Capítulo 2 ACUERDOS

Regina era la hija del infortunio. La única heredera de un trono sostenido por hilos podridos, cuyo padre, el rey Riccon, había convertido en ruinas lo que alguna vez fue un reino próspero. Las arcas vacías eran el reflejo de años de excesos, de apuestas perdidas y malas alianzas, y sobre todo, de una corona que no merecía portar. Su nombre no inspiraba respeto, sino desprecio. Aún los niños de las aldeas lo escupían en juegos de burla. Y el recuerdo de su primogénito, el príncipe que todos amaban, era ahora una cicatriz abierta, su muerte manchada con el sello de la cobardía de Riccon.

Regina apenas tenía cinco años cuando todo ocurrió. Y desde entonces, supo que estaba sola ya que su hermano era el único que la visitaba en el convento.

Ahora, a sus veintiún años, se encontraba atrapada en una nueva jaula: el matrimonio. No por amor, ni por alianza honorable. Su mano era la moneda de cambio en un acuerdo desesperado con un rey peor aún que Riccon. Un pirata coronado. Un hombre conocido por invadir tierras por puro placer, que se deleitaba en el saqueo y la sangre, y que ahora buscaba algo más: poder duradero, legitimidad, dominio sobre una zona estratégica que le abriría paso a nuevos reinos.

El nombre de ese hombre era Rey Kael, el Sanguinario. Y Regina, silenciosa y resignada, era el precio.

La reina regente, madrastra de Regina, observaba todo desde su trono decorado con falsas joyas. No era una mujer cruel, ni fría. Amaba el lujo, sí, pero no era ajena al sufrimiento. Y aunque jamás había logrado entablar una conversación real con su hijastra, sentía por ella una profunda pena. Sabía, más que nadie, lo que significaba casarse con un hombre sin alma. Lo había vivido. Lo vivía aún. A pesar del nudo que le apretaba la garganta, había sido ella quien propuso la unión.

Lo hizo por supervivencia. Por temor a una guerra que el reino no resistiría. Por la corona que aún conservaba. Por todo lo que temía perder.

Regina estaba sentada a un costado del gran salón, vestida de los pies a la cabeza en telas oscuras y pesadas, aunque era pleno verano en el Sur. Cubierta por completo, como era costumbre en las mujeres criadas en el convento al que fue enviada tras la muerte de su madre. Su cabello jamás se había mostrado en público. Sus ojos eran lo único visible, y aun así, no transmitían emoción alguna. No hablaba. No opinaba. Apenas asentía con delicadeza cuando se le dirigían palabras. Su voz, cuando se dejaba oír, era suave, medida, como si hablara en un templo, y nunca más de lo necesario.

El rey Riccon había dejado claro que no deseaba su intervención. No en las negociaciones. No en el futuro. Ella debía ser una figura decorativa. Un florero más en una habitación sin alma.

Mientras los emisarios del rey Kael discutían las cláusulas del matrimonio, y el perdón de las deudas que venía atado al mismo, Regina permanecía impasible. Inmóvil. Pero su mente, esa que nadie en la corte se había molestado en conocer, trabajaba con una precisión fría. Ella entendía perfectamente lo que estaba ocurriendo.

Y en el fondo de su silencio, comenzaba a gestarse algo que nadie veía venir: una decisión.

Porque Regina no era una flor.

Era una semilla bajo tierra.

Y el día de la boda... sería también el día en que comenzaría a crecer.

Era la figura perfecta de una doncella sumisa, piadosa, intocable. Y Regina lo sabía. Sabía cómo se la veía: delicada, pura, callada... inofensiva. Y también sabía que esa imagen era su mejor escudo. Porque debajo de esas capas de tela pesada, bajo ese velo que cubría su cabello, y detrás de ese silencio obediente, se escondía una mente que nunca había dejado de observar, analizar, planear.

La pregunta palpitaba con fuerza dentro de ella, como un tambor en lo profundo de su pecho: ¿Podría tener una vida tranquila junto a un hombre como Kael?

Había oído las historias. Todos las habían oído. Hombres empalados, ciudades arrasadas, estandartes negros ondeando sobre murallas conquistadas. Pero entre esos relatos, también se colaban susurros más personales: que el rey Kael no se quedaba en su castillo más de un puñado de noches al año, que prefería la guerra a la corte, que no buscaba amor, ni compañía, sino poder, dominio, expansión.

¿Y si después de consumar el matrimonio, se marchaba? ¿Y si la dejaba sola en un castillo extraño, con una corona vacía y un nombre unido al suyo por pura estrategia?

La idea, en lugar de asustarla del todo, le ofrecía una ventana. Libertad entre barrotes dorados. Porque si él se iba... ella se quedaba. Y quizás, solo quizás, podría construir algo con eso.

