Todas las especies tienen depredadores. Los herbívoros tienen a los carnívoros, las pequeñas especies a las grandes, depredadores solitarios mueren a manos de las manadas. Se piensa que el humano es el líder de toda la cadena alimenticia, sin un depredador que pueda acabar con su gran número y su adaptabilidad, pero no es así.
En los anales del tiempo, hubo seres capaces de eliminar a los humanos y sus asociaciones. Vampiros, dragones, brujos.
Hoy día, muchos de ellos están extintos, sin embargo, algunos de ellos lograron sobrevivir el colapso de su especie a lo largo del tiempo, viviendo entre los humanos, camuflados como gente común, saliendo en la sombra y la oscuridad de la noche para alimentarse, para vivir.
Misteriosas desapariciones, cosas inexplicables que suceden alrededor de la humanidad y que carecen de explicación lógica, esas son las marcas que dejan en el terreno humano donde se esconden.
Los bosques susurrantes, los pantanos llenos de penumbra, las ciudades bulliciosas, ellos están en todos lados, orgullosos de ser los depredadores por excelencia, envueltos en el misticismo de su leyenda, los vampiros antiguos que quedaron de la gran purga de milenios atrás se separaron de los más jóvenes, inexpertos que apenas si tenían más fuerza que un humano común.
Sin embargo, todo depredador tiene a su vez el suyo propio.
Viviendo ante la luz del sol, formando comunidades pequeñas, los brujos continuaron su existencia adaptándose a las eras. Los viejos dioses, la dualidad del nuevo dios, a ellos no les importó. Continuaron con su tarea hasta que olvidaron su propósito, cuando los vampiros y los seres que rondaban a la humanidad para alimentarse de ella fueron olvidados.
Sin embargo, sus descendientes continuaron sus costumbres, agrupándose en las ciudades y países como asociaciones esotéricas, escondiéndose entre charlatanes y religiosos, conservando su sabiduría en medio del engaño.
Nueva Orleans es el pináculo de aquellas pequeñas sociedades que sobrevivieron a través del tiempo. Con sus pantanos y la algarabía de sus ciudadanos, el carnaval anual y la vida en medio de la muerte; con los ritos vodoo ocultando el verdadero rostro de los habitantes especiales de la ciudad, viviendo en tiendas esotéricas a la espera de la noche, con la esperanza de que la oscuridad no trajera caos consigo.
Uno de esos descendientes de los brujos de antaño caminaba por las calles llenas de flores de papel y música del carnaval. El olor a incienso, alcohol y sexo ascendía desde las aceras, evaporándose por el calor del verano.
Los ojos negros de aquel hombre joven se fijaron en una sombra, en un destello oscuro que apenas y cruzó por su visión. El cielo despejado y la brisa naciente del río le trajo el olor a naturaleza, tratando de limpiar el aroma del carnaval, sin embargo, también le trajo otro aroma.
El aroma a muerte, a sangre. Un aroma que sus antepasados le habían dicho que debía evitar; recordaba las lecciones de su abuela, una vieja bruja sabia, sobre esas criaturas sin moral ni propósito, robando la vida de los humanos, tentándolos como demonios para llevarlos hacia la oscuridad.
Sin embargo, su curiosidad pudo más que las advertencias que vibraban en su cabeza como una alarma matutina. Sacó del bolsillo de su saco un paquete de cigarrillos, sacó uno y lo colocó en sus labios.
Dean podía escuchar el murmullo de aquella sombra, como si estuviera a su lado, susurrándole al oído.
Ven... sígueme.
Como tercer hijo de una casa dedicada a la plantación de tabaco, él no tenía mucho que perder. Su curiosidad había ganado, o tal vez, su anhelo de morir al fin había salido al flote. Como sea, Dean caminó hacia el callejón donde había visto la sombra desaparecer.
La única luz que pudo ver en aquel lugar estrecho fue la de su cigarrillo encendido. El humo bailaba hacia el cielo en un fino hilo, delgado, tan delgado como el hilo de una araña, blanco, para al final fundirse en la calurosa noche.
