Capítulo I
Estúpida moneda
Los nervios me estaban comiendo viva.
Estaba encerrada en un maldito y estúpido ascensor desde hacía como mil años, a punto de sufrir un ataque de ansiedad. Estaba hiperventilando tanto que me había desecho del chaleco del uniforme y estaba a punto de desabotonarme la camisa cuando una mano me sujetó firme de una muñeca, luego de la otra. Intenté zafarme, presa del pánico, pero no podía.
Iba a morir, iba a morir encerrada en un ascensor con un desconocido que parecía tener poderes como los del Profesor X, el tal Charles Javier o como fuese que se llamase.
¿Qué cómo terminé aquí?
Pues, yo tampoco tengo idea. Mi día había comenzado como cualquier otro; con cerros de documentos que revisar, en los que figuraban contratos, recibos, pedidos y otras cosas que debía haber revisado Johana Cannel, mi jefa, la Reina Regente de Shibari Lengerie, la marca de lencería para que laboraba.
¿Cómo una mujer como yo había terminado trabajando para una empresa que encargaba de confeccionar ropa interior erótica? Fácil, la necesidad tiene cara de perro. Tengo veintitres años, no tengo mucho tiempo de haberme graduado de la universidad en administración de empresas y la situación del país no es la mejor del mundo. Ese supuesto «renacer» de la economía de Venezuela solo era una burbuja que, más temprano que tarde, nos iba a reventar a todos en la cara.
Bueno... a los bobos. Como yo.
Johana Cannel había asumido el cargo de CEO «momentáneo» –aunque ella no lo quisiera ver– después del fallecimiento de Logan Devon, un excelente hombre que, junto a su esposa, habían levantado una de las empresas más sólidas de la historia de la nación, al punto de que se había internacionalizado tanto, que esta sucursal hacía años había dejado de ser la principal. Sin embargo, aun era de suma importancia, puesl a mayoría de las modelos usadas en los catálogos, comerciales y promociones, seguían siendo venezolanas.
Pero eso a mí no me importaba, yo solo era la utility de mi jefa, la esclava que era sepultada bajo toneladas de documentos aburridos que debía, leer, analizar y firmar a su nombre. Imagino que en caso de que algo saliera mal, yo sería el chivo expiatorio que usaría para lavarse las manos.
Aun así, no podía quejarme, el salario que me habían ofrecido para el puesto era mucho mayor a las limosnas que le ofrecían a una recién graduada en una economía a punto de implocionar, no me explotaban fuera de mi horario laboral –faltaba más con el trabajón que tenía a diario– y nos daban ciertos beneficios que muy pocas empresas se podían permitir. Después de todo, Shibari Lengerie tenía los suficientes ingresos para mantener contentos a sus trabajadores «mortales».
¿Por qué lo digo? Porque en comparación a los que ganaban los altos mandos, como Cannel o las modelos más reconocidas de la marca, éramos simples mortales entre dioses del Olimpo. Aunque, si lo analizamos estéticamente... eran una especie de diosas, incluyendo a mi jefa.
Esa mujer había conseguido que gran parte de la empresa comiera de su mano, como Cercei Lannister en Juego de Tronos. Pero era algo inevitable; la mujer era una afrodita que desprendía sensualidad y sexualidad a raudales. Medía más de un metro setenta y siempre estaba calzando tacones que parecían zancos, enfundada en trajes muy ceñidos que resaltaban su figura de guitarra y sus senos llenos. Sus cuarenta y tantos años de edad parecían que le habían pasado por debajo, y no por encima.
Y bajo la cadena alimentencia, estaba yo, Teresa Alfonso, la simple y llana secretaria que no llamaba la atención de nadie.
Si tenía que describir mi día a día en la compañía, diría que era como el de un camaleón que se camufla con su entorno para que nadie pueda verlo, pero no porque él quiera, sino porque su piel cambia automáticamente. Así era yo, un metro sesenta y tres, cabello castaño oscuro y lacio, con una complexión que revela que le tengo alergia al gimnasio y con una figura tan normalita, que al doblar la esquina podrías encontrar otras 10 Teresas. Quizás, lo único llamativo de mi anatomía serían mis ojos, que son de un extraño color gris brillante, pero aun así, estos no destacan tanto porque básicamente estoy ciega... o casi; uso unas enormes gafas de pasta gruesa por mi miopía de 5 dioptrías.
Cuando pude finalizar la mayoría del trabajo asignado, mi estómago rugió con furia, miré la hora en mi reloj de pulsera y me di cuenta que eran pasadas las doce del mediodía. Rápidamente le escribí a mis únicos amigos en toda la empresa; Felicia Reyes, de contaduría, Carlos Ramos de seguridad industrial y Rolando Salazar, de relaciones públicas. Eramos un grupo que, a pesar de no compartir ni un solo departamento, habíamos congeniado demasiado bien en la fiesta de navidad del año pasado, y eso había provocado que nos hiciéramos amigos y compartiéramos el tiempo que podíamos.
