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PROTEGIDA POR EL DON

PROTEGIDA POR EL DON

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Acerca de

Carla Rossi jamás imaginó que una simple decisión cambiaría su vida para siempre. A sus 17 años, ha crecido en las sombras de la incertidumbre, sin un padre y con una madre que oculta secretos. Trabaja duro para sobrevivir, su única rebeldía es un cigarro a escondidas y su única familia es Jaquelin, su mejor amiga. Pero todo cambia la noche en que, buscando un momento de soledad, encuentra a un hombre herido en un callejón. Ese hombre es Fabrizio Antonucci, el despiadado Don de la mafia italiana. Conocido por su brutalidad, temido por muchos, pero admirado por su poder, Fabrizio es un hombre al que nadie se atreve a desafiar. Sin embargo, Carla, con su inocencia y dulzura, despierta algo en él que ni siquiera comprende: un instinto de protección que no ha sentido por nadie desde la muerte de su madre. Arrastrada a un mundo de lujos, peligro y deseo prohibido, Carla intenta resistirse a la atracción que la consume. Fabrizio la quiere cerca, la desea con una intensidad arrolladora, pero también sabe que su cercanía la pone en riesgo. La diferencia de edad, su inexperiencia y el abismo entre sus mundos deberían ser razones suficientes para alejarse... pero ni él ni ella pueden escapar de lo inevitable. Entre amenazas, secretos familiares y un pasado que vuelve para destruirlos, Carla deberá decidir si huir de un amor que la aterra o rendirse al hombre que podría protegerla... o destruirla. **Un romance oscuro, ardiente y peligroso, donde el amor no es un cuento de hadas, sino una batalla entre el miedo y el deseo.** ---

Capítulo 1 El callejón

Capítulo 1: El Callejón

Las calles de Palermo respiraban una mezcla de lujo y peligro cuando caía la noche. La ciudad tenía dos rostros: el de la elegancia y el de la oscuridad. En los barrios iluminados, la vida nocturna vibraba con risas y copas de vino; pero en los callejones apartados, como el que Carla Rossi acababa de elegir, la historia era otra.

La joven caminaba con prisa, el corazón aún latiéndole con fuerza por la discusión con su madre.

-No tienes derecho a preguntar por él, Carla. No después de todo lo que hizo.

Pero ella sí tenía derecho. Lo sentía en cada fibra de su ser. Durante diecisiete años, su madre se había negado a decirle la verdad sobre su padre. ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué tan malo podía haber sido para que ni siquiera mencionara su nombre?

Necesitaba despejar su mente. Sacó un cigarro y lo encendió con manos temblorosas.

El primer suspiro de humo la calmó un poco.

Entonces, escuchó un ruido.

Un quejido bajo.

Su cuerpo se tensó al instante.

A unos metros de ella, en el suelo, había un hombre.

No era un indigente ni alguien ebrio. Su traje negro, aunque desarreglado, era de alta costura. Su camisa blanca estaba empapada de algo oscuro y espeso.

Sangre.

Carla sintió un escalofrío recorrer su espalda.

El hombre respiraba con dificultad, su pecho subía y bajaba de forma errática. Su mandíbula estaba apretada, como si luchara contra un dolor insoportable.

Pero lo que más la impactó fueron sus manos.

Tatuadas.

Líneas gruesas, símbolos oscuros, letras que parecían contar una historia de violencia y poder.

Quiso correr. Su instinto le gritaba que huyera. Pero sus pies no respondieron.

Se obligó a hablar.

-Señor... ¿está bien?

El hombre apenas logró abrir los ojos. Eran oscuros, tormentosos, intensos.

-Mi teléfono... -murmuró, su voz rota por el dolor-. Franco... llama a Franco.

Carla tragó saliva. ¿Quién diablos era este tipo?

Dudó un segundo, pero la urgencia en su mirada la obligó a moverse. Buscó en los bolsillos del hombre hasta dar con su teléfono. La pantalla estaba manchada de sangre. Lo encendió y vio que el último contacto registrado era Franco.

Marcó.

La llamada apenas sonó dos veces antes de que una voz grave respondiera.

-¿Dónde estás?

Carla abrió la boca, pero su voz salió temblorosa.

-H-hay un hombre herido... dijo que lo llamara.