La sombra volvió a cruzar su vista, guiándolo por los callejones, hacia el sur, más abajo, hasta llegar a un parque que daba al río. La oscuridad y la soledad era lo único que Dean encontró allí, en medio de los árboles del corredor junto al río.
Llevó su mano a su cabello cobrizo; su piel bronceada por el sol de Nueva Orleans parecía más pálida en aquel momento, y una risa de alivio escapó de sus labios.
Estaba solo.
Un espíritu debió de haberle jugado una broma, estaba seguro. Dio una última calada a su cigarrillo y lo dejó caer, apagándolo con la suela de su zapato.
Fue cuando sintió una fría mano posarse sobre su hombro.
La ligera palidez de su rostro se volvió mucho mayor, tanto que su piel morena se había vuelto casi tan blanca como el papel.
-Te estaba buscando, brujo. -Una voz apenas audible para él llegó a sus oídos, haciéndolo sentir un escalofrío que cruzó por toda su columna vertebral; esa voz de acento extranjero e indeterminado que pertenecía a uno de los seres más viejos y poderosos del mundo.
Un vampiro, no cualquier vampiro. Un vampiro milenario.
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Los adultos no pueden ser amigos de los niños, nunca; ellos pueden ser cualquier cosa: juez o verdugo, amante o torturador, pero nunca un amigo, porque, en primer lugar, los adultos nunca verían a los niños como un igual.
Estaban atados pues a una eterna relación folcautniana que no permitiría por nada del mundo su cambio, ya que era común y auspiciado por la naturaleza de ambas partes.
Naturalmente, los niños eran más débiles, necesitaban más cuidados, eran frágiles y por ello fáciles de dominar. Y ello los hacía presas desde su nacimiento, por eso, Eleonore estaba muy consciente de que ella, por mucho que desease ser protegida, amada y/o respetada por un adulto, nunca podría serlo, pues ella era una presa innata.
En su calidad de infante de sexo femenino, se sabía en desventaja ante los depredadores que ansiaban probar su carne fresca y suave. Ya sea que esos depredadores tuviesen sotana o no, que la atrajeran con miel o con hiel, desde el momento en que ellos ostentaban un mayor poder que ella, sabía que no podía hacer nada. Lo había experimentado tantas y tantas veces, por ello esa verdad dolorosa se enarbolaba en su corazón como una bandera blanca ondeante por la pasividad de una brisa, simplemente a la espera de que todo lo que tenían que hacerle, pasara.
¿Desde cuándo conoció la esencia de las relaciones adulto-niño? Desde más o menos los cinco años de edad. No era de extrañar, entonces, que ahora con la edad de nueve años y apoyada por el conocimiento de los libros de la biblioteca escolar, estuviera consciente de aquellas cosas que al ojo de quien vive alegremente en la ignorancia estaban ocultas.
A esta niña de ojos negros como su alma, y de cabello cobre como la sangre seca, le encantaba leer.
Leer era la oportunidad que tenía para vivir otras vidas mejores que la suya, en todo caso; ya sea un pirata, un paria buscando venganza, un soldado cayendo en la batalla, una doncella enamorada que se suicida... todas esas vidas, a sus ojos, eran mejor que la suya misma.
En los únicos adultos en los que ella confiaba eran aquellos que estaban muertos hace años, y que habían escrito todo aquello que la transportaba a mundos donde podía escapar.
La única tranquilidad que podía sentir era cuando, en la orilla del río a las afueras de la ciudad, podía leer tanto como quisiera luego de la escuela, haciendo el tiempo suficiente como para no volver a casa inmediatamente, excusándose con su escudo eterno de los libros y la biblioteca. Porque cuando volvía a casa, seguramente él estaría esperándola.
Porque cuando la noche llegaba, a pesar de que amaba ver las estrellas y la luna lejanas, también llegaba con ella una serpiente que se deslizaba entre las sábanas. Una serpiente humana.
De cierta manera, aunque ella no lo deseaba aceptar, Eleonore odiaba a su abuelo, a su madre y a su difunto padre.