La cafetería estaba ubicada en la planta baja del edificio y, por lo menos a mí, me encantaba. El menú que servían tanto en desayunos, al muerzos y cenas era sumamente variado, al igual que sus bebidas, meriendas y dulcería. A muchos no le parecía la gran cosa en comparación al «caché» de Shibari Lengerie, pero yo lo veía perfecto. Supongo que algunos querían al mismísmo Salt Bae cortando su bisteck frente a ellos.
- ¡Ey! - Escucho la gruesa voz de Carlos e inmediatamente lo busco con la mirada. Una vez lo localizo, observo que están los demás y no pierdo tiempo en acercarme. Todos se encuentran con sus platos casi vacíos y me doy cuenta que realmente me llevó bastante tiempo terminar con el trabajo.
― ¿Qué tal con la Reina? ― Me pregunta irónica Felicia. Ella tiene el mismo sentido del humor que yo.
― Pues ahí, como siempre, acatando órdenes sin rechistar, no vaya a ser que me corte la lengua ― le respondo siguiéndole el juego, probocándole una sonora carcajada.
― Y hoy debe estar peor ― dice Rolando antes de darle un sorbo a su vaso de agua carbonatada. Ese hombre siempre ha tenido unos gustos extraños.
― ¿Por qué? ― Pregunto. Mis compañeros voltean a verme fijamente, como si no pudieran creer lo que he dicho. Me encojo de hombros como respuesta, haciéndole saber que, genuinamente, no sé a lo que se refieren.
― Hoy viene el hijo del señor Devon, en paz descanse...
― Se llama Patrick, es el CEO de la empresa, pero nadie de acá lo conoce en persona... ni siquiera saben como es.
― ¿Entonces una celebridad misteriosa se mezclará con nosotros aquí?, ¿en Venezuela? ― Cuestiono irónica mientras mis compañeros sonríen. ― ¿Alguien le dijo que venía al infierno en la Tierra?
― Boba ― me molesta Carlos arrojándome una papa frita que atajo el aire y me la llevo a la boca.
― Bueno, como ustedes ya comieron, yo iré corriendo a la barra antes de que me dejen sin nada. Muero de hambre.
No espero a que respondan, sencillamente emprendo una corta carrera que se ve interumpida cuando siento que algo me detiene con un golpe en la nariz. Caí sentada en el piso e instintivamente llevé la mano a mi rostro para calmar el dolor. No siento los lentes, por lo que intuyo que tuvieron que salir volando cuando choqué contra lo que sea que se atravesó en mi camino.
Mientras intento pensar en una situación más vergonzosa que caer de trasero en plena hora pico en el comedor de tu trabajo, una mano se posó sobre mi hombro mientras siento dos dedos suaves al tacto tomándome del mentón y la mejilla. Cuando abro los ojos, me encuentro con una mirada desconocida que me intimida casi al instante.
El rostro de aquel hombre está tan cerca que puedo sentir el cálido aliento mentolado, apenas puedo ver algo, pero noto que sus facciones son cuadradas y definidas, tiene unos hermosos ojos verdes que no dejan de inspeccionarme y un cabello dorado con rulos descuidadamente peinados. Pero lo que más me llama la atención son sus labios curvados en una media sonrisa, satisfecha.
― ¿Te encuentras bien?
Parpadeo un par de veces, procesando sus palabras, incluso afinando el oído para asegurarme si he oído bien, e inmediatamente intuyo que lo escuché perfectamente y es él quien no ha pronunciado de manera correcta. Tiene un acento extraño que me desconcierta.
Rápidamente caigo en cuenta que sigo sentada en el piso del comedor, mientras todos observan como me quedo mirando como lela a un desconocido mientras este me acaricia el rostro. Me pongo de pie como resorte y acomodo lo más dignamente que puedo mi falda, peino mi cabello y llevo los dedos al puente de la nariz. Ya no me duele, el golpe no había sido la gran cosa, pero es un movimiento casi mecánico que hago para acomodar los lentes. Al instante, me doy cuenta de que no los tengo y comienzo a buscarlos con mi vista medio desenfocada.
Por suerte, no debo buscar mucho. El desconocido volvió a tocarme el hombro, esta vez ofreciéndome mis propias gafas.
― No me respondiste, ¿estás bien?
