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Los días pasaron.
El rey estaba cada vez más nervioso al no saber siquiera en dónde estaba acampando el Kael. La reina consorte se había mantenido tan lejos como le fue posible para evitar confrontación con el cobarde de su marido, mientras tanto, Regina seguía encerrada en su habitación, según para todos. Pero la realidad es que Regina había salido del reino vestida como una sirvienta más al exterior, necesitaba distraerse, y su gente más cercana, siempre la ayudaban a escapar cuando ella tenía ganas de hacerlo. Ese día, se había hecho pasar por una cortesana más, y realmente se había entretenido, hasta que llegó Willis, uno de los socios de su padre y no quería ser reconocida, por ese motivo, sin querer llamar la atención, se marchó antes de que pudiera recaudar más dinero para La Casa de Té que tanto la había acogido en sus momentos de soledad. Se fue a la parte trasera y se dirigió a la oficina de Madame Florinsh, la matriarca y dueña del lugar. La mujer, quien a pesar de su avanzada edad, aún conservaba los delicados rasgos que había tenido en su juventud: sus ojos miel, a esta edad, estaban marcados por la vida que había tenido, era dura y calculadora. Cuidaba a sus chicas tanto como le dieran ganancias, aunque no era tan cruel como su mirada podía hacer creer. Estaba vestida acorde a su edad, con un maquillaje ocultando las líneas de expresión marcadas por los años. Su mano huesuda y delgada se volvían por las cuentas sacando números. Regina se sentó al frente de ella, a la espera de que la mujer terminara de hacer sus matemáticas, sabía que a la anciana le molestaba muchísimo que la interrumpieran.
-Así que te casas -le dijo al fin, una severa afirmación.
-Veo que ya le llegaron las noticias -respondió Regina, mirando su propia mano con las uñas recién pintadas de rojo por una de las cortesanas... Debía sacarse esa pintura antes de ir al castillo, no podía presentarse con ese color chillón en la corte-. Se supone que en unos días el novio se presentará en el castillo.
-Lo sé, y debo decirte que realmente desconozco quién es ese hombre -le informó la anciana, mientras se recostaba en su asiento y la miraba fijamente. Se incorporó un poco hacia adelante para agarrar un cigarrillo y se lo prendió con tranquilidad-. El antiguo rey de ese reino lejano era un paranoico. Estaba tan infectado y enfermo de poder, que le tenía miedo a sus propios hombres, que quisieran matarlo para obtener lo que él había logrado. Así que un día, de repente, aparecieron tres reyes: uno real y dos sustitutos. ¿Quién aparecerá en la boda? Nadie sabe. Sí se sabe que si hay guerra, siempre es el real el que lidera, el de sangre azul. Jamás dejaría que un falso se lleve la victoria.
Regina la miró sorprendida. Se sabía que La Casa de Té era un epicentro para la información, todo lo que ocurría por ahí, todo lo que se quería ocultar, realmente no quedaba tan oculto: las mujeres cortesanas siempre se enteraban de todo y todos. Pero realmente esa información era nueva para Regina, hubiera imaginado cualquier cosa, menos eso.
-Por ende, podría estar casándome con cualquiera -susurró, aceptando el cigarrillo que la anciana le ofrecía.
-¿Le temes al futuro?
-Le temo más a seguir encerrada como una mujer sumisa -le dijo, exhalando el humo que había inhalado.
Madame Florinsh soltó una risa seca, entre dientes, mientras exhalaba una voluta de humo que serpenteó entre ambas.
-Entonces, querida mía, ya eres más libre que muchas reinas coronadas. Porque sabes lo que temes, y sabes que no vas a dejarte encerrar sin pelear -dijo, con un dejo de admiración en la voz áspera que arrastraba los años.
Regina no respondió. Observaba cómo el humo del cigarrillo se disolvía en el aire, como si pudiera desaparecer así también la incertidumbre. Sus labios aún conservaban un poco del rojo brillante que la delataba como cortesana, no como princesa. Ese lugar era el único sitio donde podía ser ella, sin el peso del apellido, del trono ni de las expectativas.
