El peso de aquella verdad la hizo sentir mareada.
No tenía elección.
No tenía escapatoria.
Katherine subió al vehículo con pasos lentos, casi como si cada uno pesara una tonelada. El metal frío de la puerta contra su mano le pareció un augurio: nada en ese día tenía calidez. Se sentó en el asiento trasero sin mirar al conductor. No lo conocía, y francamente, no le importaba. Sólo era otro engranaje más en la maquinaria que la arrastraba hacia un destino que nunca eligió.
El motor rugió y el mundo comenzó a moverse, pero Katherine sentía que ella se quedaba atrás. Allá, en otro lugar -en otro tiempo, quizás- había una joven que soñaba con flores, con una canción suave de fondo y con un vestido blanco. Con la risa de su madre peinándola, con su hermana llorando de emoción, con algún amigo tomando fotos torpes. Todo eso era humo ahora. Una ilusión estúpida.
Iba a casarse. Sí. Pero no con amor. No con alegría. No con futuro.
El auto avanzaba por calles que no conocía, y a través de la ventana vio pasar la ciudad como si estuviera en una película ajena. Aquellas personas en las aceras, comiendo helado, riendo, cargando bolsas de compras... ¿sabían acaso lo afortunados que eran? Katherine sintió una punzada amarga. No había familia esperándola en el registro civil. No había flores. No había nadie. Solo ella, sola, arrastrada por una decisión que no tomó, firmando su vida como se firma una sentencia.
Se llevó una mano al vientre por instinto. No por embarazo, no. Por vacío. Por miedo. Por desesperación. En su garganta subía una emoción densa, pero no podía llorar. Ni siquiera eso le quedaba.
Recordó la noche en Rusia: las voces discutiendo, las amenazas veladas, la forma en que su libertad se evaporó sin que pudiera gritar. A veces, ni siquiera era necesario un grito para encerrar a alguien. Bastaban unas palabras bien colocadas, un apellido poderoso, una firma. Y ahora ella era parte de ese juego.
El vestido que llevaba no era blanco ni bonito. Era gris. Gris como el cielo de esa mañana. Gris como su ánimo. Lo había sacado de una maleta vieja, lo primero que encontró. Nadie pensó en vestirla. Nadie le ofreció maquillaje, ni un peinado, ni una caricia.
No sabía si era la rabia o la tristeza lo que dolía más.
Mientras el vehículo se acercaba al edificio del registro civil, Katherine cerró los ojos. Se obligó a respirar hondo, a fingir que era fuerte. Pero dentro de ella algo se rompía. Cada kilómetro la alejaba de sí misma, de quien había sido, de quien quería ser. Y en medio de ese caos -un caos que no había pedido, que no entendía del todo- sólo quedaba el silencio.
Silencio, y un futuro sellado sin promesas. Entonces había llegado.
Aaron la esperaba en la entrada del edificio. Su postura impecable, su traje oscuro, su mirada de hielo.
Katerina no dijo nada. Él tampoco.
Entraron en silencio, con la única compañía de sus respectivos guardaespaldas.
El funcionario les esperaba ya con los documentos preparados. Todo estaba listo.
Aaron firmó primero, con la seguridad y determinación de quien nunca había dudado.
Cuando el papel llegó a Katerina, su mano tembló.
-No tienes opción. -La voz de Aaron fue un recordatorio afilado, sus ojos azules fijos en ella.
Por un instante, la idea de negarse cruzó su mente.
Pero ¿qué lograría?
Si su propio padre la había vendido, si nadie la ayudaría... ¿qué sentido tenía resistirse?
Mordiéndose el labio, tomó la pluma.
Y con un trazo seco y firme, firmó su sentencia.
Katerina Volkov ahora era Katerina Morgan.
El funcionario los declaró marido y mujer, pero no hubo celebración, ni risas, ni siquiera un leve intento de fingir felicidad.
Aaron simplemente guardó el documento y se puso de pie.
-Terminamos aquí.
Katerina sintió su corazón marchitarse.
Dos horas después, estaba de vuelta en la mansión Morgan.
Katerina estaba sentada en el salón, mirando sin ver el ventanal que daba al jardín, cuando Alicia Morgan se acercó.
-¿Puedo sentarme?
Katerina la miró de reojo.
-Es tu casa.
Alicia sonrió suavemente, pero había compasión en sus ojos.
-Quiero que sepas que no estás sola.
Katerina bajó la mirada.
-Lo estoy.
Alicia negó con la cabeza.
-No. Puedes confiar en mí. Si alguna vez necesitas hablar, si alguna vez te sientes atrapada... yo estaré aquí.