― Ehm... ― balbuceo, ciertamente el hombre me intimida por alguna razón. Sus ojos son ridícualmente hipnóticos y no puedo aguantarle la vista por mucho tiempo. ― Sï, gracias, ¿y usted? ― Pregunto esforzándome en mantener la poca dignidad que me queda.
― Yo estoy bien, aunque me chocaste. No deberías correr en lugares cerrados, ¿sabes? ― Me regaña como si fuese una niña pequeña y eso me enfada un poco.
Hago un mohín que me da un aspecto más infantil y lo miro de arriba abajo, observando que está atabiado en un traje de chaleco que parece caro. No debe medir más de un metro ochenta, si es que llega al menos y por sus rasgos faciales, apenas debe tener treinta años, ¿a dónde va con esas infúlas de grandeza?
― Lo sé ― espeté sin más, enderzándome. ― Pero apenas alcanzo a la comida y debo volver pronto al trabajo.
― ¿Trabajas aquí?
― Por supuesto...
― De acuerdo, entonces no la molesto más, señorita...
No le respondo porque siento que es una insolencia. Después de que me regaña utiliza la típica estrategia barata para saber mi nombre, ¿en serio? No le doy el gusto, no respondo, y me voy a formar. Lo miro de reojo y noto como niega con la cabeza, aun manteniendo esa maldita sonrisa arrogante, y se va con dos hombres que parecen unas especies de Robocops.
― Bonito espectáculo, ¿eh? Hasta pude tomarte una foto en el suelo ― masculla Rolando a lo lejos y yo solo ruedo los ojos. Bendito día.
2
Al terminar de comer, ya me encuentro completamente sola. Son pasadas las dos de la tarde y mis amigos ya habían finalizado su almuerzo y a pesar de que me acompañaron por un buen rato, se marcharon apenas se hicieron las dos de la tarde. Yo no me apresuré, odio comer a contra reloj. La comida debe disfrutarse, masticar bien cada bocado, sino, ¿para qué se esmeran los cocineros en hacer los platos tan apetitosos?
Me levanté de mi mesa y tiré los restos en el bote de basura más cercano. La cafetería ya estaba prácticamente vacía así que tomé mi bolso y me dirigí al ascensor. En mi mente aun rondaba la vergüenza titánica que había pasado un par de horas antes. Era increíble que con veintitrés años de vida seguía siendo la misma patosa que en el liceo.
Cuando llegué, ya había varias personas dentro del ascensor; la señora Marta, la maga que se encargaba de mantener mi piso limpio. Nunca me iban a alcanzar la vidaa para agradecerle el trabajo que hacía al mantener mi desorden perfectamente ordenado y a la vez aguantar el humor de Johana Cannel.
También había uno de los hombres de seguridad que no conocía, era relativamente nuevo. Me adentré con una sonrisa cortés, acercándome a Marta, y cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, una última persona se adentró rápidamente.
Era como si Diosito se había aburrido ese día y había decidido divertirse conmigo; era el mismo hombre con el que había chocado y que, además, me había sermoneado como una niña pequeña. Me miró con cara de póker, pero con los mismos ojos extraños y se quedó ahí un par de segundos que solo a mí me parecen eternos. Después caminó y se colocó detrás del pequeño grupo y permaneció en segundo plano cuando el ascensor comenzó a moverse.
Veo a Marta echarle ojitos y eso me causa gracia. No puedo culparla, el tipo no es ningún adonis, pero era lo suficientemente atractivo como para llamar la atención.
No me doy cuenta que lo estoy mirando fijamente hasta que siento una extraña vibración bajo mis pies. Volteo a ver a la mujer a mi lado y ella me regala la misma expresión preocupada. Las luces se apagan e inmediatamente se encienden las de emergencia y en ese momento siento el pánico.
Odio los lugares cerrados, especialmente si sé que estoy encerrada en ellos. Aun así intenté mantener la calma por un instante; conté mis respiraciones, procurando conseguir un ritmo continuo, pero supuse que mi expresión distaba de la supuesta calma que quería conseguir.
Una mano se aferró a la mía y la tomó con firmeza, volteándome en su dirección. Distingo una manicura perfecta y un hermoso reloj que debe costar un año de mi sueldo adornando la muñeca. Busco a su dueño y me encuentro con el extraño sujeto una vez más, mirándome con una expresión que no logro distinguir.
- ¿Estás bien?
Parpadeo un par de veces sin quitarle la vista de encima y, curiosamente, me río. Sí, una risa nerviosa se escapó de mi boca.
- Para qué te digo que sí, si no - digo en un intento de sonar graciosa, pero rápidamente me doy cuenta de lo ridícula que soné.
Me volteo, soltándome de su agarre y comienzo a abanicarme con la mano como un gesto ya de desesperación absoluta y él vuelve a tomarme de la muñeca.
