La mansión Villaseñor se erguía majestuosa sobre la colina, una declaración de poder que dominaba la vista del pueblo como un gigante vigilante. Las luces doradas iluminaban sus ventanales, reflejando una elegancia que parecía impenetrable. Pero esa noche, bajo el cielo cubierto de nubes, el interior de aquella fortaleza se encontraba tan frío y sombrío como el clima exterior.
Isabela Villaseñor estaba sentada al final de la inmensa mesa del comedor, una copa de vino tinto en la mano y una mirada fija en el retrato del patriarca de la familia, su abuelo, que colgaba en la pared opuesta. Sus labios estaban apretados en una línea delgada, y su usual compostura era solo una máscara que ocultaba la tormenta interna. Frente a ella, los miembros de la familia discutían acaloradamente, sus voces rebotando en las paredes como un eco interminable.
-Esto no puede seguir así -dijo su padre, golpeando la mesa con un puño cerrado-. Si no encontramos una solución, perderemos todo. ¡La empresa, la mansión, el respeto que construimos durante generaciones!
-Quizás si no hubieras tomado decisiones tan estúpidas... -replicó Andrés, el hermano menor de Isabela, con una sonrisa sarcástica que solo añadió leña al fuego.
-¡Ya basta! -interrumpió Isabela, su voz clara y cortante como una cuchilla. El silencio cayó en la sala mientras todos los ojos se volvían hacia ella-. Pelearnos no solucionará nada. Necesitamos un plan, y lo necesitamos ahora.
Pero incluso mientras hablaba, sabía que sus opciones eran limitadas. La familia Villaseñor había pasado de ser una de las dinastías más poderosas del país a estar al borde de la ruina en cuestión de meses. Escándalos financieros, malas inversiones y la feroz competencia de los Altamira los habían dejado tambaleantes. Y ahora, con los bancos exigiendo respuestas y los rumores de bancarrota filtrándose en los círculos sociales, el tiempo se agotaba.
Del otro lado de la ciudad, en un penthouse de cristal que reflejaba las luces de la metrópoli, Javier Altamira se recostaba en su sofá de cuero, jugueteando con un vaso de whisky entre los dedos. El rugido distante del tráfico era la banda sonora de su vida, pero en ese momento lo ignoraba por completo. Frente a él, su madre, la elegante y siempre calculadora Emilia Altamira, lo miraba con severidad.
-Sabes lo que esto significa, ¿verdad? -dijo ella, con un tono frío que no dejaba lugar a discusión-. Si no recuperamos nuestra posición en el mercado, estamos acabados.
-¿Y cuál es tu gran idea, mamá? -respondió Javier con una sonrisa ladeada-. ¿Llorar en las páginas de economía o invitar a nuestros rivales a una cena de reconciliación?
-No seas imbécil -espetó Emilia, inclinándose hacia él-. Vamos a hacer lo impensable. Vamos a unir fuerzas con los Villaseñor.
Javier dejó de juguetear con el vaso. La idea le pareció tan absurda que pensó que su madre estaba bromeando, pero la seriedad en sus ojos le dejó claro que hablaba en serio.
-Eso no va a pasar. Esa familia es un desastre -dijo, su tono cargado de desdén-. Además, Isabela Villaseñor...
-Precisamente por eso -interrumpió Emilia-. Son un desastre, igual que nosotros. Y si no queremos que nos aplasten, tendremos que encontrar la forma de trabajar juntos.
Javier se reclinó en el sofá, dejando escapar un suspiro. La idea de trabajar con Isabela, con su actitud altiva y esa mirada que siempre parecía juzgarlo, era lo último que quería hacer. Pero mientras miraba a su madre, se dio cuenta de que no había otra opción.
Al otro lado de la ciudad, Isabela miraba su copa de vino con una mezcla de resignación y desafío. El mismo pensamiento cruzó por su mente mientras los gritos de su familia se desvanecían en un murmullo distante: "Lo que está en juego es más grande que mi orgullo."
Esa misma noche, dos llamadas salieron de dos extremos opuestos de la ciudad. Una desde la mansión Villaseñor y otra desde el penthouse Altamira. Las líneas telefónicas cruzaron la distancia, uniendo dos mundos rotos en un acuerdo que cambiaría sus vidas para siempre.