Capítulo 7 EN PREVISIÓN DE LO PEOR

Trasmoz, 19 de marzo de 1808

Dormí sin necesidad de ningún ansiolítico, algo extraño en los últimos meses después de la trágica muerte de Dani.

Al alba, me volvieron a despertar unos golpes similares a los de la noche anterior allá por el siglo XXI, pero esta vez, mucho más cercanos. Provenían del mismo corredor y del mismo martillo. Al parecer, el muchacho seguía con su cometido de sumir, a golpe de mazo, la casa familiar en la penumbra. El día anterior, Engracia me había explicado que, aconsejados por la carta, habían considerado tapiar los marcos que carecían de la protección de las contraventanas. Era cierto, en ella se sugería que así lo hicieran, sin embargo tampoco explicaba la verdadera razón. Supuse que se debía al pasaje descrito por mi abuela Lucía, en el que, las piedras traspasaban como mantequilla los delicados cristales mientras clamaban por llevarse a Engracia para quemarla. Pero tampoco se podía descartar que la casa se viera asediada por algún disparo fortuito. No en vano, en aproximadamente tres meses, estaríamos ya inmersos en una guerra que se perpetuaría durante seis largos años. El 15 de junio de 1808 comenzarían los ataques a la ciudad de Zaragoza y las tropas de Napoleón, sin duda, iban a merodear por los alrededores saqueando todo lo que estuviera a su alcance. En cualquier caso, me pareció buena idea, a pesar de la oscuridad en la que se sumía la casa.

Un leve sonido en la puerta interrumpió mis pensamientos. Di mi permiso y la puerta se entreabrió, asomando la cara regordeta de la chica que había ayudado a vestirme el día anterior. En aquella ocasión su visita anunciaba que el desayuno ya estaba servido y que todos aguardaban mi presencia. Una vez vestida, me apresuré a reunirme con ellos. En el salón se encontraban todos los miembros de la familia y me excusé por ser la última.

-¡Nada de eso! -Se apresuró a disculparme la abuela Engracia.

Jaime, que se encontraba en la cabecera de la larga mesa ocupando su lugar de señor de la casa, se mostraba taciturno e inmerso en sus propias preocupaciones y pensamientos. Supuse que cavilando sobre todas mis revelaciones y esperando ansioso la llegada de su hijo Samuel. La abuela Engracia, después de nuestra provechosa conversación, me prometió que ella misma haría partícipe a Jaime de todo lo que esperaba a la familia si no se actuaba de inmediato.

A su lado, Rosita, daba la impresión de ser una muchacha frágil y delicada, y pude percatarme de cómo me observaba con curiosidad cuando yo no la miraba. El pequeño Pedro jugaba despreocupado con algunas migas de pan que se esparcían desordenadas sobre la mesa, ajeno a todo lo que se avecinaba. Observando al pequeño de la familia, me pregunté cuántos niños habrían recorrido todas aquellas estancias del viejo edificio hasta caer rendidos. Yo misma lo haría unos doscientos años más tarde con Dani, mi inseparable amigo de juegos.

Una vez acabado el desayuno, la abuela me cogió del brazo y me dirigió en silencio a una estancia ya desaparecida en la época de la que yo provenía. Era un pequeño despacho, algo así como un dispensario, probablemente perteneciera a su marido ya fallecido. En él, altas vitrinas se elevaban como plantas trepadoras cubriendo casi toda la pared existente y, tras las cristaleras, pequeñas botellitas escrupulosamente ordenadas. La abuela Engracia me dejó por unos momentos que admirara su santuario y, orgullosa, me invitó a sentarme en un pequeño diván dispuesto a un extremo. En medio de la estancia un camastro bajo ocupaba el poco espacio restante.

No supe qué decir, nunca me imaginé que aquella casa familiar, la que consideraba propia, hubiera albergado alguna vez tal tesoro. Sin embargo, a estas alturas, casi nada lograba sorprenderme, poco a poco comenzaba a acostumbrarme a los descubrimientos insólitos. Al fin y al cabo, pocas cosas había más extrañas que viajar doscientos diez años atrás en el tiempo, sin salir de tu propia casa.

Las palabras de la abuela me sacaron de mi desconcierto, devolviéndome a la realidad que en aquel momento me rodeaba.

-Sam... -que era como familiarmente llamaban al joven-, si finalmente lo han conseguido encontrar en Madrid -comentó dubitativa-, regresará esta misma noche.

Asentí sin saber muy bien a dónde quería llegar y porqué nos encontrábamos en el lugar más sagrado de la casa.

