El bosque de Draymoor era un lugar donde incluso los cazadores más experimentados temían adentrarse de noche. Pero Aelira no tenía elección. Los suministros en el pueblo habían disminuido, y las hierbas curativas que su madre adoptiva necesitaba solo crecían en los claros más profundos.
El aire estaba cargado de humedad, y el crujir de las hojas bajo sus pies era el único sonido en la vasta oscuridad. Aelira apretó el cuchillo que llevaba en el cinturón, una arma pequeña y prácticamente inútil contra las bestias que decían merodeaban en la región.
De pronto, un escalofrío recorrió su espalda. Al principio, pensó que era su imaginación, pero entonces escuchó pasos. No uno, sino varios, acercándose. Contuvo el aliento y se giró hacia los árboles.
-¡Ahí está! -gritó una voz masculina desde las sombras.
Aelira no esperó para averiguar quién era. Corrió. Sus piernas se movieron con una fuerza que no sabía que tenía, pero los pasos detrás de ella eran más rápidos, más pesados. Tropezó con una raíz y cayó al suelo, raspándose las manos. Cuando miró hacia arriba, un hombre encapuchado se alzaba frente a ella, una espada oscura brillando bajo la luz de la luna.
-Ríndete, niña, y no sufrirás -dijo el hombre, con una sonrisa cruel.
Antes de que pudiera moverse, otro figura emergió de las sombras como un espectro. Un destello oscuro cruzó el aire, y el atacante cayó al suelo, inmóvil.
El nuevo hombre no habló al principio. Su mirada de ojos profundos la atravesó como si pudiera ver su alma. Finalmente, guardó su espada y extendió una mano hacia ella.
-Si quieres seguir viva, levántate -ordenó.
Aelira dudó, pero algo en su tono no admitía discusión. Cuando tomó su mano, un frío extraño recorrió su piel.
-¿Quién eres? -preguntó.
-Alguien que no deberías haber conocido -respondió él, antes de darse la vuelta y desaparecer entre los árboles.