Me sacaron a rastras del museo, por una salida de servicio, hasta el callejón oscuro. Mi pierna lesionada se arrastraba contra el pavimento áspero. Podía sentir la tierra y la suciedad incrustándose en la herida abierta.
Mi mente regresó a una época en la que Elliott hubiera movido cielo y tierra si tan solo me hubiera raspado la rodilla. En una ocasión me cargó un kilómetro hasta el coche tras torcerme el tobillo en una caminata, negándose a dejar que mis pies tocaran el suelo.
Aquel hombre no era más que un recuerdo lejano.
Me arrojaron al asiento trasero de un carro negro. Me desplomé contra el asiento, con el cuerpo temblando, y finalmente me desmayé por el dolor.
Cuando desperté, estaba en una habitación de hospital. El olor a antiséptico era penetrarte y limpio. Una enfermera estaba ajustando mi vía intravenosa.
"Estás despierta", dijo con una voz amable. "Has perdido mucha sangre. Tienes suerte. El doctor dijo que el fragmento pasó a milímetros de una arteria principal".
Luego, me miró con ojos comprensivos y preguntó: "¿Quieres que llame a tu familia? ¿A tu esposo?".
"No tengo familia", susurré, sintiendo un sabor amargo en la boca. "Y él no es mi esposo", agregué.
La puerta de la habitación se abrió, y mi corazón se detuvo.
Elliott estaba allí parado, con la cara desencajada por el enojo.
Caminó con paso firme hacia la cama, ignorando a la enfermera por completo. No me preguntó cómo me sentía ni miró el vendaje de mi pierna.
Su mirada era helada.
"Katarina tiene un esguince en la muñeca", dijo en un tono bajo y amenazante. "Todo por tu culpa".
"Fue un accidente", respondí con voz débil. "Ella me empujó".
"Mentirosa", siseó. "Yo mismo te vi. Eres celosa y vengativa. No soportas verme feliz con otra persona".
"No es cierto...".
De repente, él se inclinó hacia mi, con el rostro a centímetros del mío. "Irás a su habitación, te arrodillarás y le pedirás perdón".
Me quedé mirándolo, totalmente horrorizada. El hombre que había amado durante toda mi vida se había esfumado por completo y había sido reemplazado por este extraño cruel y delirante.
"No tengo nada de qué disculparme", dije con la voz temblando pero firme. "Ella es quien debería disculparse. Te está mintiendo. ¿Acaso no lo ves, Elliot?".
Su mano se disparó hacia mi rostro y agarró mi barbilla. "No te atrevas a decir algo malo de ella. Ni siquiera eres digna de pronunciar su nombre", dijo mientras sus dedos se hundían en mi mandíbula.
El dolor que sentía en el rostro no era nada comparado con el dolor en mi corazón.
Tras soltarme con un empujón, dijo: "Te disculparás por tu cuenta o te obligaré a hacerlo".
Luego, se volvió hacia sus guardaespaldas que lo habían seguido y ordenó: "Llévenla".
Uno de ellos dio un paso al frente y me arrancó la aguja del brazo. La sangre comenzó a brotar y goteó sobre las sábanas blancas.
Me sacaron de la cama a rastras y solté un grito cuando mi pierna herida soportó mi peso. Sentía que la herida, recién suturada, estuviera abriéndose.
Me arrastraron fuera de la habitación y por el pasillo hasta la habitación de Katarina. Ella estaba sentada en su cama, con la muñeca envuelta en un vendaje, luciendo perfectamente bien. Me lanzó una sonrisa triunfal.
Luego, los hombres me obligaron a arrodillarme frente a su cama. El frío y duro suelo de linóleo tocaba mi piel y mi pierna gritó en protesta.
"Dilo", ordenó Elliott en un tono cortante.
Levanté la vista hacia él, con la visión borrosa a causa de las lágrimas de dolor y rabia.
No les daría el gusto.