A veces, entre palabra y palabra de la negociación, sentía la mirada del emisario sobre ella. Discreta, atenta. Jamás se dirigió a ella directamente, como si fuera un jarrón de porcelana al que se le teme romper con solo mirarlo. Educado, pensó. Frío, pero educado.

No eran los bárbaros que había imaginado. Todos los hombres del rey Kael iban vestidos con túnicas bordadas, botas limpias, y hablaban con una elocuencia refinada, como nobles de una corte de cuentos. Ninguno levantaba la voz. Cada argumento era una jugada hábilmente pensada. Ni Riccon, en sus mejores días, habría tenido tanta presencia.

Hablaron de ella como si no estuviera. Como si fuera una moneda, un título, un adorno más del reino. Pero no le molestó. Estaba acostumbrada. Su vida entera había sido eso: invisibilidad con bordes dorados. Lo que sí le molestaba era la certeza de que estaba pasando de una jaula a otra. El convento, el palacio, el matrimonio... cada uno con barrotes distintos, pero todos igual de fríos.

Sin embargo, si su destino era estar al lado de un rey de guerra, tal vez podía encontrar en ello un resquicio. Tal vez podía jugar con las reglas de otros, pero con su propio tablero.

¨Quiero conocerlo¨, pensó. ¨Quiero verlo. Medirlo. Entender qué tipo de hombre es. Y si puedo, jugar la partida¨.

Ella no era una pieza. Era una jugadora. Y si la dejaban moverse, su reina interior sabría cómo cruzar el tablero entero.

Solo necesitaba ver al rey.

Y hacer la primera jugada.

-Si eso es todo, debo partir para informar a mi rey. Si él está de acuerdo, vendrá en un par de semanas. Se encuentra hospedado cerca de aquí, listo para ver cómo proceder -dijo el emisario, con esa voz grave, medida y sin titubeos que ya le era familiar al salón.

El rey Riccon tragó saliva con dificultad, intentando mantener el porte regio. Pero su rostro lo traicionó: la sangre abandonó sus mejillas, y una mueca torcida de espanto lo delató. Hasta ese instante, había estado jugando al monarca seguro, gesticulando con arrogancia, creyéndose en control... porque pensaba que el temido Kael estaba a cientos de leguas, ocupado en alguna batalla lejana. Pero no. Estaba a las puertas. Con su ejército. Esperando.

El miedo se instaló en su pecho como una plaga. Su mente, acostumbrada al caos, comenzó a divagar en escenarios sombríos. ¿Y si todo era una farsa? ¿Y si Kael no venía por matrimonio, sino por conquista? ¿Y si esa boda no era más que un pretexto para masacrarlo en su propia mesa?

El vino se le atragantó. Cuando el emisario se marchó, Riccon se desplomó en su trono como si le hubieran arrebatado la fuerza con un solo soplo.

Temblaba.

Y Regina lo vio. Lo vio como quien observa a una bestia vencida, sin ya una pizca de respeto. Se acercó unos pasos, serena, como quien entra en un templo.

-Padre, tranquilo. No vayas a desplegar soldados por temor -dijo, con esa voz suave, pausada, que no alzaba el volumen, pero sí el peso.

Sabía lo que ese hombre era capaz de hacer cuando el miedo lo dominaba. Ya lo había hecho una vez. Lo había hecho con su propio hijo.

El rey la miró con ojos desorbitados. Su temblor cesó un segundo, solo para estallar en furia.

-¡¿QUÉ DICES?! -bramó, poniéndose de pie con tal violencia que su copa de cobre salió volando y rodó por el mármol-. ¡¿CÓMO TE ATREVES A DARME ÓRDENES?! ¡MOCOSA INSOLENTE!

Pero Regina no se inmutó. Se levantó con una calma inquebrantable. Lo miró con esa expresión que no pedía perdón ni buscaba permiso. Luego se giró y caminó hacia la salida, su silueta envuelta en telas oscuras, tan majestuosa como una reina que aún no ha sido coronada.

La reina consorte mantuvo la cabeza baja, en absoluto silencio. Sabía que cualquier palabra, cualquier movimiento, podía convertirla en blanco. Había aprendido a desaparecer, a volverse parte del mobiliario. Pero, en su fuero interno, suspiró de alivio. Con el trato sellado, se aseguraba cierta estabilidad. Paz. Aunque fuera frágil y momentánea.

La princesa se marchaba.

Y aunque todos pensaban que solo era una pieza más en el tablero, la única que sabía la verdad era ella misma. Regina no solo estaba preparada. Estaba jugando.

            
            

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