María José, era una joven de tan solo diecisiete años, con aspiraciones, sueños y metas que nunca pudieron realizarse. Sus padres murieron en un aparatoso accidente aéreo, del cual, ella había sido la única sobreviviente. A causa de aquel desafortunado hecho, la pequeña que, en aquellos días tenía tan solo cinco años, heredó la nada despreciable, fortuna de sus padres.
Sin embargo, al ser aun una menor de edad, tuvo que pasar a la custodia de su tía paterna, quien era una mujer de clase, fina y elegante que creía que la moral estaba por encima de todo. Su nombre; era Carlota Montoya. Ella se encargó de darle a su pequeña sobrina, la mejor de las educaciones.
Desde muy temprana edad, fue enviada al colegio Santa Clara, el cual era una especie de internado custodiado por monjas católicas. Sobra decir que Carlota, estaba completamente arraigada a las costumbres de sus ancestros, y creía que su sobrina debería de seguir al pie de la letra con los mandatos que, ella creía, eran lo único que podía distinguirla de la sociedad, tan podrida en la que estaba inmersa.
Así pues, María José, o Marijo como la llamaban en la escuela, creció rodeada de estrictas normas que le impedían desde; dormir tarde, ver televisión, vestir ropa que su tía considerara «inapropiada» o simplemente, cortar su cabello arriba de los hombros.
Carlota, era considerada una celebridad entre la comunidad, pues era presidenta y fundadora de una de las casas textiles más importantes de México. Sus diseños eran conocidos en todo el mundo y su buen gusto, era envidiado por cientos de diseñadores quienes competían por estar junto a ella en las listas de popularidad. Debido a esto, María José estuvo desde muy pequeña, acostumbrada a las cámaras y la atención que los medios le brindaban. Sin embargo, esto no le era de ayuda en cuanto a su relación para con otras personas ajenas a su círculo.
No tenía más amigos que el hijo del jardinero del colegio, con quien conversaba a hurtadillas, dado que también tenía prohibido hablar con hombres y mucho menos, con alguien de aquella clase social. El chico, creció prácticamente con ella, por lo que se volvieron muy buenos amigos.
Su nombre, era Diego.
Un chico que era dos años mayor que Marijo, de piel tostada por el sol, alto y de cabello oscuro. Era el único cómplice con el que podía convivir, ya que se encontraba encerrada en aquel sitio de lunes a viernes, rodeada de monjas y de sus compañeras de clase y de dormitorio, con las que nunca se llevó bien. Sus fines de semana los pasaba en la lujosa mansión de su familia, encerrada o practicando violín, no porque fuera de su agrado, sino porque su tía estaba cien por ciento empeñada en que la joven siguiera los pasos que ella no pudo. Sin embargo, la chica odiaba el violín. Su única ambición, era convertirse en una gran bailarina, como lo había sido alguna vez su difunta madre. Pero eso, no estaba bien visto por su tía, quien siempre despreció a su progenitora, por motivos que la chica nunca pudo comprender del todo. Debido a esto, aquel sueño no dio paso para volverse realidad.
Carlota, tenía una visión de su sobrina muy pulcra.
Creía que María José, era una joven educada, culta y con unos modales intachables, y estaba orgullosa de ello. Sin embargo, la chica solo aparentaba serlo frente a ella. En el colegio, todo mundo le temía. Incluso las propias monjas, hacían lo posible por no meterse en su camino. Aprovechaba lo mejor que podía la posición de su tía, y el hecho de que ella era la mayor inversionista que tenía el colegio. Pero, su suerte estaba a nada de terminar, pues estaba por cumplir la mayoría de edad y pronto abandonaría aquel sitio. Estaba segura de que Carlota la llevaría a estudiar al extranjero y eso la aterraba, pues siempre había sido una inútil, y sabía perfectamente que su tía la dejaría sola a su suerte, y su suerte, nunca había sido buena.
Aquella tarde salió del colegio.
Una lujosa limosina la aguardaba a las afueras del lugar. La hermana Fátima y la hermana Teresa la acompañaron hasta la salida. Era el último viernes de junio y hacía un calor horrible. Marijo, avanzaba con paso lento, mientras el resto de las alumnas corrían presurosas, para salir de una vez por todas y regresar a la comodidad de su hogar. Sin embargo, Marijo no tenía ni la más mínima intención de pasar todo su verano en aquella gigantesca casa, rodeada de cientos y cientos de normas estúpidas y clases extenuantes de violín. Así que, continuó avanzando lentamente.
