Abuzador
img img Abuzador img Capítulo 3 Su cara buena
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Capítulo 6 Por favor, solo vive img
Capítulo 7 Él lo siente img
Capítulo 8 El primer paso hacia fuera img
Capítulo 9 Me miras... como si fuera otra img
Capítulo 10 Él lo siente img
Capítulo 11 El primer golpe img
Capítulo 12 Silencio img
Capítulo 13 Es que soy un hombre en la flor de la vida img
Capítulo 14 Ni lo sueñes img
Capítulo 15 Odiarse a una misma img
Capítulo 16 El primer paso img
Capítulo 17 La última oportunidad img
Capítulo 18 Ventana al miedo img
Capítulo 19 Él es otro img
Capítulo 20 Una grieta delgada img
Capítulo 21 Mis costillas abrazaron mis pulmones img
Capítulo 22 Porque todo tiene consecuencias img
Capítulo 23 Odio la compasión, me humilla img
Capítulo 24 El amor es dolor img
Capítulo 25 Un intento fallido de tener una familia img
Capítulo 26 Lo peor de todo: la culpa img
Capítulo 27 Él elige a sus amigos img
Capítulo 28 Nunca estuve sola img
Capítulo 29 Esto no es sobre el amor img
Capítulo 30 Él nunca me escuchó img
Capítulo 31 No soy un error. Estoy viva. Existo img
Capítulo 32 Un colgante con esperanza img
Capítulo 33 Una persona vitamina img
Capítulo 34 Solo dolor espeso img
Capítulo 35 Atravesarlo img
Capítulo 36 Él pudo haber tenido ese amor incondicional img
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Capítulo 3 Su cara buena

Después de ese silencio que duró casi una semana, él cambió. O fingió. No lo sé.

Trajo bollos tibios de esa panadería de la esquina. Olían a infancia. Dijo que simplemente pasaba por allí y pensó en mí. "Te gustan con canela, ¿verdad?", lo dijo tan suavemente que me dio vergüenza de todos mis pensamientos. De mis sospechas. De mi resentimiento.

Luego, nos sentamos en el balcón. Me tomaba de la mano, y yo miraba sus dedos pensando: ¿de verdad está pasando esto? Hablaba en voz baja, como si temiera espantar la calma:

- De niño le tenía miedo a la oscuridad. Me dolía el estómago del miedo. Sentía que si cerraba los ojos, alguien vendría a llevarme. Me escondía bajo las cobijas y esperaba el amanecer...

Asentí. Él siguió:

- Y mi madre... no le gustaban esas cosas. "Eres un hombre", decía. "Deja de lloriquear. Ve a hacer tus deberes". Y si sacaba malas notas, simplemente... dejaba de hablarme. Por días. Silencio total. Era peor que un castigo.

Lo escuchaba y algo dentro de mí se revolvía. No era el Vlad que hiere. Era un niño. Pequeño. Con los ojos enormes. Quería abrazarlo. Perdonarlo todo.

Asentía, lo escuchaba, me recostaba en su hombro. Y dentro de mí todo se derrumbaba otra vez - pero en otra dirección. Sentía culpa. ¿Cómo pude pensar mal de él? Ahora se veía tan... real. Tan humano.

Pero de pronto - un recuerdo. Un destello. Yo, de pequeña, de pie en la cocina, descalza, sucia, con el labio partido. La abuela gritando:

- ¿Quién te dio permiso de comer ese chocolate? ¡No era para ti, era para Kolya!

Kolya estaba al fondo, golpeando el respaldo del sofá con el puño, aullando como una sirena. Noté de nuevo que solo actuaba así con sus hermanas y con la abuela. Conmigo era distinto... ¿Fingía? Aunque fingir ser esquizofrénico no parece muy rentable, salvo si quieres que te den dulces por lástima.

No sabía qué decir. Solo quería probar. Solo un pedacito, como cualquier niño. A Kolya le compraban chocolates, caramelos, helados. Todo se le permitía. A mí... solo me quedaba mirar cómo se atiborraba hasta vomitar. Y el ciclo se repetía.

