Capítulo 1
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Capítulo 1
Estas reuniones de la empresa me hartan.
Lo único que escucho son quejas y reclamos; esos viejos se olvidan de quién soy. Suelo sentarme en la cabecera de la mesa de juntas; a mi derecha está Romina, mi secretaria, y a la izquierda, Pablo, este inútil que tengo por amigo. Paso tres horas tratando de afianzar mi puesto. Mis días están escritos en una agenda, programados. Comienzan con la elección de un traje y terminan cuando me lo quito.
Llegar a mi piso por la noche y oír solo el murmullo del motor del refrigerador y los maullidos de Cristóbal marca el final de mi jornada.
Allí me relajo un poco: pongo música, lleno el plato de comida de Cristóbal mientras él corre de un lado a otro, subiéndose y bajándose de los muebles, y abro un vino antes de cenar.
Debe ser algo que ya forma parte de mi sistema. Vivir rígido. Pero es la vida que elegí: hacerme cargo de la cadena de hoteles de mi familia. En la esquina, junto a la poltrona, está la prueba de mis años de trabajo. Me gusta acercarme y mirarla desde arriba: el Romano Riviera, la maqueta del edificio.
Nadie apostaba por el proyecto. Me tomó dos años darle forma: conseguir el edificio, acondicionarlo, decorarlo. Cuando por fin estuvo terminado, se convirtió en el hotel insignia. Estoy orgulloso; incluso lo reconocieron en los World Travel Awards como el hotel más lujoso a nivel global.
Mi otro logro -el mayor de todos- es, sin duda, Matteo, mi hijo. Pero él vive con su madre; decidimos que era lo mejor cuando hablamos del divorcio con Sofía. Fueron diez años de matrimonio, diez años de nada. Así que firmar los papeles no nos costó demasiado.
De hecho, fue Sofía quien planteó la idea del divorcio.
Esa tarde me pidió que fuera al restaurante donde solíamos comer. Llegué tarde; siempre había algo que me retenía. Ni se inmutó, ya estaba acostumbrada. Pedimos café y se cruzó de piernas antes de hablar:
-Quiero que nos divorciemos -al menos esperó a que el camarero se alejara unos pasos-. Hace un tiempo conocí a un hombre; es abogado y trabaja en una compañía de inversiones. Lo he estado frecuentando.
Supuse que cualquier otro marido en mi lugar, cualquier otro hombre, se habría sentido humillado o traicionado. Yo tomé un sorbo de café. Aunque sentí algo de envidia: había encontrado a alguien que la hacía sentir de verdad. Pensé que, en el fondo, había estado esperando que eso pasara.
-¿Cómo quieres hacerlo?
-¿No te molesta? Bueno, en realidad no espero que te moleste -dijo.
-No, no me molesta. Confieso que me da un poco de envidia, pero mereces ser feliz como cualquiera.
El trámite fue sencillo: pidió lo que le correspondía -y un poco más también. ¿Se lo iba a negar? Es la madre de mi hijo. Pautamos los días que Matteo pasaría conmigo, aunque viviría con ella.
Volver a la soltería me enfrentó de nuevo a todo ese proceso que implica conocer a alguien. A los cuarenta y dos años, se vuelve tedioso. Ya sabes lo que buscas, cómo lo prefieres y lo que no admites. Quiero compañía y sexo, sin melodramas y fuera de mi piso.
Encontrar a alguien que tenga la misma perspectiva es muy difícil. No me considero un mujeriego ni un machista. Sé que hay mujeres que abrazan ideas similares a las mías; sobre todo aquellas que se han saturado de las mentiras y relaciones que no llevan a ningún lado. No soy la clase de hombre que endulza el oído para conseguir una revolcada.
Pablo cree que me estoy poniendo viejo y que he perdido el deseo sexual. Yo pienso que es un idiota. Está casado, tiene dos hijas y una amante. Cree en eso de que un hombre lo es según cuántas «descargas» logre en una semana. La esposa lo sabe, las hijas lo saben, y la peor parte se la lleva la otra mujer.
Conozco a Clara. Trabaja en la compañía, en el departamento contable. Es joven y bonita, pero al parecer no muy lista. No es la primera conquista de Pablo en la oficina, pero esta le ha durado bastante.
