-Una malteada de banana, por favor -le digo a la chica que me vino a atender.
Ella sonríe y se va, acomodándose su largo cabello negro. Era una chica muy guapa, arreglada de forma impecable.
Me quedo mirando los dos teléfonos que tengo en la mesa, preguntándome por qué rayos no le dije a Ian que se llevara el suyo. Todo lo que el chico dijo antes de irse fue que en cuatro horas exactas estaría en la misma entrada esperándome, y que si tardaba demasiado me dejaría, así sin más -tal vez por eso me dio tanto dinero-. Como no estaba en mis planes quedarme tanto rato vagando por un centro comercial, el dinero que yo traje es muchísimo menos. ¿Qué se supone que haga ahora?
Lo primero que pienso es ir al cine. Obviamente, en el páramo no hay uno, así que me emociona la idea. Me entregan la malteada y me la tomo rápido, aunque sin dejar de disfrutarla, está buenísima. Luego de eso pago y busco en todo el centro comercial dónde puede estar el cine. Hay mucha gente, cosa que rompe el tipo de vida que he tenido hace años.
El centro comercial es tan bonito por dentro como lo es por fuera. Las tiendas y negocios tienen un estilo diferente veas a dónde veas: algunos con vitrales atractivos y decoraciones elegantes, otros más rústicos y juveniles; la variedad es sorprendente, te deja saber al instante qué tipo de cosas venden.
Subo unas escaleras eléctricas que tienen a los costados anuncios gigantes sobre películas o eventos del lugar, los cuales lucen interesantes. Ya en el segundo piso, me encuentro de frente con la entrada al cine. Este exhibe grandes carteles con los próximos estrenos y otros más pequeños con los que actualmente tienen en cartelera. Acción, romance, comedia, ciencia ficción, ¿qué debería ver?
Me llama la atención un musical sobre un circo, así que no lo pienso más y hago fila para comprar los boletos. Hay una función justo en media hora, tiempo suficiente para buscar palomitas. Ya frente a la boletería escojo un asiento en el centro de la sala, que según yo es el lugar perfecto.
Con mi boleto en mano me dirijo adentro para hacer la fila de la comida. Esta es el doble de larga que la anterior, y avanza mucho más lento.
Como la curiosidad me mata, saco el teléfono de Ian de mi mochila y me pregunto si estará bien revisarlo. Por un lado, es su privacidad, y por el otro... ¡Él mismo me lo dio! Dudo que no se espere que vaya a darle una ojeada por mi naturaleza husmeadora. Aunque, siendo realista, seguro lo tiene bloqueado...
Oh, no lo tiene bloqueado.
Me toma desprevenida que un chico como Ian, tan cerrado con sus cosas, no tenga contraseña en su teléfono. Me quedo viendo el fondo de una pantalla con las aplicaciones típicas de fábrica. La foto que tiene es de los ojos de un gato negro de cerca, muy detallados. Con ciertos nervios, como si Ian fuera a llegar en cualquier instante, reviso las aplicaciones que tiene. Nada de Facebook, ni Instagram, solo un twitter en el que sigue a cuentas de música o sobre comics y videojuegos, nada personal, pues ni foto de perfil tiene. Me siento cada vez más chusma.
Paso por las carpetas de música, estas sí están llenas. No conozco nada de lo que escucha, aunque reconozco los nombres de algunas bandas que son famosas. De allí me voy a la galería de fotos... Nada de nada. Solo tiene guardados algunos fondos de pantalla.
Eso sí, tiene unos diez juegos instalados, algunos casuales, y otros que parecen de estrategia. Supongo que eso hace la mayor parte del tiempo en su teléfono, dado que lo veo mucho usándolo. Lo último que reviso es su lista de contactos...
"Mamá
Papá
Abuela
Sammy"
Nada más. Supongo que ese "Sammy" pertenece a su amigo, el que ha venido a visitar. Parece que no bromeaba con decir que no tiene "amigos". Me da un extraño sentimiento de tristeza, pues yo tengo cientos de contactos en mi teléfono: compañeros de escuela, amigos de mi abuelo, los de la residencia y personas que han pasado por mi vida en algún punto, todas ahí guardadas. Es extraño encontrar a alguien con nada más que cuatro contactos, y que tres de esos sean familiares.
Como ya he sido más curiosa de lo que debía -y me siento culpable por ello-, apago la pantalla y me lo guardo de nuevo en la mochila, haciendo la promesa mental de no volvérselo a revisar.
Dios, apenas ahora noto lo perverso que es revisarle el teléfono a alguien, así como así. Me doy miedo a veces.