Lo miraba, a él y a sus montones de golosinas, sin entender: ¿acaso los adultos no ven que le hace daño? A veces no se levantaba de la cama por días. Vomitaba bilis negra. Mi vecina decía que era porque él era pura maldad, pero en confianza - añadía, - que eso era la hiel saliendo. Que debería ir a la iglesia, suspiraba la abuela Nyura.

Y yo veía la conexión. Después de cinco o diez chocolates en una hora, se descomponía. Vomitaba con violencia.

Entonces me preguntaba: ¿por qué siguen trayéndole bolsas de chocolate, como si fuera una ofrenda a un ídolo? Había muchos parientes - y todos creían que debían regalarle montones de dulces. No todos los días, pero con frecuencia.

A mí también me daban algo, a veces. Pero la abuela lo quitaba enseguida. Decía que Kolya lo necesitaba más. Que era especial, enfermo. Y yo - ordinaria. En ese "ordinaria" me ahogaba como en un charco sucio: invisible, insignificante, sobrante. Kolya, a veces, me daba un caramelo mordido - como si fuera un acto de generosidad. Y yo lo tomaba. Porque no había otra cosa. Porque era la única migaja de atención que me permitían.

La abuela creía que yo no lo merecía. Y no había forma de merecerlo. La esquizofrenia era el boleto al mundo de lo dulce. Si no tienes diagnóstico - cállate. Solía bromear conmigo misma que tal vez debería fingir locura para ganar al menos un chocolate.

Y luego... empezaron los milagros. Personas llegaron a mi vida como por orden divina. Taísia Ivánovna, la subdirectora, me eligió - una niña sin rumbo- entre todos los niños. Me invitaba a tomar té, me traía bocadillos, me defendía del desprecio. Luego vinieron los talleres: danza, bordado, coro. Clases donde los adultos, por primera vez, me trataban con bondad. Con respeto. No fue casualidad que me inscribieran allí - alguien puso su alma. Sentía que le importaba a alguien.

Ellos fueron mis primeros vínculos reales. Mis adultos, los que me querían sin condición. Yo no entendía por qué. No era agradecida. Huía, hacía escándalos, era grosera. Una salvaje que mordía la mano que la ayudaba. Pero no se rendían.

Tardé en creer. Pensaba: se irán. Como papá. Él me amó - hasta que nació mi hermano. Hasta los cinco años. Luego... desapareció. Dio su alma a otro hijo. Y entendí: su amor no era verdadero. Apareció alguien "mejor" - y yo fui descartada. Por eso, cuando la abuela volvía a gritarme por intentar comer chocolate, dentro de mí se repetía el mantra: "No lo mereces. Nunca lo mereces. Aunque lo intentes. Aunque seas buena."

No era mala. Pero me convencieron de que sobraba. Y eso duele más que ser mala.

- ¡Otra vez como una cucaracha, metiéndote donde no debes! - gritaba la abuela. Yo temblaba, escondía las manos. El labio palpitaba de dolor. Migas y gotas de sangre en el suelo. Y en el vientre - vacío. No de hambre. De vergüenza.

Otro flash. Otro rostro. Mi tío. Sus dedos en mis costillas. Presionando. Lento. Con deleite. Como si midiera cuánto aguantaría. No gritaba. No podía respirar. Ardía el pecho. La visión se nublaba. Él miraba y susurraba:

- Eres un error de la naturaleza. Nunca debiste nacer.

Recuerdo cómo me inmovilizaba en el suelo, susurrando horrores. Cómo fingía ducharse, cerrando con llave, esperando a que la abuela saliera. Cómo me acechaba. Un depredador. Su mirada - inhumana. Depredadora. Con una alegría fría, animal.

Y de nuevo la escena del maldito chocolate. Yo comiendo algo prohibido. El tío golpeando el respaldo del sofá con ritmo. Como un reloj.

Solo se comportaba así con la familia. Fuera de ella parecía "normal". Si eso existe...