Las monjas cruzaban miradas entre ellas. No tenían más remedio que seguir a la chica. No podían presionarla para que avanzara más rápido, pues temían que la chica lo tomara mal. Pero tenían que llegar rápido dado que a Carlota no le gustaba esperar, por lo que aquellos minutos que tardaron en llegar a la puerta del coche, les parecieron eternos.
──Saben que no me gusta esperar, hermanas ──les dijo una elegante mujer, que llevaba un peinado alto y cientos de joyas exuberantes, mientras las observaba del otro lado del cristal de la ventana del coche. Las mujeres cruzaron miradas entre ellas, temerosas, pues sabían que, aquella elegante dama, las reñiría por su tardanza.
──Ha sido mi culpa, tía ──. Se disculpó María José, haciendo una leve reverencia frente a la mujer─. Me da un poco de nostalgia, saber que no volveré a ver estos hermosos jardines ─las monjas, no podían creer la actitud de la chica, pues falsamente se ilusionaron creyendo que esta trataba de ayudarles, lo cual, era un error. No supieron darse cuenta de las verdaderas intenciones de la chica, que, lejos de ayudarles, más bien les perjudicarían──. Creo que el jardinero ha hecho un excelente trabajo, es una pena que siga teniendo que trabajar solamente para este colegio ──. Agregó la chica, fingiendo una pena que en verdad no sentía.
Carlota la observó con detenimiento, mientras se quitaba una especie de anteojos que llevaba para leer un misal que llevaba consigo en las manos. Puso un poco más de atención alrededor, y fijó su mirada en los hermosos jardines que se encontraban en los terrenos de aquel colegio. Fue entonces, cuando el maquiavélico plan de Marijo surtió efecto.
──Creo que tienes razón. Unos jardines como esos merecen ser apreciados. Hermana Fátima, haga el favor de llamar al encargado, quiero contratar a dicho jardinero.
Aquellas monjas volvieron a cruzar miradas asustadas, mientras Marijo sonreía con malicia. Había conseguido lo que deseaba, pues sí bien, era consciente de que no podría volver a aquel lugar, se negaba rotundamente a dejar atrás a su mejor amigo. Por ello, decidió que podría ayudar a que su tía, quien, dicho sea de paso, siempre había sido una mujer con excelente gusto, contratara los servicios del padre de su amigo, quien era un jardinero magnífico.
──Pe... pero, señora Montoya ──trató de hablar la pobre hermana Fátima, quien cada vez que estaba nerviosa, no hacía más que tartamudear. Marijo se divertía infinitamente haciéndola sufrir cada vez que tenía la oportunidad.
──¡Pero nada, hermana! ¿Por qué no cumple con lo que le ordené? ──la pobre mujer, no tuvo más remedio que dar la vuelta en busca del jardinero. La hermana Teresa por su parte, se quedó a solas con aquellas damas. Eso no le gustaba mucho, pues ambas, tanto la tía como la sobrina, eran en verdad, personas difíciles de tratar──. ¿Cómo le fue a María José en sus clases? ──preguntó de pronto la distinguida mujer, mientras nuevamente se colocaba sus gafas y volvía a su lectura.
La hermana vio a la chica un poco angustiada, mientras esta le sonrió hipócritamente. Sabía muy bien que la hermana, no sería capaz de contarle las cosas que hacía a sus espaldas, pues no le convenia hacerlo. Sin mencionar, que las monjas, no acostumbraban a hablar mal de ninguna de sus alumnas, sin importar que estas, fueran un verdadero dolor de cabeza, como lo era la chica.
──Sabe muy bien que, Marijo, es nuestra mejor alumna, señora Montoya ──respondió, nerviosa.
Aunque esto pareciera difícil de creer, era verdad.
María José era rebelde, respondona, caprichosa, y hacía lo que le venía en gana siempre que la oportunidad se presentaba, pero aun con todo esto, nunca descuidó sus estudios. Tenía una memoria asombrosa y siempre era, la mejor de la clase. Aunque eso no pudiera erradicar en lo absoluto su actitud para con los demás.
