Intenté quitarle la bailarina, pero el chiquillo se percató de mi movimiento y la alejó de mí. Mientras lo hacía, aflojó su agarre de la figura de porcelana, que se impactó contra el suelo de mármol, produciendo un crujido espantoso.
La delicada bailarina se hizo añicos. En ese momento, me pareció que el mundo se quedaba en silencio. Todo lo que pude ver fueron fragmentos blancos esparcidos por el suelo oscuro: un trozo de su brazo, un fragmento de su tutú, y su diminuto rostro mirándome.
Caí de rodillas, y me quedé con las manos flotando sobre los escombros. No me percaté de que el niño lloraba de dolor, ni que Aiden y Haven bajaban corriendo las escaleras, atraídos por el ruido.
Leo había retrocedido por la fuerza de su propia acción y terminó cayéndose, raspándose la rodilla en el proceso. Mientras gemía, me señaló con su dedo regordete y chilló:
"¡Ella me empujó! ¡La tía Lottie me empujó!".
"¡Está sangrando!", gritó Haven, corriendo a su lado.
"Charlotte, ¿cómo pudiste? ¡Es solo un niño!", exclamó mi suegra, quien estaba detrás de ella.
Aiden se detuvo en seco, mientras procesaba la escena. Yo estaba en el suelo, rodeada de porcelana rota, mientras su hijo lloraba en los brazos de su madre.
Miró los pedazos rotos en el suelo y un destello de algo, que podía ser reconocimiento o memoria, centelló en sus pupilas.
Luego se giró hacia Haven y, en voz baja y llena de enojo, espetó: "Te dije que lo vigilaras. Que no dejaras que tocara las cosas de mi esposa".
"Lo siento. Solo me distraje un segundo", contestó ella, poniéndose a llorar. Luego, cargó a Leo y se apresuró a irse, no sin antes lanzarme una mirada venenosa.
"Lottie, lo siento. Es un niño, así que no sabía lo que hacía", dijo Aiden, arrodillándose a mi lado. Luego intentó tocarme el hombro, pero yo me aparté, así que añadió en un tono conciliador: "Es solo un objeto. Te compraré cien, mil más".
"No puedes", solté, mientras sentía que las palabras me raspaban la garganta. "Era de mi madre".
"¿De tu madre? ¿Esto era...?", comenzó, con una expresión de sorpresa.
"Parte de la caja de música", susurré, recogiendo un pequeño y afilado trozo de porcelana. "Era suya".
"Haré que la arreglen. Conozco a los mejores restauradores del mundo, así que quedará como nueva. Lo prometo", declaró, con un destello de culpa en el rostro.
"¿Crees que ese es el punto? Él la rompió, Aiden. Lo hizo a propósito. Y tú... simplemente lo permitiste", respondí, mientras lágrimas cálidas y llenas de rabia caían por mi rostro.
"¿Qué quieres que haga? ¡Tiene cinco años! ¿Quieres que le pegue?", inquirió mi marido, perdiendo la paciencia.
"¡Quiero que se disculpe!".
"¡Es un niño!", estalló mi esposo, mientras el conocido tono de voz que adoptaba durante sus ataques de ira salía a flote. "¿Por qué te pones tan difícil? Nunca has tenido paciencia para Leo".
"Leo", repetí ese nombre, que en mi boca sabía cómo veneno. Luego, mirándolo directamente a los ojos, lo cuestioné: "¿Te refieres a tu hijo?".
La tensión se instaló en el aire.
"No es mi hijo. Lo acogimos en la familia, porque sus padres murieron en un accidente", negó el adúltero, casi en automático.
"Un trágico accidente", señalé, en un tono cargado de sarcasmo. "¿Y tú, por tu enorme bondad, decidiste criar al hijo huérfano de tu hermana adoptiva?".
"¿Qué estás insinuando? ¿Qué te mentiría?", soltó él, endureciendo su expresión. Luego, usó su viejo truco de voltear mis sospechas contra mí, para hacerme quedar como la villana. "Después de todo lo que he hecho por ti, ¿crees que te traicionaría de esa forma?".
"Charlotte, Aiden te ama. Nunca haría algo así. Acogimos a Leo porque era lo correcto. Somos una familia", intervino su madre, quien se había quedado rondando cerca.
Los dos estaban parados frente a mí, y sus caras era máscaras de falsa inocencia, a pesar de que intentaban sofocarme con sus mentiras. Sentí unas náuseas tan fuertes que creí que vomitaría ahí mismo, sobre el suelo de mármol.
Dejé de llorar. Luego, con cuidado y casi metódicamente, comencé a recoger los pedazos rotos de la bailarina, que coloqué uno por uno en mis manos ahuecadas. Cada borde afilado era un dolor fresco, un recordatorio de algo que se había destrozado más allá de toda reparación. Mi corazón era esa caja de música, y mi supuesta familia había tomado turnos para romperlo.
"Tienes razón", dije, en un tono extrañamente calmado. Acto seguido, lo miré, le dediqué una sonrisa fría y declaré: "Gracias por regalarme un hijo. Estoy segura de que seremos una familia muy feliz".
Me levanté, sosteniendo los pedazos afilados en mis manos y mirándolo a los ojos, le dije suavemente: "Sin embargo, no pienso aceptar tu 'regalo'. No lo quiero".
Tras eso, me di la vuelta y me fui, dejándolo de pie entre las ruinas de mi último recuerdo.
Sabía, con una certeza que se asentó profundamente en mis huesos, que me iría pronto de esa casa, y nunca volvería.
Los siguientes días los pasé encerrada en mi habitación, pegando los trozos de la bailarina de la caja de música. Desafortunadamente, mis esfuerzos fueron inútiles, pues las grietas eran visibles. Parecían cicatrices feas en la delicada porcelana. Nunca volvería a ser la de antes. Y yo tampoco.
Una tarde, Haven entró en mi habitación sin llamar. No mostraba su habitual expresión frágil y dependiente; en cambio, en su rostro había una fría ambición.
"Creo que es hora de que te vayas", comenzó, con una voz desprovista de calidez. "Quiero que firmes los papeles de divorcio y desaparezcas".