Y ahora Vlad. Su mano sobre la mía. Su voz suave:

- Sabes, tuviste suerte de conocerme - empezó con dulzura. - Otro ya te habría dejado. Pero yo vi lo que nadie vio. Tan frágil, tan delicada, con esa alma de porcelana. Te aferras a la bondad porque te faltó. ¿Quién, sino yo, podría entender eso? Fui tu salvación. Sin mí... tú sabes, no lo lograrías. Te habrías derrumbado. Necesitas apoyo. Y yo lo soy. Acéptalo. ¿No ves la suerte que tienes? Lo sientes. Admítelo.

Y yo sonrío. Asiento. Y dentro de mí despierta aquella niña. La que se esforzaba por agradar. Que asentía para evitar los golpes. Que agradecía a todos los dioses cuando al tío le iba mal, cuando lo tumbaba la enfermedad y no podía alzar el brazo. Cuando no temblaba en el sótano o en la escalera, esperando que la abuela volviera. Entonces podía estar en casa. Entonces había silencio. Seguridad. Por un tiempo.

Y fue en ese tiempo que empecé a notar coincidencias. Si de niña, entre lágrimas, suplicaba mentalmente que el tío desapareciera, él de pronto se enfermaba. Se retorcía. Lo hospitalizaban. Y yo sabía: no era casual. Era exacto. Alguien me escuchaba. Alguien me vengaba.

Al principio pensé que era el chocolate. ¡Era imposible comer tanto y no morir! Milagro que sobrevivía.

Pero luego pasaba sin dulce. Aunque lo cuidaban, aunque seguía dieta, igual caía. Y yo lo sabía - era por mí. No podía explicarlo, pero era así. Había una Fuerza. Algo o alguien de mi lado.

Kolya lo notó. Me miraba desfigurado, murmurando que era pura maldad. Que detrás de mí había una sombra. Que lo atacaba. Gritaba, golpeaba las paredes, decía que yo era bruja. ¿Y la abuela? Solo decía: "Está enfermo. No le hagas caso." Pero yo sabía. No era locura. Era algo más. Algo que me protegía. Un ángel guardián. Tal vez el mismo que venía en mis sueños y me hablaba del futuro.

Y ahora Vlad me sostenía la mano. Y esa ilusión familiar de calor se deslizaba en mi cuerpo. Algo se contraía y soltaba dentro de mí, como si volviera a ser niña. Sentía que con él todo estaría bien. Que su dureza era fuerza. Su frialdad, protección. Su control, cuidado. Su violencia, amor. Y yo - agradecida porque hoy no gritaba. No estaba enojado. Estaba allí. Y no daba miedo. Aún no.

A veces pensaba que en esos momentos podía creer en la ilusión. Olvidarlo todo - sus gritos, humillaciones, golpes. Porque ahora solo sostenía mi mano. Y si cerraba los ojos, podía imaginar que me amaba. Que le importaba. Que yo - importaba.

Pero luego, en la cocina, ocurrió algo extraño... La radio se encendió sola. Decía: "No tienes que ser conveniente. Tienes derecho a ser tú."

Me quedé inmóvil. Como si una descarga me recorriera. Las palabras se clavaron como agujas. Me despertaban. Rompían el hechizo. Pero lo que más me impactó no fue la frase - fue cómo apareció. Como si alguien la hubiera puesto ahí para mí. Como si alguien viera. Oyera mis pensamientos. Era una señal. Clara. Precisa. Calculada.

Sentí cómo todo dentro se detenía. Era esa sincronicidad de la que hablaba Jung. Una señal. Como si el mundo me hablara. Tal vez ya lo había vivido. ¿Déjà vu? Sabía que esas palabras sonarían. Que así las escucharía. Y algo despertó. Supe: me guían. No me dejaron. No me olvidaron.

Entonces Vlad entró - y apagó la radio.

- ¿Por qué escuchas eso? Tonterías. Te hace daño. Es cosa de sectas...

Y asentí. Dije: "Tienes razón". Aunque por dentro todo temblaba. Como si algo invisible y vivo dijera: "No estés de acuerdo. Es mentira". Y la niña en mí lloraba. Y por primera vez - no de miedo, sino de reconocimiento. Del dolor de que la verdad, la verdadera, por fin rompiera la pared - y susurrara: "Tienes derecho a ser tú. Mereces más."

            
            

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