──¿Y sus clases de violín? ¿Ha habido algún progreso? ──la monja se quedó muda por un instante. No podía mentir, pero tampoco podía decirle la verdad a la mujer, sin que esta explotara.
──Trato de mejorar todos los días, tía ──dijo la chica, sonando mucho más amable de lo que la monja esperaba──. Y te prometo, que trataré de continuar mejorando.
Carlota volvió a verla mientras se quitaba los anteojos. Sonrió complacida cerrando su libro y acomodando elegantemente las manos sobre este.
──¡Me conmueve tu dedicación, querida! ──le dijo entusiasmada, aunque sin ninguna sonrisa en el rostro──. La hermana Fátima, sí que es lenta. ¡Sube, María José, ¡nos vamos! ──agregó algo irritada──. Hermana Teresa, haga el favor de enviar al jardinero a mi residencia lo más pronto posible, y si es viable, infórmele sobre mi deseo de que labore para mí ──. La monja dio una pequeña reverencia.
──Así lo haré señora.
──Dios la bendiga, hermana ──se despidió Carlota──. Le veré en la ceremonia de graduación.
El coche avanzó, dejando atrás a aquella pobre monja quien, no tardó mucho en entrar de vuelta al colegio y cruzar el patio hacia la vieja capilla, para rezar por el alma de aquella chica, quien pareciera ser descendiente del mismísimo demonio.
Mientras tanto en el interior del coche, Marijo hacia lo posible por postergar su llegada a casa, pues sabía que apenas pusiera un pie ahí, sería muy difícil que pudiera salir.
Había un silencio congelante en el interior del vehículo. La chica no se atrevía a hablar por temor a decir algo que, su tía considerara «inapropiado». Pero tenía que arriesgarse si no quería que su último verano en México fuera un desastre.
──Te tengo una pequeña sorpresa, María José ──dijo de pronto su tía,
«¡Oh no!» ──. Pensó la chica, pues sabía muy bien que las sorpresas de su tía nunca eran nada bueno.
Tal vez serían boletos para otro aburrido concierto de música clásica. O alguna otra clase absurda para entretenerla en el verano. O quizá, la noticia que tanto había temido; enviarla a un colegio extranjero.
──¿De qué se trata, tía? ──preguntó temerosa, haciendo lo posible porque su voz no delatara sus temores.
──Te dejaré elegir tu vestido de graduación ──contestó la mujer, sin apartar su vista del misal que continuaba leyendo.
Tal vez la conmoción había impedido que Marijo escuchara con claridad.
Era imposible que su tía, su estricta y problemática tía, le concediera semejante privilegio. Aun así, trató de que su euforia no fuera muy evidente, pues había aprendido que a su tía le molestaba todo lo que a ella la hiciera feliz.
──Aunque claro, debes seguir ciertas normas ──. Agregó de repente la mujer.
«¡Claro! ¿Por qué no me sorprende?» ──. Pensó la chica para sí, mientras sin querer, torció los ojos.
Carlota levantó la mirada, justo a tiempo para presenciar dicho acto por parte de su sobrina. Cerró de golpe el misal y se quitó las gafas viéndola con enfado.
──¿Qué clase de modales son esos? ¡Mira que hacer semejante mueca frente a tus mayores! ──exclamó molesta, mientras cruzaba las piernas y apartaba el libro de su regazo.
──Lo lamento, tía. No fue mi intensión ──. Se disculpó la chica.
Pero Carlota no era una mujer fácil.
El coche se detuvo frente a una enorme y lujosa mansión, mientras un par de sujetos vestidos con trajes negros, abrieron las puertas del coche y ayudaron a las mujeres a salir de este.
──No he sacrificado todos estos años de mi vida, para brindarte una educación de calidad y que tú no lo aproveches, María José ──continuó reclamando la mujer, sin despegar la vista de su sobrina─. ¡Y hazme el favor de pararte derecha!
──Deberías dejar de ser tan gruñona, Carlita ──dijo una mujer joven que se encontraba recargada sobre la entrada a la casa.
Tenía el cabello largo hasta su cintura, castaño y algo rizado. Volteó hacia las recién llegadas y le sonrió alegremente a Marijo, quien le devolvió la sonrisa.