Nos conocimos en la universidad, y siempre fue así. Tiene una necesidad constante de estar rodeado de mujeres o de acostarse con ellas. Como él lo hace, supone que el resto de los hombres también debemos hacerlo. Y por eso no se cansa de insistirme en que me presente a alguien.
Caí dos veces en sus citas arregladas. Me arrepentí las dos veces.
La primera fue una amiga de su esposa. Cenamos en uno de esos restaurantes donde hasta el agua cuesta una fortuna. Ella llegó arreglada como si caminara por la alfombra roja de los Óscar: impecable, soberbia y muy hermosa. Pero cuando abrió la boca, me dejó perplejo.
-Perdón por llegar tarde, pero el tráfico a esta hora es una mierda. ¿Qué pedimos?
Toda la gracia de su exterior nada tenía que ver con su lenguaje o sus modales. Abrió el menú como si fuera un paquete de papas fritas. No me molestan los insultos o los ademanes bruscos, pero ese contraste tan marcado de verdad me perturbó.
En la cama es diferente. Me gusta mandar y que me obedezcan; me gusta escuchar los gemidos mezclados con palabras sucias. Me excita, me saca de quicio. Verlas tratar de respirar mientras me hundo en ellas por completo, hacer que me miren a la cara mientras me la maman.
Cuando la llevé al hotel, creí que iba a ser tan grosera para hacerlo como para hablar. Pero resultó ser una bolsa de papas tirada en la cama, que solo me abrió las piernas. Sin emoción, sin excitación. Solo sexo porque era el siguiente paso. Aburrida.
De todas maneras, se me puso dura cuando la vi desnuda. Tenía los pechos grandes, los muslos también, y un trasero delicioso. Quise colarle un dedo mientras se lo hacía de perrito, pero se espantó tanto que me la apretó con fuerza, y me gustó. Así que seguí intentándolo, solo para que siguiera reaccionando igual.
Me hizo acabar así, sin siquiera darse cuenta. Le pinté toda la espalda de blanco. Ahí supe que no íbamos a hacer mucho más, porque se desplomó sobre las sábanas, jadeando.
Soy un caballero: no salí corriendo después de cogerla. Pasamos la noche en el hotel. Ella, durmiendo; yo, masturbándome en el baño para sacarme las ganas que me quedaban.
A la mañana siguiente, la llevé a su casa y no la vi más.
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Abro Essenza como siempre, puntual a las nueve. Me gusta el ritual de levantarme temprano, darme una ducha, prepararme un café y tomarme mi tiempo antes de salir. Nunca entendí a la gente que se despierta quince minutos antes de enfrentar su día. Yo no puedo; siento que pierdo tiempo.
Cinco calles separan mi apartamento de mi tienda. Las camino todas las mañanas sin apuro, sin correr y saludando a mis vecinos. Cuatro de cinco días piso caca de perro, no falla nunca. Así que, cuando termino de subir la cortina metálica, me quito los zapatos antes de entrar. Ya se me hizo costumbre tener siempre un par -o dos- guardados en el estudio.
Tengo una perfumería. Una perfumería artesanal, y es un primor. No porque yo lo diga, sino porque mis clientes la describen así. He puesto mi alma en cada detalle: del alero cuelgan frascos de diferentes formas y tamaños. Me encanta cómo la luz del sol se refleja en ellos, como si fueran lamparitas. Una pasionaria que planté abriendo el piso de la acera trepa por la vidriera y se enreda en los tirantes del alero. Da una flor rara pero hermosa, blanca y morada; parece un plato volador o un mandala viviente.
Clara me regaló el cartel dorado que cuelga como bienvenida: «El lugar donde los recuerdos se transforman en aromas».
No podía ser otra que Clara quien me regalara algo así. Después de todo, ella sabe mejor que nadie cómo llegué hasta acá.
La conozco desde que tengo memoria. Literal: desde el jardín de infantes. Tengo más recuerdos en su casa que en la mía. Martín y Luisa, sus padres, me adoptaron como a una hija más. Además de ser compañeras de colegio, éramos vecinas. Ellos vivían en el segundo y yo, con mi mamá, en el quinto.
No quiero imaginar cómo habría sido mi vida sin ellos. Seguramente un desastre digno de años de terapia. Ella y yo nos apoyamos en todo. Somos de esas amigas que festejan hasta los logros más pequeños, y de las que tienen instintos asesinos cuando un hombre lastima a la otra.
