La luna llena iluminaba el antiguo bosque, proyectando sombras alargadas sobre el suelo cubierto de hojas. El aire estaba cargado de una energía inquietante, como si el mismo bosque contuviera su aliento en anticipación. En el corazón de este lugar olvidado por el tiempo, se alzaban las ruinas de un templo ancestral, un vestigio de una era en la que la magia era tan común como el aire que se respiraba.
El hombre se encontraba en el centro de las ruinas, sus ojos fijos en el altar de piedra que se erguía ante él. Había pasado años buscando este lugar, siguiendo pistas y fragmentos de leyendas que hablaban de un poder antiguo y peligroso. Sabía que no estaba solo en su búsqueda; otros también ansiaban desenterrar los secretos que yacían enterrados bajo las piedras cubiertas de musgo.
Mientras recitaba las palabras de un antiguo conjuro, el aire a su alrededor comenzó a vibrar. Una luz tenue emanó del altar, creciendo en intensidad hasta que se convirtió en un resplandor cegador. Sintió cómo la magia fluía a través de él, una corriente poderosa y salvaje que amenazaba con desbordarse.
De repente, un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Giró sobre sus talones, su corazón latiendo con fuerza. Desde las sombras emergieron figuras encapuchadas, sus ojos brillando con una malevolencia que helaba la sangre. Eran los Guardianes de la Niebla, una secta secreta dedicada a proteger los secretos del templo a cualquier costo.
Antes de convertirse en Guardianes, estos individuos eran miembros de una antigua orden de magos y sabios conocida como La Hermandad de la Luz. La Hermandad había sido fundada siglos atrás con el propósito de preservar el conocimiento arcano y proteger al mundo de las fuerzas oscuras. Cada miembro había sido elegido por su habilidad excepcional en la magia y su compromiso con la causa de la luz.
La Hermandad había descubierto el templo y su oscuro secreto durante una de sus expediciones. Al darse cuenta del peligro que representaba el poder contenido en el altar, decidieron sellarlo y juraron protegerlo con sus vidas. Con el tiempo, la Hermandad se transformó en los Guardianes de la Niebla, dedicando sus vidas a vigilar el templo y asegurarse de que nadie desatara la oscuridad contenida en su interior.
-¡Detente! -gritó el líder de los Guardianes, su voz resonando como un trueno-. No sabes lo que estás desatando.
Levantó una mano, tratando de calmar la energía que había desatado, pero era demasiado tarde. El poder del altar se había liberado, y con él, una fuerza oscura que había estado contenida durante siglos. La tierra tembló bajo sus pies y una grieta se abrió en el suelo, de la cual emergió una sombra etérea, una entidad de pura oscuridad.
Los Guardianes atacaron, lanzando conjuros y maldiciones en un intento desesperado por contener la oscuridad. El hombre se unió a la lucha, sus habilidades mágicas brillando en la noche como un faro de esperanza. Pero la entidad era demasiado poderosa, y uno a uno, los Guardianes cayeron.
Con el último de sus aliados derrotado, se dio cuenta de que no tenía otra opción. Debía desaparecer, ocultarse en las sombras y encontrar una manera de detener la oscuridad que había liberado. Con un último vistazo al altar, conjuró un portal y se desvaneció en la niebla, dejando atrás las ruinas y los secretos que contenían.
La entidad oscura se desvaneció en la noche, pero su presencia permaneció, una amenaza latente que solo él podía detener. Y así, comenzó su vida en las sombras, siempre vigilante, siempre buscando una manera de redimir su error y proteger al mundo de la oscuridad que había desatado.