"Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños."
Rad Bradbury.
Todas las mañanas correteaba por la orilla de la playa, era fascinante sentir el agua salpicando mis piernas y mis pies humedecidos con las frías olas. Me encantaba sentir como se iban hundiendo en la arena y luego, ver mis huellas desaparecer cuando una traviesa ola las borraba, inevitablemente.
Siempre me gustó el mar, siempre me divertía yendo con mi madre a ver el atardecer, sentadas en la arena o desde una gran roca. Adoraba contemplarla sonriendo y ver el par de hoyuelos que se formaban en sus mejillas. Algunos conocidos siempre decían que yo me parecía a ella, eso me hacía feliz; no me hubiese gustado tener que ser la réplica del hombre que nos abandonó. Éramos inseparables, hasta hace seis años atrás.
Cuando cumplí mis trece años, ella se vió enferma con una virosis, que luego se complicaría con uma hemoptisis; desde ese entonces, su ánimo cambió; dejó de sonreír e ir a la playa, casi siempre estaba acostada y con poco ánimo. No me gustaba verla así, sufriendo.
Entonces, cada tarde me iba sola a caminar por la orilla de la playa. Era una forma de no pensar en el presente y de rescatar los recuerdos de nuestros atardeceres juntas.
Esa tarde mientras paseaba, vi a un hombre caminar frente a mí. No quise subir el rostro y mirarlo. Pero sentí su mirada, y repentinamente un escalofrío se apoderó de mi cuerpo.
Caminé un poco más rápido y pude percibir que se había detenido y regresaba en dirección a mí. Aceleró el paso y yo comencé a correr, pero mis pies se hunden en la arena y me impiden ir más rápido.
De pronto siento que me halan con fuerza por la camisa y caigo al suelo. Me volteo para levantarme, pero él se abalanza sobre mí. Siento su cuerpo pesado e intento zafarme. Una de sus manos tapa mi boca y la otra, se interna debajo de mi falda de jeans, urgando en mi pantie.
Quise gritar pero no podía, su fuerza era superior. Deseaba que alguien me ayudara. Pero fue en vano. Me abofeteo y dejó, levemente inconsciente. Cuando desperté, su semen estaba chorreando mis piernas y él corría alejándose de allí.
Como pude me puse de pie, mis piernas parecían pesar el triple de lo normal, aún más cuando se atascaban en la arena. Sentía como si un carro me hubiese arrollado. Caminé mientras el polvo de la arena se mezclaba con mis lágrimas y maquillaba de miedo y dolor mi rostro. Cuando divisé el rancho donde vivíamos, me inyecté de coraje, sequé mis lágrimas y fui hasta donde estaba mi madre, simulando estar bien.
Ella estaba tendida en su cama. Apenas si pudo mirarme y cerró los ojos. Yo fui hasta el baño para ducharme, necesitaba limpiar mi piel de aquellas despreciables caricias. Por casi treinta minutos estuve bajo la regadera; con mi misma pantie froté mi piel, mis entrepiernas ardían por la fricción. Salí cuando la oí quejarse y llamarme.
–¡Hija! Me traes un vaso con agua.
-¡Sí, má! Ya te lo llevo –le respondí envolviéndome con la toalla.
Caminé con lentitud, aquel dolor era insoportable. Dicen que las madres tienen una intuición para detectar cuando sus hijos no están bien. Y creo que es así, por la manera en que me miró cuando me acerqué a darle el vaso con agua. Me extendió los brazos, me senté en la orilla de su cama y me abrazó.
Ese abrazo era el mejor de los que me había dado siempre. Aguanté mis lágrimas para no llorar. Desde allí, se convirtió en mi mejor arma, el ocultar mi dolor. Fue mi primera interpretación. ¿Quién creería que ese sería mi inicio, en el arte de fingir?
Allí comienza mi historia.