La sala está algo vacía -la película debe llevar un tiempo ya en cartelera-, cosa que disfruto porque, de las pocas veces que he venido al cine, en todas menos esta la sala rebosaba de gente. Cada vez me gusta más la trama que observo en pantalla, sobre todo por ser un musical. Tal vez no sea la mejor película del mundo, pero lo entretenida y colorida que es hace que no pueda despegar la vista de lo que pase a continuación. Me acabo las palomitas a la mitad, y procuro no tomar demasiada bebida para no tener que ir al baño. Al final de la función, estuve varias veces al borde de las lágrimas y salgo de la sala mentalizada en buscar la banda sonora completa para escucharla después.
Son las cinco de la tarde y, según Ian, no llegará hasta las seis y media. ¿Qué más puedo hacer en la hora que me queda? Ya fui al cine, algo que me quito mucho tiempo, pero no me queda suficiente como para ver otra película.
Habiendo salido del cine, camino sin rumbo por el centro comercial mirando las tiendas y restaurantes. No tengo hambre para nada, por lo que sigo viendo qué hacer. Ojeo tiendas de ropa, de zapatos y hasta entro a una de dulces solo por mero aburrimiento.
Luego de diez minutos de una búsqueda implacable por diversión, esta viene en forma de Arcade, ubicado en el tercer piso del lugar. Una punzada de culpabilidad golpea mi pecho: Jake quería ir al Arcade del pueblo, y yo vine con Ian para que él me dejara botada. Todavía tengo sentimientos encontrados hacia mi mejor amigo justo ahora. ¿Yo estuve mal al dejarlo por Ian o él estuvo mal al reaccionar así? ¿Los dos lo estuvimos?
No lo sé, solo sé que no quiso responderme el mensaje que le envié, así que trataré de jugar y entretenerme sin que Jake invada mi mente.
Entro al Arcade, lleno de niños, adolescentes y hasta algunos adultos. Compro una buena cantidad de fichas y busco por dónde empezar. Hay diversos espacios dependiendo de la edad: la zona de niños tiene juegos simples, la de jóvenes y adultos unos más complicados, también hay consolas de juegos modernos; yo siempre me voy por el lado clásico. Si me gano una cantidad considerable de tickets, tal vez hasta pueda canjearlos por algún premio.
Empiezo por la máquina para encestar balones de básquet. La verdad nunca he sido muy buena en este juego, pero me divierte así que no me molesta cuando no acierto. Contra mi propio pronóstico, hago algunos puntos y gano así unos cuantos tickets. Paso de esta máquina a otra, y sin notarlo tengo los brazos llenos de tickets que, llegado este punto, ya deben servirme para canjear.
Miro el reloj de mi teléfono -el cual prendí solo para eso-, todavía tengo un rato hasta la hora acordada por Ian. Cuento las fichas que me quedan y decido de forma sabía en qué usarlas. Hago un par de cosas que no me generan una recompensa: unas cuantas partidas de un videojuego de pelea algo sangriento en las que pierdo contra un niño de unos once años, un juego de carrera en moto y algunos intentos en una máquina para recoger peluches. En esta última alcanzo a, casi por accidente, atrapar un peluche que no buscaba recoger y llevármelo.
El peluche es adorable: es un gato del tamaño de mi mano de color negro, ojos verdes, hecho de material suave y esponjoso. Pienso de inmediato en Ian, ¿y si se lo doy? Digo, el gato es negro, como su ánimo. Además, el fondo de pantalla de su teléfono me da una pista sobre su preferencia hacia los gatos.
Me río de mis propios pensamientos mientras camino hacia la cabina de canje. Hago una pequeña fila con gente que, al igual que yo, busca un premio. Esta avanza rápido, y en menos de cinco minutos estoy frente a una sonriente joven que no debe tener más de veinte años. La chica cuenta los tickets -en total 152-, y me dice que con ellos puedo canjear varias cosas, aunque nada muy extravagante. Observo unos peluches, algunos juguetes, estuches con útiles de colegio y otros premios que no me llaman demasiado la atención. Escojo un estuche con cinco bolígrafos de diseños coloridos, todos de tinta negra. Me queda una cantidad tan insignificante de tickets que se los regalo al niño que tengo detrás esperando con su hermana mayor, o eso creo que es. Este me agradece antes de que me vaya y salga del Arcade.
Faltan veinte minutos para que se cumpla la hora en la que Ian dijo que volvería, así que debo dirigirme a la salida y esperar. En mi mochila tengo el estuche que acabo de ganar y llevo el peluche de gato en mis manos. Tardo un poco en encontrar la entrada en la que Ian me dejó, ya que hay otras tres y caminé bastante aquí dentro sin cerciorarme del rumbo. Luego de que le pregunto a un guardia de seguridad dónde queda la entrada que da a la avenida, llego en un dos por tres.