Silencio.

Luego, un tono más frío.

-¿Quién eres?

-Me llamo Carla. Lo encontré en un callejón... está sangrando mucho.

Franco maldijo en voz baja.

-Dime la dirección exacta.

Carla miró a su alrededor y tartamudeó el nombre de la calle.

-Voy en diez minutos. No te muevas.

La llamada se cortó.

Diez minutos.

Carla bajó la vista al hombre herido. Diez minutos podrían ser demasiado.

Se arrodilló a su lado sin pensar y le tocó la mejilla suavemente. Estaba sudando, su respiración cada vez más pesada.

-Oiga... tiene que aguantar -le dijo, con una voz más firme de lo que esperaba-. Respire. No se muera en mis brazos.

Él abrió los ojos con esfuerzo. Una sombra de arrogancia brilló en su mirada, incluso en ese estado.

-No soy tan fácil de matar, piccola...

Carla sintió que su pecho se apretaba ante ese tono de voz, bajo y peligroso. Pero el miedo no la dejó moverse.

Lo vio parpadear varias veces, su cuerpo temblar levemente.

-¡No! -exclamó, sacudiéndolo un poco-. No se duerma. ¡Manténgase despierto!

El hombre soltó un suspiro pesado y sonrió apenas.

-Eres mandona...

Carla entrecerró los ojos.

-¡Cállese y respire!

El sonido de un motor interrumpió la escena.

Un coche negro apareció al final del callejón. Los faros iluminaron a Carla y al hombre herido como si fueran los únicos dos habitantes del mundo.

La puerta trasera se abrió, y de él salió un hombre alto, vestido de traje, con una expresión severa.

Franco.

Sus ojos pasaron de la figura en el suelo a Carla en un segundo.

-Joder, jefe... -murmuró mientras se arrodillaba junto al herido-. ¿Qué diablos pasó?

El hombre herido apenas pudo responder.

-Después...

Franco endureció la mandíbula y desvió su mirada a Carla.

-¿Quién es esta?

Carla sintió el peligro crecer a su alrededor. No le gustó la forma en que la miró, como si fuera un problema que debía resolverse.

-Ella... me encontró -susurró el hombre herido.

Franco se tensó.

Carla sintió que algo acababa de cambiar.

-Súbela al coche.

-¿Qué? ¡No, yo no-!

Franco no le dio oportunidad de reaccionar. Antes de que pudiera correr, una mano fuerte la sujetó del brazo y la arrastró hacia el vehículo.

Cuando la puerta se cerró tras ella, comprendió algo aterrador.

Acababa de cruzar la línea entre su vida normal y un mundo del que quizás no podría salir.

Uno donde los hombres sangraban en callejones oscuros.

Uno donde un desconocido de mirada tormentosa acababa de decidir su destino.

El rugido del motor y la suavidad con la que el auto recorría las calles de Palermo deberían haberla tranquilizado, pero Carla Rossi no sentía nada parecido a calma.

Estaba atrapada.

Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada. Sus manos temblaban, su respiración era errática. ¿Qué demonios estaba pasando?

-Déjame salir -dijo, con la voz más firme que pudo.

Franco, el hombre del traje, ni siquiera la miró.

-No vas a ir a ninguna parte.

Carla apretó los dientes y desvió la mirada al hombre herido junto a ella. Fabrizio. Aún estaba pálido, su camisa manchada de sangre, pero había algo en su expresión que la hizo estremecer. No miedo. No dolor. Solo paciencia.

Como si todo estuviera bajo control.

El coche cruzó grandes avenidas y luego tomó un camino más solitario, rodeado de árboles oscuros que se mecían con el viento. Cuando las grandes rejas de hierro aparecieron frente a ellos, Carla comprendió que ya no estaba en Palermo.

Era otro mundo.

Las puertas se abrieron automáticamente, y el auto avanzó por un camino de piedra que llevaba a una enorme mansión iluminada. Carla sintió su estómago revolverse.

El vehículo se detuvo frente a la entrada. Franco bajó primero, luego abrió la puerta y, con una firmeza que no admitía protestas, la obligó a salir.

-Muévete.

Carla miró la imponente mansión, sintiendo que cada paso que daba era otro clavo en su tumba.

