Dicen que el amor puede resistir cualquier tormenta. Que cuando dos almas están destinadas, ni siquiera el caos puede separarlas. Yo también lo creía... hasta que mi cuento de hadas se convirtió en una pesadilla, y el príncipe con el que juré caminar de la mano resultó tener un alma más oscura que la noche.
Me llamo Selene Stone, y llevo tres años casada con Lucían Lancaster, el hombre que una vez pensé que era el amor de mi vida. Nuestra boda fue de ensueño, el tipo de evento que aparece en portadas de revistas: castillos antiguos, luces cálidas, promesas eternas y un beso que selló lo que creí que sería para siempre.
Pero los cuentos de hadas no tienen lugar en el mundo real.
Todo empezó a desmoronarse con la llegada de Ivy. Mi hermana bastarda. La hija ilegítima de mi padre con una mujer que siempre fue su secreto. Ella apareció en nuestras vidas con una sonrisa dulce, los ojos cargados de lágrimas y una historia triste que rompió el corazón de todos, incluso el mío. Yo... fui ingenua. Abrí mi casa. Abrí mi corazón. Le ofrecí un lugar en mi familia sin imaginar que estaba dejándole las puertas abiertas al lobo.
Lucían cambió. Poco a poco, al principio. Palabras cortantes. Miradas frías. Silencios que antes no existían. Al principio lo atribuí al trabajo, al estrés. Pero entonces, vinieron las noches que no volvía, los mensajes que no respondía, los suspiros con los que me daba la espalda en la cama.
Y yo... tonta, aún lo amaba. Ciega, aún lo defendía.
Lo que no sabía era que mientras yo creía que luchaba por nuestro amor, él ya se había entregado a otra. A mi propia sangre. A mi hermana.
Y eso... eso fue solo el principio.
Actualidad
Regresaba a casa como cada noche. Cansada. Silenciosa. Con la mente llena de pensamientos que no quería enfrentar. El sonido de mis tacones resonaba sobre el mármol mojado del vestíbulo mientras me quitaba la bufanda con un suspiro. El aire dentro de la casa estaba frío. Silencioso. Demasiado silencioso.
Lucían no solía estar cuando yo llegaba. Últimamente, sus noches se alargaban sin explicación y sus besos eran cada vez más escasos. Pero aún así, seguía intentando convencida de que el amor podía recuperarse... de que todo tenía solución si aún quedaba algo.
Pero esa noche fue distinta.
Esa noche, la puerta de la habitación estaba entreabierta, y una luz cálida se filtraba desde dentro. Mi corazón dio un salto. ¿Estaba en casa? ¿Me esperaba?
Subí las escaleras, ilusionada por un segundo... hasta que escuché un gemido.
Me detuve en seco.
Ese sonido.
Lo conocía. Lo había escuchado antes. Muchas veces. Pero no en esa voz.
Seguí caminando, como si mi cuerpo ya no respondiera a mis órdenes. Empujé la puerta y la escena frente a mí me cortó el aliento.
Lucían estaba encima de ella. De Ivy.
Mi hermana.
Mi sangre.
Mi traición hecha carne.
-No... -susurré, sin siquiera darme cuenta de que había hablado.
Ivy me vio primero. No se cubrió. No se apartó. Solo me miró y sonrió. Una sonrisa lenta, cruel, con una chispa de triunfo que me revolvió el estómago.
Lucían levantó la mirada. Y lo que encontré en sus ojos no fue culpa.
Fue fastidio.
-Llegaste temprano -dijo él, como si lo hubiera interrumpido en medio de una reunión, no en la cama donde alguna vez me juró amor eterno.
No dije nada.
No podía.
Me giré y salí de la habitación, bajando las escaleras como un fantasma. Me senté en la sala, con la mirada fija en la nada, el corazón aplastado contra el suelo, y un nudo en la garganta que no podía tragar.
Esperé.
No sé por qué lo hice.
Tal vez porque aún quería creer que saldrían corriendo, que pedirían perdón, que todo era un mal sueño.
Pero no lo hicieron.
Ellos siguieron. Como si yo no estuviera ahí. Como si mi dolor no importara. Como si mi existencia pudiera borrarse con una sábana.
Y entonces lo entendí.
Siempre lo había sabido. Siempre había sentido esa sombra entre ellos. Esa tensión que fingía no ver. Sabía que algo había pasado. Que algo seguía pasando. Solo nunca pensé... que lo harían así. Que no me respetarían ni siquiera lo suficiente como para ocultarlo.
Y aun así, ahí estaba yo. Esperando en la sala.
Porque cuando el alma se rompe de golpe, el cuerpo se queda quieto. Congelado. Incapaz de reaccionar.
Esa noche no dormí. No lloré. No grité.
Solo me senté allí, mirando el reflejo de mí misma en la ventana.
Y supe que mi historia con Lucían había terminado.
Solo que todavía no sabía qué iba a hacer al respecto.