Salgo del centro comercial sintiendo una brisa fresca en el cuerpo. Ya está anocheciendo y comienzan a encender las farolas que alumbran el estacionamiento del lugar. El cielo se ve precioso: una combinación de azul y rosa. Lo contemplo un rato hasta que me canso y espero justo en la parte de la acera donde Ian detuvo el auto hace horas. Los autos pasan y ninguno es el que espero. Ya es la hora y mato el tiempo revisando mi teléfono. No tengo ningún mensaje.
Unos minutos después, veo una camioneta parecida a la de Ian, y dudo en si es él o no hasta que se acerca lo suficiente y le puedo ver la cara por el parabrisas. Se estaciona frente a mí y yo me subo sin tardanza, para que posteriormente arranque de nuevo. Me pongo el cinturón de seguridad y lo observo. Ahora tiene puestos los lentes oscuros, cosa que me parece extraña dado que está anocheciendo.
-¿Qué tal te fue con tu amigo? -le pregunto.
-Lo de siempre -se encoje de hombros.
-¡Mira lo que gané en el Arcade! -cambio el tema y le muestro el gato de peluche, él lo mira unos segundos y devuelve su vista a la calle-. Lo atrapé en esa máquina de peluches.
-No se parece a ti en nada -comenta con su típica voz neutral.
-Sí, lo saqué por accidente -menciono con voz algo baja viendo el peluche-. Pero se parece a ti, ¿no crees?
-¿Porque es oscuro como mi alma? -bufa casi como una broma, tal vez lo más cercano a eso que le he escuchado decir.
Me río sola al recordar que casi dije lo mismo cuando saqué el peluche.
-De hecho -sigo riendo-. En fin, pensé en regalártelo, así que toma -se lo pongo sobre las piernas.
Ian da pequeños vistazos al peluche sobre sus muslos, que bien podría camuflarse por el tono de sus pantalones. Su expresión no cambia en ningún momento.
-No tengo peluches, ¿sabes? Tampoco me interesa tener más cosas ocupando mi escaso espacio -dice.
-Qué mal, es un regalo, y es de mala educación rechazar los regalos -me cruzo de brazos.
-Creo que nos ha quedado bastante claro que yo no soy alguien muy educado.
¿Cómo rayos puedo lograr que ese chico responda mejor a lo que le digo? No me molesta su indiferencia comparándola con el repudio con que me hablaba antes, pero una mínima pizca de alegría sería perfecta.
-Por cierto, toma tu teléfono -saco el susodicho de mi bolso.
Estamos saliendo ya de la ciudad, entrando a la zona boscosa y, en unos minutos, ya estaremos subiendo hacia el páramo.
-Déjalo en el soporte -señala el aparato de plástico pegado a las rejillas del aire acondicionado.
Yo hago lo que dice, aunque al primer intento no hallo como ponerlo. Luego de tratar otras dos veces comprendo que debo juntar las dos piezas de los costados hasta que encajen a cada lado del teléfono y lo sostengan. El proceso completo dura unos dos minutos que se me hacen eternos.
Ya se ha hecho completamente de noche, y entre el silencio y lo bonita que es la vista mientras subimos, disfruto el momento al máximo. Ian también podría ser un complemento para el disfrute del viaje, aunque su ausencia sería casi igual porque no es como que diga o haga mucho para alterar el ambiente.
Mi teléfono suena y, al ver la pantalla, descarto la llamada. Es mi hermano, quien sigue insistiendo.
No sé cuándo entenderá que no quiero hablarle, que tal vez no estoy preparada para ello.
Ian pone música y así el tiempo pasa más rápido. En un dos por tres estamos cruzando las puertas de la residencia. Nos dirigimos juntos a la cocina.
Mi abuelo, Jullie, Erick, Jake y las dos compañeras de piso universitarias comen juntos. El comedor consta de tres mesas de seis asientos cada una, que antes iban separadas, pero al ser tantos los que solemos comer simultáneamente aquí decidimos unirlas todas. Todo el tiempo comemos del lado izquierdo, dejando las sillas sobrantes sin ocupar por ninguno de nosotros. Esas son las que utilizan los otros inquilinos por voluntad propia, y justo allí están las dos amigas. Si no me equivoco, se llaman Dinah y Laura, una castaña y la otra morena. Estas solo saludan cuando nos ven a Ian y a mí entrar en el comedor. Yo les devuelvo el saludo, el chico ni las pesca.