Odiaba a su abuelo que tuvo que haber llegado a ese país en el que estaba ahora, que, a pesar de tener un nombre tan poético y una vida por sí misma, era una tierra de odio y dolor. También odiaba a su padre muerto, porque, en primer lugar, ¿por qué tenía que haber sido asesinado? ¿Por qué tenía que haber sido tan tonto como para confiar en alguien que se llamaba a sí mismo su amigo, y quien lo apuñaló literalmente por la espalda? Quizá, pensaba, si él continuara con vida, ella sería otra pequeña e ignorante pusilánime que cree en arcoíris y cachorros de algodón como sus compañeras de clase. Quizá, incluso seguiría creyendo que algún dios benevolente y bueno existe.
Y odiaba a su madre, bueno, porque ella había traído a aquel depredador a casa.
Un odio oculto y silencioso que crecía día a día, noche tras noche, oculto tras una sonrisa, porque, ¿qué cosa no puede quitarte un adulto en pleno derecho de depredador que tu alegría? Así fuese una falsa.
Aunque, por supuesto, ella podía experimentar la felicidad a ratos. Ese sentimiento tan poco común en ella se desencadenaba con un libro nuevo, con un conocimiento nuevo, con una nueva manera de hacer sentir a los adultos como estúpidos cuando llegaba con vocabulario que no conocían ni ellos.
Porque ella tenía ideas de cómo vengarse en su indefensión y debilidad. Si no podía dañarlos como ella había sido dañada, al menos se burlaría en sus caras mostrando lo imbéciles que eran.
También, ella deseaba morir, pero no tenía el valor suficiente para hacerlo. Quería leer más, un poco más antes de sucumbir a la locura que, ella estaba segura, llegaría tarde o temprano en el momento en que ya no pudiese soportar seguir siendo una víctima, una presa.
En su mochila, aquella tarde que las cosas mejoraron un poco, sólo un poco para ella, llevaba las rimas y leyendas de Bécquer, su escritor favorito actual. La rima número setenta y tres, ominosa y oscura, representaba sus deseos, su anhelo de ser quien estaba en el féretro, de que alguien, quien sea, se lamentara por ella; por ello, estaba marcada especialmente.
Por supuesto que ese libro no era de ella, pero eso no significaba que no podía copiarlo. Transcribió aquellas palabras una a una, tantas y tantas veces que el cuaderno que había tomado sólo para escribir extractos de sus libros favoritos estaba expirando. Suspiró profundamente cuando se dio cuenta de ello, esperando poder pedirle dinero a su abuela para una nueva.
Ni su abuela, ni sus tíos, ni nadie sabía su secreto más que ella, y su madre. Por ello, también odiaba a su progenitora; aún podía escuchar el pedido que le hizo la tarde que se percató de la verdad. Esas palabras grabadas en su buena memoria rebotaban a veces a la superficie de sus pensamientos como una pelota en un juego de playa.
"No puedo criar a tus hermanos sola".
Sus hermanos, hijos del depredador que vivía con ellas.
Por ello, su madre le había permitido llegar a la hora que quisiera a casa, como un acuerdo tácito en su complicidad para ocultar la verdad escabrosa de su realidad como familia.
Aun así, la mujer que le dio a luz no había hecho nada para parar las visitas nocturnas ocasionales que aquel ser le hacía.
Y entonces, oculta durante el día en aquel rincón silencioso a las orillas de los suburbios de la ciudad, contemplando el río como si aquel fuese la respuesta a todas sus dolencias, permanecía callada y en soledad hasta que el sol pintaba el cielo con tonalidades rojizas y violáceas, exigiéndole marcharse hacia su cárcel llamada hogar.
¡Por supuesto que era consciente del peligro al que se enfrentaba debido a su costumbre! Una niña como ella sabía su condición de presa, pero ello le podía importar poco. Si iba a morir, allí y en cualquier momento, sería un acontecimiento que ella aceptaría tal vez no con singular alegría, pero al menos con determinación.