Una vez dentro, la grandiosidad del lugar la abrumó. Todo era lujo: mármol, arañas de cristal, arte en las paredes. Pero había algo frío en esa riqueza, algo que no se sentía como un hogar.

Franco no le dio tiempo de observar más.

-Aquí es donde te quedarás.

Empujó una puerta y la metió dentro.

Una habitación enorme.

Las paredes eran de un color beige cálido, había un gran ventanal con cortinas de seda, un baño privado y una cama que parecía más cómoda de lo que cualquier persona normal necesitaría.

-No pienso quedarme aquí -espetó Carla, dándose la vuelta.

Pero Franco ya había cerrado la puerta.

Y por el sonido del cerrojo girando, también la había encerrado.

Carla estaba atrapada.

Horas después...

Carla no sabía cuánto tiempo había pasado. Se había sentado en el borde de la cama, abrazándose a sí misma, tratando de calmar su respiración. Tenía miedo.

La herida de Fabrizio... la sangre... todo lo que había pasado parecía un mal sueño. Pero estaba despierta.

Cuando la puerta se abrió de golpe, su cuerpo se tensó.

Fabrizio entró primero.

Había cambiado de ropa. Ahora llevaba una camisa negra abierta en el cuello, su piel aún pálida, pero con menos rastros de dolor. En su torso, entre los tatuajes, una gasa cubría la herida de bala.

Franco entró detrás de él, cruzándose de brazos con el mismo gesto severo de siempre.

Carla se puso de pie de inmediato.

-¿Quiénes son ustedes? -exigió, su voz temblando un poco-. ¿Qué quieren de mí?

Fabrizio la miró en silencio por un momento. Sus ojos negros la estudiaron, como si midieran cada parte de su ser.

-Solo quiero darte las gracias.

Su tono era bajo, grave.

Carla sintió un escalofrío.

-¿Gracias? -repitió, incrédula-. ¿Me secuestran y ahora dices que solo quieres agradecerme?

Franco soltó una carcajada fría.

-Jefe, déjame deshacerme de ella.

Carla palideció.

Fabrizio giró la cabeza lentamente hacia Franco, su mirada volviéndose más afilada.

-No.

Fue una sola palabra. Pero el aire en la habitación cambió.

Franco frunció el ceño.

-Es una chica cualquiera. No sabemos si podemos confiar en ella.

-Me salvó la vida -cortó Fabrizio, sin levantar la voz-. Ahora la protegeré.

El silencio que siguió fue tenso.

Carla miró a los dos hombres, su pecho subiendo y bajando rápidamente.

-No necesito tu protección -espetó, sintiendo su rabia ganar terreno sobre el miedo-. Solo quiero irme a mi casa.

Fabrizio la observó por un momento antes de hablar.

-No puedes.

Carla entrecerró los ojos.

-¿Por qué no?

Fabrizio dio un paso más cerca, y ella casi retrocedió. Casi.

-Porque ahora tu vida corre peligro.

Carla sintió su pulso acelerarse.

-¿De qué estás hablando?

-Mis enemigos saben que fuiste tú quien me salvó -respondió él, su voz tan tranquila que resultaba escalofriante-. Y eso te convierte en un problema para ellos.

Carla negó con la cabeza.

-Eso no tiene sentido... yo no sé nada. No sé quién eres, ni qué haces, ni por qué estabas herido.

Fabrizio ladeó la cabeza.

-Pero estuviste allí. Y en este mundo, eso es suficiente.

Las palabras se quedaron suspendidas en el aire.

Carla sintió que todo su cuerpo se volvía de piedra.

¿Qué clase de mundo era este?

-Te pido que te quedes -continuó Fabrizio, con un tono casi suave-. Aquí estarás segura.

Carla apretó los puños.

-No quiero.

Fabrizio suspiró, como si su respuesta no lo sorprendiera.

-No tienes opción.

Carla sintió un nudo formarse en su garganta.

Estaba atrapada.

No en una simple habitación.

Sino en un juego del que no sabía nada.

Y el hombre que tenía enfrente, con sus tatuajes y su mirada de tormenta, era el dueño de las reglas.

El pecho de Carla subía y bajaba rápidamente. No podía aceptar esto. No podía quedarse allí, encerrada en una mansión que parecía más una jaula que un refugio.