Jake evita mirarme, lo noto por como baja la mirada a su sándwich en el plato.
-Entonces estaban en la ciudad... -dice Erick de forma sospechosa luego de que mi abuelo comentara nuestro paradero-. ¿Qué fueron a hacer?
En los segundos que me tomo antes de responder, doy una mirada fugaz a Ian, quien sigue con sus lentes oscuros y me observa también. Algo me dice que no debería mencionar el hecho de que me dejó botada en el centro comercial por cuatro horas.
-Tenía que hacer unos mandados, y su madre no quería que fuera solo, así que le acompañé -trato de decirlo con la mayor naturalidad posible-. Yo no tengo hambre, me iré a cambiar de ropa, ¡Buen provecho! -me despido, dejándolos para subir a mi apartamento.
Ya allí, me pongo un suéter rosa y un mono blanco, ambos para dormir. Todavía no pienso acostarme, pero esta ropa es tan cómoda que en realidad es lo que suelo usar todo el día. Me cepillo los dientes y voy a la cocina con la idea en la mente de tomarme un vaso de jugo, pero una vibración en el bolsillo de mi pantalón me distrae. Dejo que suene unos segundos mientras, en medio de la sala, siento la rabia formarse dentro de mí.
Estoy cansada de que no deje de llamar, y en este punto tengo casi claro que no dejara de hacerlo hasta que yo conteste. Con ese pensamiento, decido que mi siguiente paso será hacerlo solo si vuelve a llamar en los próximos veinte minutos. Descarto la llamada, respiro hondo y voy hacia el refrigerador para sacar el cartón de jugo.
Dos minutos.
Lavo el vaso en el que serví antes el jugo y, buscando primero mis llaves y un suéter adicional, salgo del apartamento. En el pasillo que la escalera deja entre ella y las habitaciones está la puerta por donde se accede a la terraza. Nadie la usa casi nunca, nadie aparte de mí.
Cuatro minutos.
No subo desde hace poco más de un mes, pues era mi lugar preferido para ir a estudiar y ya que salí de clases no tenía una excusa para quedarme allí. Cierro la puerta detrás de mí, que me deja en un pasillo medio oscuro, alumbrado solo por una bombilla vieja. Además de los adornos navideños, algunas herramientas y cosas dañadas en los estantes que tengo a cada lado, no hay nada relevante. Al final del corto pasillo está la escalera de madera que me llevará a la terraza. Hay mucho polvo, así que antes de agarrar una alergia me apresuro a subir.
Cinco minutos.
Como es una escalera de catorce peldaños donde debo poner mis manos, me las ensucio un poco de polvo. Lo ignoro mientras subo en diagonal hasta llegar al techo, que de un impulso se abre y me deja ver el cielo estrellado, tapado un poco por las nubes. Ya en la terraza, cierro la puertecilla y me levanto. Observo lo que tengo frente a mí: la mayor parte de la terraza está vacía, pero en el centro hay dos mesas cuadradas con sus correspondientes sillas, y unos sillones de exterior de madera con cojines que solo sacamos cuando ocupamos el lugar -o sea, unas pocas veces al año-. De resto, es solo espacio libre.
Siete minutos.
Camino hasta una de las esquinas de la terraza, cuya vista da justo a ese punto entre el bosque y la carretera, a lo lejos veo luces, que corresponden a casas o residencias parecidas a esta, aunque quedan más arriba y su fin es servir de parada rápida a los turistas. Si no me equivoco, somos de las escasas residencias que realmente funcionan como lugar donde vivir un buen tiempo por esta zona -si es que no para siempre-. Además, dudo que alguna sea tan familiar como esta.
Ocho minutos.
Permanezco con el teléfono en las manos, apoyando los antebrazos en las barandas de madera, mirando la pantalla del móvil esperando a que encienda, o que no lo haga. Me repito que, si se pasa los veinte minutos, aunque sea por segundos, nunca le contestaré, aun si eso significa tener que cambiar de número.
Doce minutos.
El tiempo se hace bastante pesado, combinado con el miedo que siento dentro. También siento rabia, pero no predomina como antes. Estos días he sido todo un revoltijo de emociones que no logro ordenar. Salen cuando quieren, se van sin darme cuenta.
Trece minutos.
No llames de nuevo, Mike, por favor. Necesito librarme de ustedes de la forma que pueda. Necesito que se vayan de mi vida.
Catorce minutos.
Llama, hazlo de una vez. Solo podré superarte si te digo todo lo que siento. Solo a ti te llego a extrañar cuando pienso en mi anterior vida. Estoy harta de hacerlo.
Quince minutos.
