Era el final de los años 80 y casi un tabú que una madre hablara con su hija de 12 años sobre lo que implica entrar a la pubertad. Graciela, la madre de Catalina era una mujer de campo, iletrada, tosca, muy amargada, que jamás le aclararía el panorama que se pintaba ante sus ojos al sumergirse en el angustioso mundo de la pubertad.
Todos en la familia, incluyendo a su madre comentaban, con cierta cautela, algunos de los cambios que las niñas debían "sufrir" al llegar a la pubertad; y que en ella no se asomaba ni el más mínimo indicio de que la famosa pubertad estuviera cerca; en una ocasión escuchó a su tía decir: _¡Ya Carmen se desarrolló, ya es toda una señorita! _ con una emoción que pareciera que se hubiese ganado la lotería. Carmen era una prima muy cercana a Catalina, con quien muy esporádicamente jugaba muñecas para complacer a su mamá; ella amaba jugar con su hermano y sus amigos al fútbol y a las canicas.
Carmen, la prima de Catalina, era de su misma edad pero en su cuerpo ya había señales muy visibles de que la pubertad le había llegado, sus senos grandes y sus caderas algo contorneadas la hacían lucir mayor que Catalina. _¿Cuándo será que esta niña se desarrolla?_ decía, algo desesperada la madre de Catalina, mientras ella la miraba ingenua y tranquila; no le importaba mucho la idea del famoso desarrollo que trae consigo la pubertad. En ocasiones quería huir del mundo circundante, pues no lo comprendía y su madre se encargaba de hacerlo más terrorífico cada vez que abordaba el tema.
Se encontraba parada firme en sus 13 años y nada que veía asomarse a la dichosa pubertad. Todos comentaban, _ ¡ya tiene 13 años y nada de nada, es una campeona de natación, nada por delante y nada por detrás!_ y la verdad ella seguía sin comprender mucho; no tenía acceso a libros que pudiesen ilustrarle los cambios generados por la pubertad y ni soñar con el internet. Su cuerpo afilado y escurrido gritaba a todo pulmón que para él no era el momento de la pubertad, del desarrollo, del cambio; que debían respetar su ritmo, su paso lento pero seguro a esa transformación tan esperada por todos menos por ella.
Catalina seguía su vida como siempre, jugando con su hermano y sus amigos después de cumplir con sus deberes escolares y las tareas de la casa, por ser la hembra su madre le enseñaba las tareas del hogar. _Aprende a fregar, a cocinar, a lavar, a limpiar porque cuando busques marido vas a tener que hacerlo; cuando te desarrolles y te venga la regla vas a tener que comportarte como una mujer, ¡porque eso eres una mujer!, eran siempre las palabras de su madre mientras la mantenía ocupada en casa haciendo cualquier deber. Graciela, su madre, era una mujer dura, y con poco o casi nada de tacto al hablar; la pubertad o el desarrollo, como ella le decía, era para Catalina un monstruo de tres cabezas en la boca de su madre: _ Cuando te desarrolles te van a salir las tetas, se agrandarán tus caderas y te vendrá la regla, y de entre tus piernas saldrá sangre_ enfatizaba cada vez que tocaba el tema de la pubertad.
El desarrollo o la pubertad, no importa como lo llamasen, tenía a Catalina angustiada y algo asustada, y un día sin medir palabras buscó a su prima Carmen para que ésta le explicara lo que había sufrido por culpa de la pubertad. Aunque Carmen tenía la misma edad de Catalina, el desarrollo le había otorgado un contorneado y voluptuoso cuerpo; Catalina se preguntaba si ella también llegaría a tener un cuerpo semejante, pero eso no le quitaba el sueño, ella se amaba así como era.
_¿Duele mucho desarrollarse?_ Preguntó Catalina mientras miraba algo inquieta a su prima.
_ ¿Qué dices?_ respondió esta con un gran gesto de sorpresa.
_ Mi madre dice que cuando me desarrolle mis tetas crecerán junto con mis caderas y que peor aún sangraré de entre mis piernas y eso suena terrible_ inquirió angustiada Catalina.
Carmen soltó una enorme carcajada y unos segundos después le dijo: ¡Claro que no tonta!... Nada de eso es doloroso, es más ni cuenta te das cuando sucede. Las palabras de Carmen calmaron un poco su angustia; sabia que de un momento a otro esos cambios llegarían y no quería ser sorprendida.
Catalina comenzaba a comprender que ella era algo diferente; todas las niñas de su edad ya estaban viviendo su desarrollo, su pubertad plena, lucían distintas, ya no jugaban a las muñecas ni a la casita, ahora vestían jeans apretados que marcaban sus contorneadas caderas y sostenes que resguardaban sus senos que, en ocasiones, dejaban ver en algunos escotes algo atrevidos; mientras que ella seguía siendo la niña flaca y escurrida, cuyas rodillas sobresalían de sus delgadas piernas.
Todos somos únicos y nuestros ritmos de desarrollo y crecimiento son diferentes, y Catalina lo había comprendido; ella se aceptaba, y aunque a ratos se sentía triste por su delgadez, tomaba su bolsita de canicas y se iba a jugar bajo la enramada mata de mango que le acobijaba con su sombra y le devolvía la sonrisa que el monstruo de tres cabezas, llamado pubertad, le robaba cada vez que pensaba en ella.
Entre juegos de fútbol y canicas, tareas del hogar y deberes escolares se esfumaban los 13 años de Catalina dejándole el sabor agridulce de la incertidumbre que envolvía la ahora anhelada pubertad; ella no lo notaba pero, muy en el fondo, deseaba enfrentarse al desarrollo para redescubrirse como mujer, esa mujer que todos esperaban que se formara, que aflorara, que ella misma se negaba a reconocer; tal vez la amargura de su madre le había marcado; ella sentía que esa vida que su madre vivía no le gustaba mucho; Catalina, con su cuerpo flaco y escueto, empezaba a anhelar el desarrollo, sus hormonas parecían comenzar a despertar del largo letargo que le proporciona la niñez.