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Cuando Jared Cavalier quiso introducir la llave en el pestillo de la puerta de entrada de su domicilio, ubicado en Pelham, NY, la noche del 20 de octubre de 2018, notó de inmediato que la cerradura había sido cambiada. Muy pronto comprendió el porqué, y dejó de intentar al momento. Timbró de forma insistente, golpeó la puerta y las ventanas aledañas, trató de ingresar por la puerta trasera que daba a la cocina de su residencia, pero todo fue en vano.
Parecía que no había nadie en casa, las luces estaban apagadas y ni siquiera Rosco, el perro familiar, apareció para darle la bienvenida, como acostumbraba. En medio de la penumbra, Jared notó en su backyard los residuos de lo que parecía una pira funeraria. Se acercó despacio, porque su vista se empobrecía aún más con la oscuridad de la noche, para examinar los restos de una enorme hoguera que todavía hedía a combustible para BBQ's, madera, carbón, plástico, tela y materiales comburentes varios.
Halló entre los despojos lo que quedaba de su ropa; entre ella, un fragmento de su chaqueta de cuero, su favorita, la de la suerte, aquella que le regaló su madre para su primer concierto importante en el boulevard de Brooklyn, allá por 1987. Reconoció la piel retorcida de su calzado, la pantalla trizada de su Ipad, algunos fragmentos carbonizados de su colección de relojes de pulsera, los cristales quebrados de sus variadas gafas de sol, las botellas trituradas de sus colonias, pedazos informes de su repertorio de discos de vinil valorada en más de ciento noventa mil dólares, lo que quedaba de su teclado Yamaha de última generación, y pedacitos de papel ahumado que correspondían a documentos de menor, mediana y suma importancia para Jared; incluidas las fotografías del álbum matrimonial y la memorabilia fotográfica de The Boyz in the Band, desde 1984 hasta el presente año.
Este último hallazgo fue lo que más le costó asimilar de aquel espectáculo; y el penúltimo, lo que menos le sorprendió, aunque no dejó de entristecerle un tanto.
–Adalyn –dijo en voz baja, como para sí mismo–. Lo hiciste de nuevo.
Pero parecía que esta ocasión sería la definitiva.
Atravesó el patio a un costado de la piscina para dirigirse a la cochera. Buscó detrás de una maceta la copia del control remoto de la puerta eléctrica del garaje, de la que solo él tenía conocimiento y, para su fortuna, esta respondió con las baterías intactas. Al ingresar a la cochera, encontró las llantas acuchilladas de su Mercedes 4x4 ECQ en tan pobres condiciones que supo que llevaban en ese estado por lo menos desde el día anterior.
–No podía esperar menos de ti, babe –dijo Jared, como si hablara a su vehículo, y no a su esposa ausente, mientras examinaba la pintura rayada de puertas y capó, probablemente con las llaves del auto de Adalyn que, por supuesto, no se hallaba en el estacionamiento.
Completaban el espectáculo los minúsculos cristales rotos de faros y ventanillas que Jared pisoteaba con cuidado para no resbalar. El parabrisas, por otro lado, permanecía intacto en su estructura, salvo por un detalle: escritas con spray de color blanco, se encontraban las palabras It's over, escritas en mayúscula y de extremo a extremo del cristal. Jared no tardó demasiado en darse cuenta de que los asientos de cuero y, en general, los interiores del Mercedes, se hallaban rayados en su totalidad con la misma pintura en aerosol que mancilló el frente de su auto.
«It's over», pensó, sin verbalizar esta frase en voz alta, porque no se atrevía.
O porque no daba crédito a lo que estaba escrito en el parabrisas de su auto.
Con lo que le quedaba de batería de su teléfono móvil –que no era mucha–, llamó al mismo Uber que lo había dejado en la puerta de su domicilio unos minutos atrás. Por fortuna, respondió y se devolvió por la carretera, de regreso al 250 de Highbrook Avenue en Pelham.
«It's over», se dijo Jared, de nuevo, como para sí mismo, cuando pidió al conductor que lo llevase de regreso a Manhattan, pero esta vez al Park South, su hotel de confianza para cuando necesitaba hacer visitas fugaces a la Gran Manzana, o cuando a Adalyn se le ocurría que había tenido suficiente de la convivencia con Jared por los motivos más variopintos: desde el no haber puesto la lavadora a la velocidad y carga requeridas, hasta por haberlo sorprendido in fraganti en algún filtreo subido de tono con la groupie de turno en medio de un live de Instagram.
«It's over», repetía Jared, para sus adentros, una y otra vez durante el trayecto.
En el pasado, Adalyn lo había mandado a freír espárragos, a comer tierra –y demás materia que no se puede nombrar–, o a refugiarse debajo de una piedra para no salir nunca más, a comprarse un bosque para perderse dentro de él. Pero nunca, nunca había pronunciado las palabras prohibidas.
«It's over».
Se trataba de un acuerdo tácito. Un arreglo para toda la vida. Sin importar lo que pasara, y a pesar de todo lo que ocurriera entre los dos –y con otras personas–, Adalyn permanecería con Jared hasta que la muerte los separe. Ese era el trato. Y ella se lo había cargado en cuestión de un par de días.
«It's over», repetía Jared en su cabeza cuando, ya en el Park South, se le entregaba su tarjeta del hotel para ingresar a la que sería su habitación por tiempo indefinido. Claro que las razones de Adalyn para dejarlo eran de mucho peso esta vez. Resulta que Jared tenía un hijo de casi la misma edad que sus mellizos, y del que, por supuesto, ella jamás tuvo noticia. Parecería ser un motivo suficiente para dejarlo ir de una vez por todas.
Solo que Adalyn había soportado tanto ya, que aquella noticia no le pareció la gran cosa a Jared como para armar semejante escándalo. Además, había sido hace años...
«Ya, no es para tanto, ¿o sí?», se preguntó Jared, cuando se lanzó de espaldas sobre la cama king size de la suite de reserva vitalicia que el Park South le había otorgado por haberse convertido en uno de sus huéspedes estrella.
«It's over», se repitió, en silencio, una penúltima vez, para intentar asimilar la contundencia de estas palabras. Y de semejante sentencia.
–It's over –se atrevió a decir, en voz alta, minutos después, todavía recostado en la cama, con los brazos abiertos y mirando al techo.
–It's over! –gritó Jared, mientras se levantó de la cama de un brinco, como si hubiera, de repente, recibido una epifanía.
Respiró profundo, exhaló todavía con más fuerza, levantó los brazos, cuan largo era, y el gran Jared Cavalier, ícono pop universal y símbolo sexual por excelencia de la música pop se sintió, por primera vez en los últimos veintiséis años, extrañamente libre.