-No sabemos en qué condiciones regresará -prosiguió temiéndose lo peor-, pero..., si el chico llega malherido, quiero que tú seas la que me ayudes a que sobreviva.

-Yo no sé nada sobre medicina -me excusé incrédula.

-Para eso te he traído aquí -prosiguió la abuela apremiante-. Yo te enseñaré lo que necesites saber. Además, en todo momento estaremos las dos con Samuel.

Después de un breve receso en el que ambas observamos los pequeños recipientes que descansaban en las altas vitrinas, la abuela comenzó a nombrar todas y cada una de las botellitas describiendo lo que contenían, así como sus beneficios. La mayoría constituían extractos de mezclas de plantas y su uso era tópico. Cuando acabó con una vitrina, comenzó con los recipientes dispuestos en la contigua, explicándome cuáles se debían de tomar con alimentos y cuáles en ayunas. Intentaba retener lo más posible en mi memoria, sin embargo era demasiada información. Cuando concluyó, sacó de uno de los cajones un gran cuaderno de tapas duras y verdes

-Todo está anotado aquí -comentó pasando las hojas manuscritas-. Si cada día memorizas una parte, puede que en el futuro sepas para qué sirve la mayor parte de las plantas.

-Por supuesto -asentí-, pero no entiendo qué tiene que ver esto con Samuel.

Abrió una gran caja que reposaba en la mesa del dispensario y extrañas herramientas se descubrieron ante mí. Cogió entre sus manos una pequeña sierra. Mi expresión, una mezcla de horror e incredulidad, fue suficiente respuesta para que Engracia se disculpara.

-¿En vuestro tiempo utilizáis el refrán "cortar por lo sano"? -preguntó impasible.

Asentí atónita.

-Llegado el caso, eso será lo que haremos si Samuel llega con una herida infectada en su pierna.

Volvió a guardar en la gran caja de madera los mortecinos artilugios. A pesar de la limpieza de la estancia, el recipiente que contenía las herramientas, que sin duda habían pertenecido a su marido, no se encontraba en las mejores condiciones higiénicas. La repulsa por aquellos instrumentos, similares a los aparatos de tortura, que bien podrían haber pertenecido a algún inquisidor, acentuó aún más mi desagrado ante la situación que la mujer me estaba planteando.

Tuve que admitir que, aun no teniendo la mejor presencia, se trataba de un valioso material quirúrgico de finales del siglo XVIII al que muy pocos tenían acceso. Me pregunté, sin dar crédito, cómo Engracia no se afanaba en limpiar con más diligencia aquellos instrumentos. Al fin y al cabo, se trataba de herramientas de trabajo que entrarían en contacto directo con heridas profundas. Pronto caí en la cuenta de que a principios del siglo XIX poco se sabía sobre las bacterias y virus que infectaban las heridas. Si bien ya existía el microscopio, pocos eran los especialistas que relacionaban a esos diminutos seres con las lesiones irritadas e inflamadas.

-Ese... -no sabía muy bien cómo llamar al conjunto de hierros-, ese material para amputar no se debería guardar así, ni en esas condiciones.

Engracia puso toda su atención en lo que me disponía a manifestar, en cierto modo era lo que buscaba: las aportaciones de una viajera del tiempo futuro.

-A mediados de este siglo, de XIX, se comenzará a esterilizar cualquier material que esté en contacto con una herida abierta -intenté aclarar de la manera más sencilla que pude.

-Interesante. -Engracia me apremió para dejarme continuar con la esperanza de poder entender algo de lo intentaba descubrirle.

-Existen unos seres que son tan pequeños que no podemos ver, pero que infectan las heridas si entran en contacto con ellas. Las contaminan, provocando inflamación y rojez -instintivamente fijé mi mirada en un pequeño microscopio que descansaba en una de las vitrinas-, a esos seres se les llama microbios y bacterias, pueden provocar fácilmente la muerte si no se extinguen a tiempo.

-Entonces ¿cómo podríamos acabar con ellos? -preguntó curiosa.

-Existen diferentes métodos. Los instrumentos que están en contacto con las lesiones abiertas se pueden hervir o quemar con el fuego directamente. Las heridas se limpian con una mezcla de alcohol de alta graduación y agua hervida -concluí algo insegura de mi respuesta.

La abuela no pareció vacilar e inmediatamente encendió la chimenea de la estancia colocando un gran caldero con agua limpia que mandó traer del pozo. Cuando el líquido comenzó a emitir pequeños gorgoteos, depositamos, uno por uno, aquellos espantosos artilugios deseando no utilizarlos jamás.

                         

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