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Javier había intentado escribirle más veces de las que podía admitir. Abría el chat, escribía algo, lo borraba. Lo volvía a escribir, lo leía, dudaba. Y así se le iba el tiempo entre turnos de patrullaje y silencios cargados de ganas. Quería verla. Quería saber más de esa mujer de mirada honesta y sonrisa espontánea. Pero no se atrevía.
Ella sí.
Una tarde, mientras organizaba su uniforme recién lavado, le llegó un mensaje que lo descolocó y lo emocionó a partes iguales:
"¿Te animas a caminar conmigo por la costa esta tarde? Nada formal. Solo tú, yo y un rato de brisa."
No se lo esperaba. Sonrió como si alguien le hubiese abierto una ventana justo cuando le faltaba el aire. Se cambió la ropa con prisa, eligiendo una camisa liviana y un pantalón claro. Guardó el teléfono, todavía sin contestar, y salió rumbo al centro comercial.
Marina lo esperaba cerca del automercado, justo en el estacionamiento del centro comercial. Ese no era el tipo de lugar en el que Javier esperaba encontrarse con ella. Pero, a medida que se acercaba, comprendió que cualquier lugar sería perfecto si significaba pasar más tiempo a su lado.
La luz de la tarde caía con suavidad sobre el lugar, pintando las paredes del centro comercial con tonos cálidos. La brisa no era tan fuerte como en la costa, pero seguía cargada de la misma esencia salina. Frente al automercado, Marina se encontraba de pie, apoyada contra el borde de una pared, mirando distraídamente el paso de los autos.
Cuando la vio, Javier se detuvo por un instante. Ella vestía una camiseta sin mangas, de un tono claro, y pantalones cortos que dejaban ver sus piernas bronceadas. El cabello lo llevaba recogido en una coleta alta, y su sonrisa, al verlo acercarse, era más brillante que el sol que se deslizaba por el horizonte.
-Hola, agente -dijo ella, con una sonrisa divertida, pero sincera-. ¿Nos vamos?
-Claro -respondió él, con un dejo de nerviosismo que no pudo ocultar.
Se saludaron rápidamente, pero no fue el típico saludo cordial. Había algo en el aire, una conexión que los dos sentían sin necesidad de palabras.
Empezaron a caminar a lo largo de la calle que rodeaba el centro comercial. La gente pasaba a su alrededor, algunas familias saliendo de la tienda, otros caminando sin rumbo fijo. La calidez de la tarde se reflejaba en los cristales de los autos estacionados, y el sonido de la ciudad -lejos del ritmo tranquilo del mar- estaba presente: el murmullo de las voces, el sonido lejano de una radio, el ruido constante de motores.
Marina caminaba al lado de Javier, pero sus pasos no eran apresurados. Era un caminar tranquilo, casi relajado, como si no tuvieran prisa por llegar a ningún lado.
-¿Cómo has estado? -preguntó ella, rompiendo el silencio que se había instalado entre ellos.
-Bien -respondió Javier, aunque por dentro sentía que todo estaba ocurriendo de una forma distinta a lo que había planeado. De alguna manera, todo parecía más natural.
-Qué bueno -dijo ella, sonriendo mientras miraba a su alrededor-. Yo he estado ocupada. Entre el trabajo y algunas cosas personales, no he tenido mucho tiempo para disfrutar de estos paseos.
Javier no podía dejar de mirarla, de admirar la forma en que se movía, como si nada ni nadie pudiera alterar su paz. En ese instante, le pareció que el mundo giraba alrededor de ellos dos, aunque el bullicio de la ciudad no desapareciera.
De repente, Marina dio un paso más largo y se adelantó un poco, mientras Javier la observaba. Ella lo miró de reojo y, al llegar a una intersección, se giró rápidamente, quedándose de espaldas a él. Javier notó cómo su figura se marcaba en el aire, cómo se estiraba ligeramente, como si se estuviera entregando al momento. No pudo evitar mirarla, disfrutar de su silueta recortada contra la luz del atardecer.
Marina, con una sonrisa pícara, giró su rostro hacia él, dejando que sus ojos se cruzaran en una mirada que, por un momento, parecía cargada de promesas no dichas. Luego, como si no hubiera hecho nada fuera de lo común, retomó su caminar, pero esta vez con un paso más suave, más marcado.
Javier tragó saliva, la tensión entre ellos creciendo sin que ninguno de los dos la mencionara. El aire seguía cargado de electricidad. No podían seguir caminando así para siempre, pensó él. Algo tenía que pasar. No sabía si era el momento, pero no podía evitar desearlo.
Al llegar a un pequeño parque cercano, se sentaron en un banco de madera, justo en un rincón tranquilo. El sol ya comenzaba a ponerse, y el cielo se teñía de tonos rojizos. Las luces del centro comercial empezaban a prenderse, pero el ambiente seguía siendo tranquilo, con poca gente paseando por ahí.
-Este es mi lugar favorito de la ciudad -dijo Marina, mirando al horizonte-. A veces me vengo aquí solo para pensar.
-¿Qué es lo que te hace pensar? -preguntó Javier, intrigado.
Marina suspiró y lo miró, esta vez con los ojos más suaves, como si estuviera buscando una respuesta que no pudiera poner en palabras.
-La vida en general. Las pequeñas cosas. La gente. A veces siento que todo pasa tan rápido, que no nos damos tiempo para disfrutar lo que realmente importa. Como este momento, por ejemplo. -Hizo una pausa y lo miró directamente a los ojos-. La vida no tiene que ser tan complicada.
Javier asintió, sin palabras. Era una conversación sencilla, pero con un peso que sentía en el fondo de su pecho. Después de todo, ellos se habían cruzado en un momento que parecía sacado de una película, un instante en el que todo cobraba sentido de repente.
El silencio entre ellos ya no era incómodo. Era más bien natural, lleno de una expectación que se respiraba con cada paso, con cada mirada.
Marina rompió el silencio, esta vez con una pregunta que lo hizo sonrojar ligeramente.
-¿Te gustaría vernos otra vez?
La pregunta estaba ahí, flotando en el aire entre ellos. Javier no dudó. Asintió, con una sonrisa más genuina que nunca.
-Claro. Me encantaría.
Ella se quedó observándolo un momento más, como si midiera la sinceridad de esa respuesta. Luego bajó un poco la voz, sin perder la calma.
-Yo tampoco tengo a nadie -dijo, mirando al suelo un segundo antes de volver a alzar la vista-. Soy solitaria... Podemos vernos de nuevo. Al menos nos acompañamos.
Javier la miró con una mezcla de ternura y admiración. No sabía bien qué le había conmovido más: su honestidad, su belleza sencilla, o esa forma tan natural en que ella lo estaba dejando entrar en su mundo.
Y así, mientras la tarde terminaba de teñirse de azul y naranja, no hubo promesas ni declaraciones grandilocuentes. Solo una certeza compartida entre ambos: el deseo de caminar juntos, aunque fuera solo un tramo del camino.