-Sofía -respondió ella, de forma automática, sin pensarlo mucho.
Él sonrió levemente, como si esa respuesta confirmara algo en su mente.
El alcohol comenzaba a hacer efecto en Sofía. Su estómago giraba y su cabeza se sentía ligera, casi flotante. La primera vez que bebía, y ya podía sentir cómo el mundo a su alrededor se desvanecía, mientras los bordes de su consciencia se desdibujaban. En ese estado, se sentía pequeña, vulnerable. Valeria se había ido, había desaparecido en la multitud del club, en los brazos de algún chico que probablemente nunca volvería a ver. Y allí estaba ella, sola con Diego, un hombre que ahora veía como un depredador en su mundo.
Sofía intentó mantenerse erguida, pero su cuerpo parecía no obedecerle. Diego, siempre atento a sus reacciones, se acercó más a ella, ofreciendo su brazo para que ella se aferrara. La sensación de sus dedos cálidos contra su piel la hizo estremecer.
-Vamos, te llevaré a casa -dijo con suavidad, como si fuera algo normal.
Ella, incapaz de negar lo que él ofrecía, asintió lentamente.
Diego la guió hacia el coche. Sofía apenas podía mantenerse en pie, el mareo la embargaba por completo, y sus ojos se cerraban involuntariamente. A medida que se acomodaba en el asiento del auto, la oscuridad la envolvió, y el sueño la venció rápidamente.
Él condujo en silencio, observándola de vez en cuando. La imagen de Sofía durmiendo, con su rostro sereno a pesar del caos interno que Diego sabía que debía haber en su mente, lo hizo sonreír. La chica era una mezcla extraña de fragilidad y fuerza. Una dualidad que despertaba su curiosidad.
Al llegar a su casa, Diego no la despertó. La observó por un instante, con una extraña ternura que no quería admitir. No era su estilo. Pero algo en Sofía lo detenía. La llevó en brazos, como si fuera una muñeca de porcelana, y la dejó en su cama.
Se acostó a su lado, no con la intención de hacerle daño, sino con la necesidad de sentir su cercanía. Algo en ella lo inquietaba, y a pesar de su dureza, no podía dejar de pensar en esa joven tan llena de contradicciones.
Mientras Sofía seguía dormida, Diego se quedó allí, observando cómo el sueño la envolvía. Por un momento, el mundo exterior dejó de importar. Solo existía la quietud de la habitación y la presencia de Sofía a su lado.
La penumbra de la habitación apenas se disipaba cuando el temblor de Sofía la sacudió de su sueño. Con un sobresalto, abrió los ojos y soltó un grito ahogado. Allí, en la penumbra matutina, encontró a Diego a su lado, apenas cubierto por unos boxer. Su cuerpo era una obra de arte: el torso definido, adornado con tatuajes, sus manos musculosas y fuertes, y en la espalda, un imponente león tatuado que parecía cobrar vida bajo la tenue luz.
Sofía, confundida y asustada, sintió cómo el calor de su cuerpo se mezclaba con una inexplicable atracción. Al mirarlo, sus labios se abrieron en un murmullo apenas audible:
-No... no, no... ¿Esto no puede ser verdad? ¿Nos hemos acostado...?
La pregunta, casi llorosa por el miedo, resonó en el silencio de la habitación. Diego, medio dormido, se estremeció al oírla y abrió los ojos lentamente. Una mezcla de arrogancia y depredador instinto brilló en su mirada mientras se incorporaba, dejando que la luz revelara cada línea perfecta de su cuerpo.
-¿Preferirías que nos hubiéramos acostado? -murmuró, acercándose a ella con una cadencia que provocó un jadeo incontrolable en Sofía.
La cercanía de Diego era embriagadora. Mientras se inclinaba un poco más, sus palabras eran tan frías como seductoras:
-Por más que me encantaría sentirte, Sofía, no me aprovecho de una mujer asustada y borracha.
Hizo una pausa, dejando que la crudeza de sus palabras se filtrara en el ambiente, antes de añadir, con tono casi desafiante:
-Pero la oferta sigue en pie.
