La aldea se extendía a los pies de un espeso bosque, donde los árboles susurraban secretos al viento. Era un lugar apartado, donde el tiempo parecía haberse detenido. Las casas de madera envejecida formaban senderos irregulares y, al anochecer, el humo de las chimeneas se elevaba en el aire frío. Allí vivía Laura, junto a su abuela Iris, en una pequeña cabaña al borde del bosque.
Laura pasaba sus días rodeada de plantas medicinales, ayudando a su abuela a preparar ungüentos e infusiones. Iris era conocida en la aldea por su sabiduría y conocimientos curativos. Sus manos, marcadas por el tiempo, se movían con precisión al manipular hierbas, flores y raíces. A menudo, le contaba a Laura historias antiguas mientras trabajaban.
-En estos bosques habitan seres que se ocultan bajo la luz de la luna -decía Iris, mientras trituraba hojas de salvia-. Los hombres lobos caminan entre nosotros cuando la noche se oscurece, bajo la mirada plateada de la luna.
-¿De verdad crees que existen, abuela? -preguntó Laura, dejando de triturar pétalos de lavanda. Sus ojos violetas brillaban con un destello de curiosidad.
-Algunas verdades se esconden en los cuentos -respondió Iris con una sonrisa enigmática-. Pero debes recordar: la luna influye en todo lo que toca. Quizás, algún día, entiendas por qué te llama tanto.
Los aldeanos respetaban a Iris, pero miraban con recelo a Laura. Decían que sus ojos inusuales eran un signo de algo extraño. Sin embargo, Laura no se inmutaba. Le bastaba con las enseñanzas de su abuela, las largas caminatas por el bosque recolectando plantas y las noches silenciosas, en las que la luna parecía hablarle.
Aquella noche, mientras preparaban infusiones, Iris se detuvo y miró fijamente el cielo despejado. La luna llena brillaba intensamente, más grande y cercana que nunca. Laura sintió un escalofrío.
-Esta noche es especial -murmuró Iris-. Siento que algo está por cambiar.
Laura se acercó a la ventana. La luna bañaba el bosque en un resplandor plateado. Su corazón latía con fuerza. Algo en su interior respondía a esa luz. La atmósfera estaba cargada de una electricidad silenciosa.
De repente, un aullido rompió el aire nocturno. Agudo. Cercano. Laura se volvió hacia Iris con el rostro pálido.
-¿Qué fue eso? -preguntó, con la voz temblorosa.
Iris frunció el ceño. -Cierra las cortinas y apaga la lámpara. Rápido.
Laura obedeció, aunque sentía que la luna la llamaba con fuerza irresistible. Otro aullido, más cercano esta vez, resonó desde el bosque. Luego, gritos. Voces de los aldeanos. Voces aterradas.
-Abuela... -susurró Laura-. Están aquí, ¿verdad?
-Escóndete, Laura. ¡Ahora! -ordenó Iris, sacando de un cofre un brazalete de plata grabado con símbolos antiguos. Se lo colocó en la muñeca de Laura. -Nunca te lo quites, pase lo que pase.
-Pero, abuela...
Antes de que Laura pudiera protestar, un estruendo sacudió la puerta. Golpes violentos. Rugidos guturales. La madera se astilló. Iris alzó una escopeta que había pertenecido a su difunto esposo.
-¡Debajo de la cama, Laura! -gritó.
Laura se deslizó bajo la cama mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor. Desde su escondite, vio las sombras de criaturas enormes, con garras y ojos que brillaban con un resplandor antinatural. La puerta finalmente cedió. Un rugido llenó la cabaña.
-¡Atrás, bestias! -vociferó Iris antes de disparar.
El estampido del arma retumbó. Un aullido de dolor se oyó cuando uno de los atacantes cayó herido. Pero no fue suficiente. Otro rugido, más salvaje. Un zarpazo. Iris cayó al suelo.
-¡No! -gritó Laura, saliendo de su escondite.
Se arrodilló junto al cuerpo de su abuela, con lágrimas desbordándose de sus ojos.
-Abuela Iris... por favor...
Con su último aliento, Iris susurró:
-Nunca te lo quites... El brazalete... te protegerá...
La vida se desvaneció de sus ojos. Laura gritó, un sonido desgarrador que se perdió en la noche. Sostenía la mano fría de su abuela cuando escuchó más aullidos. Se abrazó a sí misma, con el brazalete de plata brillando en su muñeca, y levantó la vista hacia la luna llena. Sus ojos violetas ya no reflejaban solo dolor: ahora ardían con una determinación que jamás había sentido.
Esa fue la noche en que todo cambió. La noche en que la luna reclamó lo que era suyo.