Katerina quiso rechazarla, pero en su interior sintió que... Alicia decía la verdad.
Y por primera vez desde que llegó a los Estados Unidos, no sintió tanto miedo.
-Aaron no te hará daño. -Alicia tomó sus manos con suavidad-. Sé que parece frío, pero hay cosas que aún no comprendes.
Katerina sintió un escalofrío.
¿Qué era lo que no comprendía?
¿Qué había detrás de todo esto?
Pero no pudo preguntar.
-Ven conmigo -dijo Alicia, con una sonrisa cálida-. Voy a coser. Me gustaría que me acompañaras.
Katerina parpadeó con sorpresa.
No esperaba aquella invitación.
-¿Coser...?
-Sí. ¿Te gustaría intentarlo?
Por un momento, el caos en su mente se apaciguó.
Coser. Algo tan simple. Algo que la alejaría, al menos por unos minutos, de su nueva realidad.
Asintió.
-Está bien.
Alicia le tomó de la mano y la llevó a una sala más acogedora, donde varios retazos de tela y costuras adornaban la mesa.
Katerina tocó con cuidado una de las piezas de tela.
-Es bonito.
Alicia sonrió.
-Lo es. ¿Me contarás sobre tu vida en Rusia?
La pregunta hizo que Katerina se tensara.
Rusia.
Su hogar.
Su prisión.
Y ahora, un recuerdo lejano.
Sus ojos se nublaron por un instante, pero tomó aire.
-¿Por dónde empezar...?
Y mientras tomaba hilo y aguja, comenzó a hablar.
Katerina tomó aire.
Hablar de su vida en Rusia le pesaba en el alma.
Pero Alicia la miraba con calma, con una paciencia que nadie le había ofrecido en mucho tiempo.
-Mi padre... Sergei Volkov -susurró finalmente-, siempre fue un hombre ambicioso. Creció en un mundo donde el poder lo era todo. Y yo... yo solo fui una herramienta más en su juego.
Alicia frunció el ceño.
-¿Siempre fuiste consciente de ello?
Katerina sonrió con tristeza.
-No al principio. De niña, creía que él me amaba. Que me protegería. Pero con el tiempo, comprendí que su amor tenía condiciones.
Alicia guardó silencio, permitiéndole continuar.
-Cuando mi madre murió, yo tenía solo nueve años. Fue entonces cuando cambió.
Los recuerdos golpearon su mente con violencia.
El frío de Moscú.
Los susurros en los pasillos.
Las sombras que acechaban en cada esquina.
-Empezó a verme como un recurso más. Al principio, solo me mantenía a su lado en reuniones, mostrándome como su preciosa hija... la intocable Katerina Volkov. Pero cuando crecí, me di cuenta de que todo era una farsa.
Alicia tomó su mano con delicadeza.
-No debiste pasar por eso sola.
Katerina desvió la mirada.
-Ser hija de un rey de la mafia no te deja opciones. Yo no elegí esta vida.
Alicia asintió.
-Y ahora tampoco elegiste estar aquí.
La rusa sintió un nudo en la garganta.
-No... pero quizás eso tampoco importa.
Un silencio pesado se instaló entre ambas.
Alicia la observó por un momento antes de soltar una risa leve.
-No sé por qué, pero siento que aún tienes fuerza para pelear.
Katerina sonrió con ironía.
-¿Para qué pelear si el destino ya está decidido?
Pero antes de que Alicia pudiera responder, las puertas de la mansión se abrieron.
Aaron entró con pasos firmes, imponente como siempre.
A su lado, Alessandro Morgan avanzó con elegancia y poder.
Katerina se tensó de inmediato.
Había algo en Alessandro que le recordaba a su propio padre... pero más calculador, más refinado.
El hombre dirigió su mirada azul hacia ella.
-Así que tú eres la esposa de mi hijo -dijo con voz controlada.
Katerina apretó los puños.
No respondió.
Alessandro no pareció sorprendido por su silencio.
-Esta noche -continuó- habrá una cena importante. Presentaremos oficialmente a la esposa de Aaron ante nuestra sociedad.
Katerina sintió una oleada de rabia.
-No soy un trofeo.
Alessandro alzó una ceja.
-Eres una Morgan ahora. Y como tal, debes cumplir con tu papel.
Katerina sintió el pecho arder.
Pero antes de que pudiera decir algo más, Alicia le dio un pequeño golpe en la espalda.
-Respira -le susurró.
Aaron, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, se acercó.
-Sube a la habitación -le ordenó con voz fría-. Tenemos que hablar.
Katerina se quedó inmóvil.
-¿Qué?
Aaron la miró sin rastro de emoción.
-Ahora.