Entonces, pues, disfrutaba dejar la rienda suelta a su imaginación con ciertos escenarios que, para una niña de nueve, casi diez años, serían catalogados como aberraciones y tétricos, sin embargo, para ella eran sólo un medio de entretenimiento. Un mundo nuevo que ella podía crear y destruir cada vez que quisiera... una manera de liberar su ira y frustración debido a lo que hasta ese momento vivía en casa.
En la orilla de ese río verdoso donde a veces de podían ver cocodrilos salvajes flotando a la deriva, esa triste niña de corazón roto leía, dibujaba y pintaba sus sueños y anhelos, incluso los más abominables e inefables. Éstos últimos, los dejaba ser ahogados por el río, hechos tiritas mientras los veía ser arrastrados, con la esperanza de que los cocodrilos se los comieran, imaginando que eran la carne de sus verdugos.
Ese soleado y caluroso día de abril, mientras dibujaba uno de sus múltiples sueños sobre cementerios, el sonido de pisadas la hizo levantarse abruptamente.
Un cuervo, un ave oscura la observaba con la cabeza moviéndose de un lado a otro, con un trozo de uno de sus dibujos que habían sido arrojados al río, en el pico. Luego, como si estuviera bromeando con ella, el cuervo se tragó el papel.
Para Eleonore, aquello fue mágico.
Durante poco más de medio año había estado vagando por aquel lugar, y nunca había visto un animal inteligente como aquel. Parecía el rey de los cuervos, con las alas extendiéndose a lo largo, gigantescas, antes de emprender el vuelo y pasar por sobre su cabeza.
Sus ojos se encontraron por un segundo que a ella le pareció mucho más. Eran acuosos y oscuros, como imaginaba sería un hoyo negro.
Entonces, él se fue.
Y de esa manera, empezaron una serie de avistamientos extraños que a ella le parecían fascinantes al inicio, y que tomaron un giro impresionante con el pasar del tiempo.
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Pocos días habían pasado tras su encuentro con el rey de los cuervos, cuando otros animales empezaron a acercarse a ella con cierta cautela.
Primero fue un perro. Era extraño, porque más que un perro, parecía un lobo pequeño de pelaje negro. Una semana después, fue un búho, luego un gato de salvaje, hasta que al final, simplemente quedó un conejo.
Todos los animales eran negros, como si en aquel lugar extraño y solitario el único color aceptable para otros seres que no fuesen patos o cocodrilos, fuese sólo el negro en todas sus tonalidades existentes.
Ciertamente, a pesar de las extrañas circunstancias de su encuentro, a Eleonore le agradaba el conejo. Su pelaje negro y sus ojos rojos eran extraños, pero eso lo hacía único y mágico, y eso era importante para ella: Lo mágico que aún podía darle este frío mundo.
Porque ella, en su mente infantil obligada a madurar a martillazos, aún quería creer en la magia. Obviamente, en cierto tipo de magia que consideraba interesante, como la brujería.
En efecto, la brujería era una de las aficiones de aquella niña; y por supuesto, la mayoría de los libros que ella tenía sobre el tema provenían de la biblioteca de la ciudad en la que vivía, cosa que los hacía más de tono histórico que de verdadero "culto".
"La historia de las brujas", "Profesías de Nostradamus", algunos libros de simbología, y con ello, ella armó su propio método para invocar aquello que quería.
Es un hecho que, ante el quiebre de toda esperanza, los humanos hagan cosas ridículamente desesperadas para solucionar sus problemas. Y bueno, una niña no tiene muchos métodos para salvarse a sí misma si incluso su propia madre la había instado a rendirse ante la adversidad.
Así que Eleonore, influenciada por Fausto, por Lovecraft y por algunas otras lecturas un poco fuera de rango para su edad, decidió invocar un demonio.
No importaba cuál, cómo o quién de todos los demonios existentes. Inefables, corpóreos, bellos u horribles, ella aceptaría a cualquiera que pudiese ayudarla.
En realidad, ella aceptaría a cualquier ser, vivo, muerto o de cualquier estado, que le extendiera una mano.