A mí me pasa con el infeliz ese con el que sale ahora: un tipo casado. No porque sea casado -no juzgo ni moralizo la vida de nadie-, sino porque el idiota se comporta como un noviecito sabiendo él, Clara y todo el mundo que nunca va a separarse ni divorciarse. Y la otra va y se enamora. Y cuando él la planta, le nace el remordimiento y se cuestiona.
-Yo sé que hago mal en meterme con un hombre con familia -decía cada vez que se sentía culpable o lloraba porque él le había cancelado a último momento.
-Sí, sí, eres una cualquiera. Ya hablamos de eso. Mal hace él, que no respeta lo que tiene en su casa -suelo responderle.
-La mujer me llamó otra vez para insultarme. Me dijo que soy una puta.
Cuando inauguré la tienda, él apareció con una planta, me felicitó y ahí andaba entre los estantes, mirando todo. La planta se la regalé a mi vecina del piso de arriba. Lo odio, simple y llanamente, y todo lo que tenga que ver con él me causa repulsión. A lo mejor exagero, pero Clara merece algo mejor. Merece que la quieran solo a ella, merece ser el centro del universo de alguien. No la segunda opción de un cuarentón que se sigue portando como si todavía tuviera veinte años. Pero dicen que el amor es ciego, y yo pienso que también tiene un IQ bajo.
Mi mamá se fue por el mismo motivo: el amor. Es curioso, ahora que lo pienso, cómo los aromas que creo para otros suelen estar ligados al amor o a su ausencia. Cuando cumplí dieciocho, se sentó conmigo en la mesa de la cocina y me dijo que tenía tiempo viéndose con un hombre, que, según ella, era bueno. Nunca lo conocí. Al otro día se fue.
Así que, con dieciocho años, me quedé del todo sola. No pude seguir estudiando. La idea de una carrera universitaria se fue dentro de la maleta de mi madre. Tuve que trabajar. Y el primer trabajo que conseguí fue en una tienda de cosméticos, recomendando perfumes.
No faltaba nunca, ni enferma. Trabajé allí dos años.
Un día, Jerónimo, el gerente, se me acercó y me dijo:
-Violeta, quiero presentarte a alguien. Se llama Rogelio y es un maître parfumeur, un maestro perfumista.
Debo haber puesto cara de que me hablaba en japonés, porque Jerónimo se rió un poco.
-Creo que tienes la capacidad para aprender de él, para aprender a hacer perfumes. Y aquí, en este negocio de cosméticos, estás perdiendo algo.
-¿Me vas a echar?
-¡No! ¿Echarte? Estás loca. Eres mi mejor empleada. Quiero que estudies con Rogelio. Ya me dijo que sí. ¿Qué piensas?
Eso fue muy raro, porque él y yo nos encerrábamos en la parte de atrás de la tienda casi todos los días. Teníamos una relación extraña, no sé. Era mucho más grande que yo; podría haber sido mi papá.
Jerónimo se sentaba en una silla y yo, en la mesa. Abría las piernas y me masturbaba mientras él me miraba. Ni siquiera se tocaba, pero sus ojos clavados en mis dedos mientras jugaba conmigo misma me excitaban.
A veces le pedía que me tocara, que me lamiera, algo, cualquier cosa. Se quedaba quieto, congelado, sin hablar. Quería sentirlo dentro de mí; se le notaba el bulto en los pantalones y, solo con los dedos, no me alcanzaba. Quería algo duro, caliente, mojado. Pero no importaba cuánto rogara: jamás me lo dio.
Lo único que hacía, cuando yo acababa, era besarme las piernas. Creo que me agradecía por el espectáculo de esa manera.
Le preguntaba por qué. Por qué no me cogía sobre la mesa. Siempre me respondía lo mismo:
-Eres muy joven para mí.
En esos días me frustraba, pero ahora lo entiendo.
Cuando me quedaba con muchas ganas, salía de la tienda y, en vez de ir a mi apartamento, pasaba por la casa de mi novio. Seguramente algo sospechaba, pero tampoco decía nada. Cenaba con él y sus padres, y cuando salía para mi casa, él me acompañaba.
Nunca llegábamos. Siempre terminábamos en un callejón detrás de una farmacia. Parada, con la cara contra la pared, la ropa interior en las rodillas y él penetrándome por detrás. Me quedaba la cara sucia por la mugre de los ladrillos y volvía toda mojada, con sus fluidos y los míos deslizándose por mis piernas.
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