"¿Qué?", soltó.

"Tengo unas seis semanas", explicó su amante. Luego bajó la mirada, y adoptando una imagen de fragilidad, continúo: "No te preocupes. Me desharé de él. Sé que tienes a Charlotte, y yo no quiero complicarte las cosas".

Su actuación fue impecable: quedó como una víctima indefensa, sacrificándose por su bien.

Aiden la miró, con una expresión inescrutable. Luego, sacudió la cabeza, en un movimiento pausado y calculado, y declaró: "No. Lo vamos a tener".

Acto seguido, extendió su mano hacia ella y le acarició el rostro. Después, agregó con una determinación que me heló la sangre: "Leo y tú... lo tendrán todo. Llevarán mi apellido. Te lo prometo".

En el aire se instaló una nueva tensión. Vi las señales de alarma en él otra vez: los músculos tensos, la respiración superficial... Era obvio que luchaba contra el impulso que crecía en su interior. Estaba intentando ser gentil con la mujer que llevaba a su hijo.

Cerró los ojos con fuerza y apretó la mandíbula. Entonces, soltó un grito gutural y le metió un puñetazo a la pared, justo al lado de la cabeza de su amante. Usó tanta fuerza que el yeso se agrietó, y soltó algo de polvo.

Haven gritó y se alejó de él.

"Lo siento", jadeó mi esposo, apoyando la cabeza en el hoyo de la pared. "Perdóname. Yo no... quería hacerte daño. Ni al bebé".

Me quedé en la puerta, invisible, mientras la escena se desarrollaba frente a mí. Lo vi castigarse, no por mí, sino por ella. Vi cómo le daba las mismas promesas incumplidas, la misma penitencia brutal, el mismo amor retorcido que una vez me había ofrecido.

Me di cuenta de que no era especial, de que el asunto no se trataba de mí; de hecho, nunca se trató de mí. Él solo seguía un patrón, un ciclo enfermizo de posesión y autodesprecio que se repetía indefinidamente.

Y yo solo había sido una de sus víctimas, atrapada en su camino de autodestrucción.

El dolor en mi pecho era tan fuerte que por un momento creí que mi corazón se rompía literalmente. No podía respirar, así que retrocedí a trompicones de la puerta, con la vista nublada. Tenía que alejarme antes de que me vieran o, peor aún, de que desmoronara en miles de pedazos en el estéril y frío piso.

Llegué a mi habitación justo cuando Kayla regresaba. Pasé los siguientes dos días internada, recuperándome. Cuando Aiden llamó, le dije que me quedaría con mi amiga. Era más fácil hacerle creer esa mentira.

Al tercer día, me di de alta. En mi mano sostenía los papeles de divorcio firmados, como si fueran un escudo. Había llegado la hora de volver a esa casa, una última vez.

Mientras caminaba hacia la puerta principal de la mansión que una vez llamé hogar, escuché la risa de un niño resonando en el interior. Me quedé unos segundos congelada, sosteniendo el pomo de la puerta, pero finalmente la empujé y la abrí.

En la gran sala, Leo estaba jugando en el suelo. Con él estaba la madre de Aiden, mi suegra. Y en las manos del niño giraba la delicada bailarina de porcelana de la caja de música de mi madre. Eso era lo último que me quedaba de ella.

            
            

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