El depredador en Diego se mostraba sin máscaras; su voz era un eco de poder y desprecio, tan seguro de sí mismo que la vulnerabilidad de Sofía parecía aún más expuesta. Ella, con el corazón latiendo desbocado y la mente inundada de confusión, sentía que cada palabra suya se fundía con el miedo y el deseo. La habitación se volvió testigo de esa dualidad: el implacable depredador y la presa, atrapada en un juego peligroso donde la línea entre el placer y el terror se desdibujaba.
Con voz temblorosa, Sofía apenas pudo articular:
-¿Qué... qué significa esto?
Diego, acercándose más, dejó que el calor de su aliento rozara la mejilla de Sofía, intensificando cada sensación. Su mirada, llena de una mezcla de burla y seducción, la recorrió de arriba abajo.
-Significa que, a veces, las circunstancias te obligan a tomar decisiones impensables -dijo en tono bajo y áspero-. Y que, aunque el miedo te paralice, el deseo puede ser aún más fuerte. No me aprovecho de ti porque no puedo disfrutar de algo que provenga solo del terror. Quiero que sientas cada caricia, cada suspiro, sin que el pánico te lo arrebate.
Las palabras de Diego, tan crudas y directas, hacían que Sofía se debatiera entre la lógica y un impulso incontrolable. Su mente gritaba que debía huir, pero su cuerpo respondía al magnetismo de aquel hombre, al imán de su fuerza y su implacable oferta.
En ese instante, la habitación se volvió el escenario de una decisión que, por muy oscura y arriesgada que fuera, parecía inevitable. El eco de la propuesta de Diego se fundía con el latido acelerado del corazón de Sofía, dejando claro que, aunque la duda la consumiera, algo en ella estaba a punto de ceder a la tentación, marcando el inicio de un camino sin retorno.
Diego se movió con la precisión de un depredador. Cuando Sofía intentó retroceder, su cuerpo fue atrapado por el suyo. No con violencia, sino con una posesión firme, decidida. Sus manos grandes se apoyaron a cada lado de su rostro y, sin previo aviso, sus labios se fundieron con los de ella.
El beso fue profundo, salvaje, abrumador. No había dulzura, no había ternura. Solo deseo, dominio... y fuego. Sofía se quedó sin aire, sin tiempo para pensar, perdida en la intensidad de ese primer contacto. Era un beso que la desarmaba, la rompía por dentro. Jamás había experimentado algo así.
Cuando Diego se separó, la miró con esa sonrisa torcida y oscura que le helaba la sangre... y a la vez le encendía todo el cuerpo.
-¿Este fue también tu primer beso? -preguntó con sorna, observando su rostro confundido, sonrojado y vulnerable.
Sofía apartó la mirada, pero su respiración entrecortada lo decía todo.
Diego se inclinó sobre ella, sin dejarla escapar, sin darle espacio para huir. Sus labios se deslizaron hasta su oído.
-Ya que estás aquí... en mi cama... -susurró con un tono que arañaba por dentro.
Su mano descendió lenta, cruel, acariciando su muslo desnudo, subiendo con una lentitud calculada, provocadora. Cuando sus dedos rozaron su entrepierna, un gemido traicionero escapó de los labios de Sofía. Uno suave, ahogado, involuntario.
-Shh... -dijo Diego, con una media sonrisa depredadora-. No te asustes de lo que siente tu cuerpo.
Sofía cerró los ojos, temblando. Su mente gritaba que se detuviera, pero su cuerpo... su cuerpo reaccionaba como si llevara tiempo esperando esas caricias.
-Estás más cerca de ayudar a tu madre -murmuró Diego, su voz baja y venenosa-. Cada segundo que pases conmigo, Sofía, te acerca a esos millones. Y créeme... hay muchas formas de ganárselos. Algunas... placenteras.
Sus palabras eran como cuchillos de fuego. Sofía sentía que caía por un abismo donde no existía ni el bien ni el mal, solo una niebla espesa de miedo, deseo y desesperación. Diego no era un hombre, era una prueba. Una oscuridad disfrazada de salvación.
Y lo peor de todo... es que él lo sabía.