Para pagar el tratamiento de mi abuela, Luciana Salazar me contrató como su compañero de baile privado.
A mis dieciocho años, me colmaba de atenciones, comprando milongas enteras y cancelando viajes por mí.
Creí que era amor, mi lugar en el mundo.
Pero entonces, su ex-prometido, Máximo Trebor, regresó.
Me citó, me llamó insecto y me soltó un cheque: "Doscientos mil dólares. Para que desaparezcas".
Luego, propuso una apuesta cruel para probar a Luciana: una falsa avería de su coche contra mi supuesta lesión grave.
Mi teléfono permaneció en silencio. El suyo, no.
"¿No tienes nada más importante que hacer ahora mismo?" , preguntó Máximo.
La voz fría de Luciana respondió: "No. Dame la ubicación" .
Mi mundo se desmoronó. Todo el amor, cada gesto, eran ecos de su pasado con él.
Yo solo era un sustituto, una herramienta.
La humillación continuó: me arrastró al club de polo, me dejó que me negaran, me encerró en una bodega, me vio arrodillarme ante él.
"No sé de quién hablas. No lo conozco" , dijo Luciana sobre mí, frente a todos.
¿Cómo pude amar con tanta ceguera? ¿Cómo pudimos ser tan desechables para ella?
Esa noche, apagué mi teléfono, salí de la jaula de oro y respiré hondo.
Decidí ir a París y no volver jamás.