-Te casen con quien te casen -continuó Madame Florinsh, apagando el cigarro contra un cuenco de piedra-, no olvides esto: ningún rey, por cruel o sabio que sea, puede contra una mujer que conoce su poder. Tú ya no eres una niña. Eres una jugadora. Y las jugadoras... saben cuándo moverse. Y cuándo esperar.
Regina asintió. No porque creyera tener el control, sino porque sabía que aprender a tenerlo sería su única vía de escape. La corona que le esperaba no estaba hecha de oro. Era de hierro... y fuego.
Se despidió de la anciana con un beso en la mejilla y salió por la misma puerta por donde había llegado, ya sin los colores en las uñas, sin la pintura en los labios, con el velo oscuro cubriéndole el rostro. Volvía a ser la princesa invisible. La sombra del reino.
Y mientras caminaba hacia los límites del castillo, no dejaba de pensar: ¿Quién será el hombre al que tendré que llamar esposo? ¿Y si lo elijo... como aliado? ¿O como rival? Porque ahora lo sabía: no todos los reyes eran reales. Y en esa boda, no sólo se casaría una doncella... también se movería la primera pieza de su verdadero juego.
***
Al llegar al reino, se escabullo entre el personal y se metió por un pasadillo secreto a su habitación. Su dama de compañía se encontraba sentada esperándola, se veía altamente ansiosa.
-Hace un hora el rey pidió por su presencia en la Sala de los Menesteres... -le informó, levantándose de golpe del asiento.
Regina se quitó el velo y lo arrojó sobre su cama con un suspiro. Su corazón aún latía con fuerza por la carrera silenciosa a través de los túneles ocultos del castillo. Miró a su dama de compañía, que parecía al borde del colapso.
-¿Una hora, dices? -preguntó con tono tranquilo, aunque ya se imaginaba lo que eso significaba.
-Sí, alteza. Estaba furioso. Lanzó un jarrón al suelo cuando le dije que no sabía dónde estabas -respondió la joven, bajando la voz-. El consejero real trató de calmarlo, pero creo que alguien sospecha que saliste.
Regina se acercó a su tocador y comenzó a retirarse los pendientes que una de las cortesanas le había prestado. Se observó en el espejo: su piel aún olía a perfume de jazmín, y el leve tono rosado en sus mejillas no era por vergüenza, sino por la emoción de haber escapado, una vez más, de esa jaula dorada.
-¿Sabes si sigue ahí? -preguntó sin apartar la vista de su reflejo.
-No. Dicen que se retiró a sus aposentos, refunfuñando. Pero dejó dicho que no tolerará más desplantes suyos.
Regina soltó una risa baja, seca.
-¿Desplantes? Llevo toda una vida siendo su prisionera silenciosa. Que me busque en la Sala de los Menesteres si quiere algo. Yo ya no correré tras él como una hija obediente.
La dama de compañía la miró con los ojos muy abiertos, entre el miedo y la admiración.
-¿Y si el rey Kael llega mientras él aún está furioso? -susurró.
Regina se volvió lentamente hacia ella, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
-Entonces será interesante ver quién ruge más fuerte... el león enfermo o el que aún tiene hambre.
Se dirigió al perchero, sacó un vestido más formal, de tela pesada y cuello alto, y empezó a cambiarse.
-Ve y haz correr la voz de que estoy lista para presentarme ante el rey -ordenó-. Que se entere que ya no tiene a una niña en este juego... sino a una mujer con sus propias reglas.
La dama asintió y salió corriendo.
Regina, alisando las mangas del vestido, levantó el mentón. Se preparaba para una nueva jugada. Y esta vez, no pensaba ceder el tablero. El eco de los pasos de su dama desapareció por el corredor, dejando a Regina sola con su reflejo. Se contempló una última vez. Sus ojos, aunque oscuros y profundos como un pozo sin fondo, brillaban con determinación. En su rostro no había rastro de temor, solo el leve peso de una decisión tomada.
Tomó un anillo con una piedra opaca que Madame Florinsh le había regalado tiempo atrás. Era sencillo, pero tenía un grabado en su interior: "Nada es lo que parece". Se lo deslizó al dedo índice como un recordatorio. El juego estaba en marcha.