Había visto a aquella mujer infinidad de veces en las fotografías y postales que esta le enviaba. Aquella mujer era su tía materna. La única hermana de su difunta madre; Rosalinda Mondragón. María José, se moría por conocerla en persona, pues después del accidente de su hermana, Rosalinda se dedicó a viajar por todo el mundo, conociendo culturas distintas y alejándose por varios años de México. Aun así, nunca perdió la oportunidad de comunicarse de una u otra manera con su adorada sobrina.
Se suponía, según la última voluntad de los padres de la chica, que ambas mujeres se encargarían de su custodia, pero el odio que ambas se tenían les impedía convivir juntas. Pues ambas eran demasiado diferentes. Como el día y la noche. La personalidad de cada una se contrariaba con la de la otra, logrando así, que nunca pudieran ponerse de acuerdo en casi nada.
Para Carlota, la llegada de Rosalinda implicaba un gran caos y desorden en su, muy bien estructurado mundo. Pero, para Marijo, en cambio, significaba la venida de tiempos más llevaderos.
Rosalinda, era todo lo contrario a Carlota. Tenía ideales libres y la mente abierta, a diferencia de la rusticidad con la que Carlota procedía siempre. Su llegada, significaba un cambio, eso era más que claro. Y precisamente por esa razón, Carlota no estaba feliz por ello.
María José corrió y le dio un fuerte abrazo, mientras su tía paterna la observaba con desdén. No estaba de acuerdo en que su adorada sobrina conviviera con esa clase de personas, pero era consciente de que, dados los lazos sanguíneos que las unían, no tenía manera de evitarlo. Avanzó lentamente hasta que quedó, solo a unos cuantos pasos de la puerta de entrada.
──¡Andrés! ──exclamó llamando a uno de sus sirvientes que de inmediato apareció frente a ella a la espera de recibir sus órdenes──. Prepara la habitación de huéspedes. Creo que tenemos una inesperada invitada ──. Dijo mientras lanzaba a la mujer la mirada más aterradora que pudo. Rosalinda volteó hacia ella y le sonrió con burla.
──No tienes que molestarte tanto por mí, Carlita. Yo puedo dormir junto a Majo, en su habitación.
──¡ESO SI QUE NO! ──explotó Carlota── ¡No voy a permitir que faltes a la moral de mi hogar! ──Rosalinda rio por lo bajo. Se acercó a la mujer y le palmeó el hombro.
──Cálmate, no es para tanto, solo es una inofensiva broma.
──Creo que diferimos mucho, en cuanto al sentido del humor se refiere ──. Respondió Carlota mientras apartaba la mano de Rosalinda, con asco──. María José, no necesita esa clase de ejemplos. ¿Puedes informarme, cual es la causa por la que has venido?
──Creí que era obvio. He venido por María José ──. Respondió la deslucida mujer.
Los ojos de Carlota se abrieron de tal manera, que poco faltó para que se salieran de su rostro. Volteó hacia la mujer y luego hacia la chica que no sabía con exactitud cómo reaccionar.
──Creo que, he sido, sumamente clara respecto a tu sentido del humor, Rosalinda ──. Dijo lentamente, tratando de sonar, mucho más seria que de costumbre. Rosalinda, emitió una leve sonrisa burlona, mientras bajaba la mirada y se acercaba a la temible mujer.
──Sabes muy bien que no estoy bromeando, Carlita. Marijo, está por cumplir la mayoría de edad, es hora de que se libre de ti.
──¿Librarse de mí? ¿Acaso insinúas que soy una especie de carcelera? ──exclamó Carlota, dolida.
──¡Sí, eso eres! ──replicó Rosalinda, desafiante──. Porque en todos estos años, te la has pasado prohibiéndole cientos de cosas y no le has permitido vivir su vida.
──¿Vivir su vida? ¡No me hagas reír, Rosalinda! Yo me he desvivido por ella mientras que tú, ibas quien sabe dónde a «vivir tu vida» ──reclamó Carlota.
──¡Por favor, Carlota! ¿Ahora tratas de culparme a mí? Te recuerdo que tú me imploraste porque me marchara. Así que no me vengas con reclamos ahora.
Carlota tensó los labios furiosa, mientras se acercaba peligrosamente a la mujer, quien sin ninguna clase de temor le sostuvo la mirada.