Los ojos de Fabrizio seguían clavados en ella, firmes, impenetrables. Fríos. Como si ya hubiera tomado una decisión y nada pudiera hacerlo cambiar de opinión.

Pero Carla sintió el nudo en su garganta romperse.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

-Por favor... -susurró, su voz quebrándose.

Fabrizio frunció el ceño.

Carla apretó los puños, temblando.

-Por favor, déjame ir a casa. No sé nada de ti, no diré nada... solo quiero volver con mi madre.

Franco soltó una carcajada baja y sarcástica.

-No le hagas caso, jefe. Siempre dicen eso.

Carla lo ignoró, sus ojos empañados solo estaban fijos en Fabrizio.

-Te lo suplico.

Él no respondió.

Solo la miró.

Y por primera vez en su vida, Fabrizio Antonucci sintió algo extraño en el pecho.

Era un sentimiento que no reconocía, algo que lo hacía sentirse incómodo.

Miedo.

No miedo por él. No miedo por su vida, ni por la guerra que enfrentaba cada día.

Era miedo de verla así.

Tan pequeña, tan indefensa, con las lágrimas cayendo por su rostro mientras lo miraba como si él tuviera el poder de salvarla.

Y lo tenía.

Fabrizio cerró los ojos un momento, respiró hondo y luego habló.

-Franco.

Su hombre de confianza lo miró de inmediato.

-Llévala a su casa.

El silencio que siguió fue denso.

Carla apenas podía creer lo que había oído.

Franco, en cambio, reaccionó con el ceño fruncido.

-Jefe, ¿estás seguro?

Fabrizio lo fulminó con la mirada.

-Llévala. Pero mantenla vigilada.

Carla tragó saliva.

Franco chasqueó la lengua, claramente molesto con la orden.

-Como quieras.

Fabrizio desvió su mirada de él y la clavó en Carla una vez más.

-Puedes irte -dijo, con voz neutra-. Pero si algo llega a pasar, no vuelvas a llorar.

Carla sintió un escalofrío.

Había algo en su tono, en su manera de decirlo, que la hizo preguntarse si realmente estaba a salvo.

Pero no le importaba.

Solo quería irse.

Y por ahora, eso era suficiente.

El viaje de regreso a Palermo fue silencioso.

Franco conducía con expresión tensa, sin siquiera mirarla. A su lado, Carla mantenía las manos entrelazadas sobre su regazo, los nudillos blancos de tanto apretarlos. Aún no podía creer que Fabrizio la hubiera dejado ir.

Pero lo había hecho.

Aunque su última advertencia aún resonaba en su mente: "Si algo llega a pasar, no vuelvas a llorar."

Era una amenaza y una promesa al mismo tiempo.

Cuando el auto se detuvo frente a su edificio, Carla sintió su corazón latir con fuerza. Estaba en casa.

-Bájate -ordenó Franco, sin mirarla.

Carla tragó saliva y salió del coche rápidamente. Pero cuando dio un paso hacia su puerta, Franco habló de nuevo:

-No intentes hacer nada estúpido.

Ella se volteó y lo encontró mirándola con una sonrisa fría.

-¿Qué quieres decir?

-Que no estás libre -susurró él-. Fabrizio dijo que te quiere vigilada. Y eso haré.

Carla sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Franco encendió un cigarro y se inclinó sobre la ventanilla del auto.

-Dulces sueños, princesa.

El coche arrancó y desapareció por la calle.

Carla permaneció de pie, congelada en su lugar, hasta que su madre abrió la puerta.

-¡Carla! -exclamó con el ceño fruncido-. ¿Dónde estabas?

El corazón de Carla se detuvo por un segundo.

-Yo... estaba con Jaquelin.

Su madre entrecerró los ojos.

-Te llamé y no contestaste.

-Tenía el celular en silencio -mintió rápidamente.

El rostro de su madre se relajó un poco, aunque aún la miraba con desconfianza.

-La próxima vez avísame, ¿sí? Me preocupé.

Carla solo asintió, sintiendo que su pecho aún estaba demasiado apretado.

Porque, aunque estuviera en casa, no se sentía libre.

Y algo en su interior le decía que Fabrizio Antonucci aún no había salido de su vida.

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