- No - dice tajante y yo lo miro de nuevo.
- ¿No?
- No, eso hará que te estreses más - explica otra vez con la calma de quien habla con un infante. - Mírame a mí - dice, con ese acento tan peculiar y por alguna razón, le obedezco.
Cuando me volteo, casi choco contra su pecho e inmediatamente un delicioso olor a perfume caro inunda mis fosas nasales.
¿En qué momento se puso tan cerca de mí? Lo miro, como me ordenó y me pierdo en los ojos verdes tan peculiares que tiene y, rápidamente, siento mucha calma.
- ¿Ves? Si te enfocas en algo, no tendrás un ataque de ansiedad - expone. - ¿Tienes algún chicle o algo por el estilo?
Me distraigo con sus ojos lo suficiente para parecer una lela antes de recordar que tengo dos Bom Bom Bum en mi cartera de mano. La abro y rebusco en ella y las saco.
Rápidamente destapo la primera y se la meto a la boca en un gesto nervioso, concluyendo que me estaba pidiendo. - Tengo chupetas -Repito la acción con la otra y esta vez la introduzco en la mía.
Me mira sorprendido por un segundo y no puedo evitar reírme de nuevo. Se ve gracioso con el pequeño palillo de plástico saliendo de su boca. Me devuelve el gesto risueño y retira el dulce de sus labios. - Sirve, si tienes la mente entretenida en alguna acción mecánica, evitarás pensar en lo que te pone nerviosa.
Ladeo la cabeza para verlo mejor y confirmo que no es tan mayor. A penas y debe llegar a los treinta años, pero habla con una sabiduría que parece de un hombre de cien. Vuelvo a repasar su rostro y, por algún motivo, se me hace más apuesto que antes y el cabello castaño, casi rubio que antes se me hacía desaliñado, ahora me parecen unos rulos bastante sexys.
- Sí, funciona... - digo como una autómata después de sacar el caramelo de la boca solo para volverlo a meter.
- Tampoco me gustan muchos los sitios cerrados - me comenta suavemente, en tono conciliador y yo estoy a punto de decirle que tenemos algo en común, cuando caigo en cuenta en algo.
Nunca le comenté eso, ¿verdad? Estoy segura que no. Volteo a verlo, dispuesta a cuestionarle cuando siento otra vibración bajo mis pies, ahora mucho más fuerte. Las luces parpadean de nuevo, pero vuelven a apagarse y las de emergencia se encienden una vez más.
Inmediatamente comencé a sentir que las cuatro malditas paredes se me estaban viniendo encima y que todo me ahogaba. Me deshice del chaleco en busca de sentir algo de frescor, pero fue inútil, percibía que la temperatura del lugar estaba aumentando con cada segundo que pasaba y los gritos de Marta justo en mi oído no ayudaban a calmarme. Miré en todas las direcciones en busca de algún lugar por donde escabullirme, pensaba que el ascensor iba a caerse e iba a morir aplastada. Hasta que algo extraño sucedió.
Una mano fuerte se aferró a mi nuca y me hizo voltear a mi derecha. Una moneda apareció ante mis ojos y cuando veo quien la tenía, era de nuevo el extraño sujeto.
- Mira la moneda, ¿la ves? - asiento. Hace un raro movimiento y un segundo después, ha desaparecido. - Ya no está.
¿Cómo lo hizo? No sé, pero necesito saberlo y, antes de poder preguntarle, vuelve a aparecer la bendita moneda con el mismo movimiento de muñecas. Un segundo después, vuelve a desaparecer, y a aparecer y así sucesivamente. Sin darme cuenta, siento una paz tremenda que me envuelve y me tranquiliza, mi pecho se compensa y puedo volver a respirar con normalidad... ¿Me estaba hipnotizando?
No sé cuánto tiempo pasó, pero sentí que fueron años antes de que las luces se prendieran y el bendito motor comenzara a andar nuevamente. Instantes después, escucho el típico pitido que anuncia que hemos llegado al sitio y Marta sale chillando empujándome al igual que el vigilante. Yo permanezco semi-abrazada del desconocido, mirando una moneda que me sigue parecido lo más interesante del mundo.
- ¡Patrick, por Dios!
Escucho un estruendo de voz que me saca de concentración y me doy cuenta que hay una pequeña multitud esperando a que salgamos. En medio de todos, con un rostro histérico está mi jefa, que ni siquiera ha notado mi presencia. Sus ojos están puestos en el hombre que sigue con la mano en mi nuca y la moneda en la otra.
¿Patrick? ¿Ese es su nombre?
Inmediatamente comienzo a atacar cabos.
Oh, por, Dios.
¡Es Patrick Devon! ¡El jefazo!