──¡Eres igual que tu hermana! ──. Le escupió en la cara con resentimiento. Rosalinda se paró firmemente frente a ella.
──Sí, y estoy muy orgullosa de ello ──. Respondió con voz baja, pero clara.
Carlota estaba por írsele encima cuando María José interfirió entre ambas. Observó a los ojos a su estricta tía, a quien por mucho tiempo consideró su verdugo. Esta le devolvió la mirada y, al hacerlo, la cordura volvió de nueva cuenta a tomar el control de su vida. Estiró el cuerpo y limpió su ropa con las manos, como si se hubiese ensuciado, simplemente por el hecho de hablar con aquella desalineada mujer de apariencia deplorable. La observó con superioridad, cómo si no valiera nada para ella. Como si fuera, una simple vagabunda que iba por una limosna.
Rosalinda por su parte, la vio con una pisca de lástima, pero sobre todo con burla. A ella no le importaban ni sus joyas, ni la clase que decía poseer. Para ella, aquella mujer no era más que un ser superficial, que no veía el verdadero valor de las cosas. La vida burguesa que esa mujer llevaba, no le llamaba la atención, pues le parecía superficial y vana.
Aquellas mujeres, eran sin lugar a duda, dos polos opuestos. Diferentes en tantas formas y similares en otras tantas que no eran capaces de ver. Pero ahora tenían que convivir, aun en contra de su voluntad, por el bien de su sobrina.
Después de una breve introducción, que nada tenía que ver con lo que recientemente había ocurrido, todos pasaron a la gigantesca sala de aquella lujosa mansión. Uno de los empleados del lugar se encargó de llevar el equipaje de la recién llegada.
Las tres mujeres se sentaron frente a una pequeña y lujosa mesa de cristal que se situaba justo al centro de la sala.
──Sabías que este momento tendría que llegar algún día ──. Comentó Rosalinda, mientras le daba un sorbo a su té verde.
Era verdad. Carlota, sabía que, llegado el momento, su adorada sobrina tendría que convivir con aquella mujer, a la que tanto despreciaba. Pero no podía permitir que la alejara de su lado y la convirtiera en una hippie, echando a perder todo su esfuerzo porque, Marijo se convirtiera en una dama de sociedad. Así que, contra toda su voluntad y buen gusto, tuvo que optar por medidas de verdad drásticas.
──No dejaré que te la lleves, pero, puedes quedarte aquí el tiempo que desees ──. Dijo arrastrando las palabras, pues le era sumamente difícil aceptar a ese tipo de personas en su hogar, sobre todo, tratándose de aquella mujer. Rosalinda volvió a sonreír con burla, mientras depositaba su elegante taza de porcelana fina, sobre la mesa.
──¿Serías capaz de aguantarme aquí? ──le preguntó con desdén.
Carlota cerró con fuerza los puños, conteniendo las enormes ganas que tenía por gritar a todo pulmón. Pues, el simple hecho de dormir bajo el mismo techo que aquella mujer, le provocaba náuseas.
──Mientras no te metas conmigo...
──¡Por favor, Carlota! Tú y yo sabemos que eso no pasará ──Carlota estaba a punto de explotar. María José, se puso de pie y tomó a Rosalinda de la mano.
──¿Por qué no dejas que mi tía Rosalinda me acompañe por mi vestido de graduación? ──dijo tratando de cambiar el tema. Aquellas mujeres cruzaron miradas, tratando que su pelea quedara de lado. Rosalinda volteó hacia ella y le despeinó el cabello con cariño.
──¿Tanto has crecido, que ya estás a punto de graduarte? ──le dijo con aprecio──. ¿Dejarás que me haga cargo de esto? ──le preguntó a Carlota, tratando de retarla con la mirada. Sin embargo, la mujer no estaba de humor para tener otra batalla.
──Haz lo que quieras ──. Comentó──. Aunque viendo la facha que traes, dudo que tengas algo de buen gusto ──. Dijo con desprecio.
Rosalinda estaba a punto de replicar, cuando Marijo la sacó casi a rastras del lugar. Su corazón latía con fuerza, pues sabía que, a partir de ese momento, las cosas cambiarían para ella, solo que la pobre chica, aún no imaginaba que tan drástico sería aquel cambio.