"Necesita aprender su lección, Fitz", intervino Caleb con una voz aún más fría. "Esto es lo que pasa cuando no obedece".
Mis ojos se abrieron lentamente mientras un doctor entraba en la sala; era un hombre mayor de ojos gentiles, pero que en ese momento estaban cargados de una profunda lástima y preocupación.
"Señorita Reid", me saludó suavemente. "Soy el doctor Evans".
Miró hacia la puerta, donde Caleb y Fitzgerald ahora estaban de pie. "¿Me permiten hablar un momento en privado con la paciente?".
La mandíbula de Caleb se tensó y espetó: "Somos su familia, así que tenemos derecho a escuchar lo que va a decirle".
El doctor Evans dudó antes de suspirar con resignación. "Está bien. Las lesiones que sufrió por la caída son menores, pero... los chequeos revelaron algo mucho más serio".
Levantó un conjunto de radiografías y las colocó contra la luz. "Señorita Reid, usted padece cáncer de pulmón. Lamentablemente, ya hizo metástasis, por lo que actualmente se encuentra en fase terminal".
Sus palabras se quedaron flotando en el aire, sintiéndose muy pesadas e irreales.
Mi cáncer ya estaba en etapa terminal, pero por alguna razón, sentí una extraña indiferencia, una calma gélida que se apoderó de mí; era como si el doctor estuviera hablando del diagnóstico de alguien más.
Caleb soltó una risa burlona. "¿Cáncer? No sea ridículo. Ella solo está tratando de llamar la atención. Simplemente es otro de sus juegos".
Fitzgerald asintió y lo secundó: "Sí, siempre ha sido muy dramática".
Una pequeña y tonta parte de mi corazón por un momento albergó la esperanza de que esta noticia tan trágica e innegable apaciguara su furia justiciera; realmente creí que vería un destello del hermano y del prometido que solía conocer.
Observé fijamente sus rostros, buscando cualquier atisbo de remordimiento o de amor, pero lo único que encontré fue un gélido desdén.
Justo entonces, el celular de Caleb sonó. En el instante que respondió, su tono severo cambió, volviéndose mucho más tierno.
"¿Hailie? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?".
Él hizo una pausa para escuchar lo que decía la chica al otro extremo de la línea. "De acuerdo, voy ahora mismo. No te preocupes, llegaré contigo lo antes posible".
Tras finalizar la llamada, se volvió hacia Fitzgerald. "Hailie está muy asustada. Me necesita".
Comenzó a caminar hacia la puerta, sin tomarse la molestia de mirar atrás.
"Espere", lo llamó el doctor Evans mientras avanzaba hacia su dirección. "Señor Skinner, esto es serio. Necesitamos discutir el tratamiento y los cuidados paliativos que recibirá la paciente...".
"Solo denle analgésicos", dijo mi prometido por encima del hombro. "Fitz, quédate con ella. y asegúrate de que no cause más problemas". Acto seguido, simplemente se marchó.
Fitzgerald se quedó junto a la puerta, con los brazos cruzados y una expresión que reflejaba su impaciencia.
El doctor Evans se dio la vuelta y me miró con un rostro lleno de tristeza e impotencia. "Señorita Reid, podemos comenzar con las quimioterapias para que no sienta tanto dolor, e incluso para darle un poco más de tiempo...".
"¿Tiempo para qué?", pregunté en un susurro débil.
"Para decírselo a su familia", me instó gentilmente. "Necesita decírselo usted misma y hacerlos entrar en razón".
Una risa amarga escapó de mi garganta. "¿De verdad cree que van a comprenderlo? Aunque me vieran muriendo en el suelo frente a ellos, no les importaría".
Mi última chispa de esperanza se extinguió por la apresurada partida de Caleb, deseoso de consolar a la chica que robó mi vida.
"Nunca me creerán", dije con una voz plana. "Para mí, ya nada importa".
El doctor Evans parecía querer disuadirme, pero al notar el carácter irrevocable en mis ojos, no insistió más y me dejó una receta para analgésicos, despidiéndose con una mirada de profunda lástima.
Los días que siguieron fueron una tormenta donde reinaba el dolor. Las molestias en mis huesos se agudizaron y tenía que realizar un esfuerzo monumental para respirar; las pastillas apenas servían para aliviar la agonía que me invadía.
Una semana después, Fitzgerald llamó, pero no para preguntar cómo estaba. "Caleb dice que ya estuviste una semana internada en el hospital. Sal de ahí y vuelve a la residencia donde estabas. Tienes mucho trabajo por hacer".
Su mensaje fue muy claro: mi penitencia estaba lejos de terminar. Mi enfermedad y sufrimiento solo era una molestia para ellos.
En ese momento, una nueva resolución sombría nació dentro de mí. Si querían que volviera, lo haría solo para que vieran las consecuencias de su cruel lección.
A pesar de las protestas frenéticas del doctor, me di de alta del hospital; llené la solicitud para que me recetaran los opioides más fuertes, recibiendo un suministro que duraría un mes completo, y tomé un taxi de regreso a la jaula de oro a la que Caleb llamaba hogar.
El mayordomo, un hombre que solo le era leal a mi prometido, me detuvo en la puerta.
"El señor Skinner ordenó que debe ser desinfectada antes de entrar. Estuvo mucho tiempo en un hospital. No podemos tomar el riesgo de infectarnos con los gérmenes que traiga consigo".
Dos sirvientas con rostros impasibles me llevaron a un gran baño junto al garaje; llenaron una tina con un líquido que tenía un fuerte aroma a químicos.
"Métase ahí", ordenó una de ellas.
Estaba demasiado débil para oponer resistencia, por lo que terminé sumergiéndome en la solución punzante. Los productos químicos empaparon los cortes sin cicatrizar en mis brazos y piernas, envolviéndome en una sensación ardiente; el agua a mi alrededor comenzó a teñirse de rojo mientras mis heridas se abrían de nuevo.
Las criadas jadearon y sus fachadas profesionales vacilaron por un instante al presenciar la horrible escena.
Justo entonces, Caleb y Fitzgerald entraron en la habitación. Cuando los ojos de mi prometido notaron la sangre en el agua, vi cómo un destello indescifrable cruzó brevemente por su rostro. ¿Fue conmoción? ¿O preocupación?
Pero Fitzgerald lo hizo volver en sí poniendo una mano en su brazo.
"No olvides el plan, Caleb", murmuró.
El rostro de mi prometido volvió a tornarse severo y el breve momento de humanidad desapareció, optando por darme la espalda.
"Asegúrense de limpiarla bien", les ordenó a las sirvientas con una voz desprovista de cualquier emoción. "Luego llévenla a su habitación".
Vi al hombre con el que se suponía que me iba a casar dejando que me desangrara en una tina de desinfectante, abandonándome por completo.
Una pequeña risa quebrada escapó de mis labios; me pareció bastante irónico que a Caleb le preocuparan los gérmenes.