¿Por qué no puedo pensar claramente? No sé qué quiero, Mike. No sé si en serio deseo volver a oír tu voz, o si solo quiero decirte yo misma que me dejes en paz.
Dieciséis minutos.
La pantalla del teléfono se enciende y yo, sin sorprenderme demasiado, paso de la tranquilidad -una con un desastre mental, eso sí-, a la inquietud. Ya me esperaba que pasara, solo que, ahora que sucede y me propuse a contestar, no sé cómo lograré que las palabras salgan de mi boca.
Llevo lentamente el teléfono hasta la altura de mi oreja.
-¡Miranda! -escucho como exclama la voz de mi hermano del otro lado de la línea-. Dios, al fin contestas...
-Mike, ¿Por qué? -le digo sin rodeos, temblando un poco-. ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué quieres comunicarte conmigo? ¡¿Por qué?! -alzo la voz con frustración. No me preocupa que me escuchen, pues aquí estoy lejos del resto-. ¡No hiciste nada ese día! Dejaste que Madison te llevara a tu habitación como a un niño pequeño, ¡y no lo eras! Tenías la edad suficiente para intervenir, para defenderme, para hacer algo. No hiciste nada más que dejar que me echaran...
Mis mejillas están mojadas. Mi boca se mueve sola. Los sentimientos que he guardado hace tanto ya no aguantan quedarse dentro mucho más.
-Miranda, necesito que me escuches -dice con voz seria.
-¡No, tú escúchame a mí! -grito esta vez, pero me relajo-. Llevo casi cinco años con todo esto dentro, tú te lo buscaste. Yo nunca te pedí que me hallaras y que insistieras como un loco. Estaba perfectamente bien con mi abuelo hasta que tú llamaste y no paraste. ¡La abuela murió, Mike, murió y de seguro ni lo sabias! Porque dejaste que nuestros padres te metieran en esa asquerosa burbuja en la que viven -ahora solo siento un repudio enorme hacia él-. Papá ni siquiera vino al funeral de su madre... Murió y le importó un demonio. ¿Cómo puedes vivir con gente así?
-Por favor, escúchame -su voz suena dolida, rota. Está llorando, estoy segura.
-No te quiero escuchar, ni a ti, ni a Madison, ni a mis padres. Ellos dijeron a todo el mundo que yo había muerto, y me obligaron a inventar la misma historia... ¿Ahora, cinco años después, decides aparecer? ¿Dónde estuviste cuando de verdad te necesitaba? Ah, claro, estabas en torneos, buscando la estúpida fama que tanto negabas desear -escupo como si fuera veneno.
El silencio reina entre ambos. Yo respiro agitadamente y siento un dolor en el pecho. Escucho ligeros sollozos de su parte.
-Déjame ir, Mike -digo en un tono calmado-. Déjame, y volvamos a la mentira en la que hemos vivido desde que me fui. No los necesito. Soy feliz con mi abuelo y una familia que de verdad me quiere.
-Yo te quiero, Miranda, tú lo sabes -insiste.
-No te creo -niego para mí misma-. No quiero que me vuelvas a llamar, ni a escribirme. No volveré a contestar. Si sigues, cambiaré de número hasta librarme de ti -concluyo. No tengo otra cosa que decirle.
De nuevo, el silencio es lo que se respira. Estoy tan rígida que no encuentro las fuerzas para secarme mi empapada cara. Estoy a punto de colgar cuando Mike vuelve a hablar.
-Nunca me voy a rendir -hace un sonido como si se sorbiera los mocos-. Voy a enmendarlo, lo prometo.
Dicho eso, cuelga.
Permanezco en la misma posición unos segundos, quieta como un tronco, antes de tirarme al suelo de rodillas. Algunas lágrimas caen al suelo y yo lucho por no gritar. Jamás había sentido tanto dolor emocional, ese que no se pasa con medicamentos, un dolor que nace de lo más profundo de mis recuerdos.
Entender que mi hermano se dio la vuelta y me traicionó es algo que sin haberlo notado me persigue cada día. Está presente, aunque no lo admita. Lo odio, pero lo amo. No quiero verlo, pero deseo hacerlo y borrar el pasado, reescribir una nueva historia donde él y yo podemos ser la familia que alguna vez fuimos.
Apoyo mi espalda en la baranda y seco mi cara con la manga del suéter. Con la vista clara y sin lágrimas que me obstaculicen nada, me quedo helada de nuevo.
Tengo a Ian a poco más de un metro y medio de mí, parado, mirándome. Su expresión es distinta, no sé por qué, pero lo es.
Y el mundo se me cae encima cuando comprendo que ha escuchado todo lo que le dije a Mike.