El sol estaba saliendo cuando Aelira regresó al pueblo. Las casas de piedra gris se alineaban en la colina, y el mercado empezaba a llenarse de vida. Pero algo dentro de ella se había quebrado. No podía dejar de pensar en el hombre que la había salvado.
-¿Dónde has estado? -La voz de Grelda, su madre adoptiva, la sacó de sus pensamientos.
-En el bosque... -respondió Aelira, vacilante.
-Sabes que ese lugar es peligroso. Si no fuera porque las estrellas me dijeron que volverías sana y salva, habría llamado a los cazadores.
Aelira estaba acostumbrada a las excentricidades de Grelda. La mujer, aunque cariñosa, tenía una obsesión por las estrellas y las profecías. Esa noche, sin embargo, la llamó a su cabaña y encendió un fuego bajo un caldero que despedía un aroma dulce y denso.
-Hoy es el día, Aelira. Las estrellas han hablado.
-¿Qué quieres decir?
Grelda tomó un pergamino viejo y lo desenrolló sobre la mesa. En él había un dibujo de un cristal que brillaba como si estuviera vivo.
-El Corazón de Eteria. -Grelda tocó el dibujo con reverencia-. Es el artefacto más poderoso de Lumina, y el destino me dice que tú eres la clave para encontrarlo.
-Eso es una locura.
-¿Lo es? Entonces, ¿cómo explicas que hayas sobrevivido al bosque esta noche? ¿O que las estrellas te marquen como la elegida?
Aelira no tenía respuestas. Pero entonces, recordó algo: el frío que sintió al tomar la mano del hombre de las sombras.
-Hay algo más... -dijo en voz baja.