Capítulo 4 Diario de una cautiva

Capítulo 4 - Diario de una cautiva

Leah rompió la hoja anterior con manos temblorosas y comenzó de nuevo.

Querido diario:

Hoy es mi día uno de cautiverio.

Estoy viva. Supongo que eso es lo único bueno que puedo escribir hoy. Estoy viva... aunque no sé por cuánto tiempo más. No sé dónde estoy ni cómo saldré de aquí. Solo sé que alguien me busca. Papá, si estás ahí fuera, si me estás buscando... por favor, no te detengas.

Este lugar es enorme. Silencioso. Frío.

Y él... él es el diablo.

Max Ravello.

Solo escribir su nombre me hace temblar. No solo porque me asuste -que sí, lo hace-, sino porque hay algo más. Algo que no quiero admitir, que odio de mí misma. Lo miro y siento cosas. Cosas que nunca había sentido por nadie. Es como si mi cuerpo lo reconociera, aunque mi mente lo rechace.

Es hermoso.

Pero está podrido por dentro.

Hoy, cuando me miró como si pudiera verme por dentro, no sentí solo miedo.

Sentí calor.

Sentí... deseo.

¿Qué demonios me pasa?

Me toca... y todo en mí reacciona como si lo hubiera estado esperando.

¿Estoy enferma? ¿O es él el veneno que corrompe todo lo que soy?

Hizo una pausa. Se llevó el bolígrafo a los labios sin darse cuenta. Su corazón latía más rápido, como si escribirlo hubiera destapado una verdad que ya no podía negar.

Continuó:

Es mi secuestrador.

Mi carcelero.

El hombre que me quitó todo.

Y, maldita sea, también es el hombre más atractivo que he visto en mi vida.

Él es peligroso. No solo por lo que puede hacerme, sino por lo que puede hacerme sentir.

No quiero que me toque.

No debería quererlo.

Y lo peor de todo... es que no sé qué me asusta más: que me toque, o que parte de mí quiera que lo haga.

Es cruel. Dominante. Sabe que le temo.

Y aun así, algo en él parece contenerse.

Me llama "angelito", como si no fuera su rehén, sino suya. Como si yo le perteneciera.

Hoy me dijo que a partir de ahora comeré con él, dormiré con él... incluso ducharme. No sé si lo hará. No sé si lo dice para asustarme o si realmente piensa hacerlo. Lo único que sé es que estoy sola. Erika... ¿dónde estás, Erika? ¿Por qué nunca me dijiste que tenías un hermano? ¿Y por qué tuvo que ser él?

No sé cuánto tiempo estaré aquí, pero si este cuaderno sobrevive conmigo, será testigo de cómo me convertí en lo que más temía: la chica que escribe fantasías sexuales con su secuestrador.

Cerró el cuaderno de golpe y lo guardó bajo la almohada, como si fuera un secreto vergonzoso. Respiró hondo, abrazándose las rodillas. Por un instante, pensó en su padre, en su casa, en su cama, en la normalidad que ahora parecía un sueño lejano.

Justo en ese momento la puerta se abrió.

Max entró sin tocar, con paso firme, llevando algo colgado de su brazo. Era un vestido. Rojo. Ajustado. Corto.

Lo arrojó sobre la cama con despreocupación.

-Póntelo. Vamos a comer -ordenó con voz grave.

Leah lo miró como si estuviera loco.

-¿Estás enfermo si crees que me pondré eso?

Max arqueó una ceja y bajó la mirada hacia sus piernas desnudas y la camiseta holgada que apenas le cubría los muslos.

-¿Y qué piensas hacer? ¿Presentarte así, solo con esa camiseta, en el comedor?

-No iré a ningún lado contigo -espetó, cruzándose de brazos.

Max no dijo nada. Caminó hacia ella, lento, depredador. Cuando estuvo lo bastante cerca, le sujetó el pelo con una mano, formándole una coleta improvisada. Giró su cabeza para que lo mirara a los ojos. Su rostro quedó a centímetros del de ella.

-Supongo que has olvidado las nuevas reglas -susurró con voz áspera-. ¿Quieres que te las recuerde, angelito?

Leah tragó saliva. Sintió el calor de su cuerpo, el peligro, la amenaza velada en cada palabra. Él olía a madera, tabaco... y algo salvaje. Algo adictivo.

-No hace falta... está bien -cedió en voz baja-. Me cambiaré.

Max la soltó. Leah lo miró con rabia contenida, pero él ya se estaba alejando, dándole espacio.

-¡Ya! -ordenó con sonrisa torcida.

-Pues... sal de la habitación -exigió ella.

Él soltó una carcajada baja, grave, como si la idea le divirtiera profundamente.

-Como te dije, de momento no te tocaré... pero me conformaré con mirarte.

-Eres un cerdo -escupió Leah.

-O empiezas a cambiarte solita, o tendré que hacerlo yo. Tú eliges -dijo, cruzándose de brazos, disfrutando de cada segundo.

Ella pensó rápido. No se quitaría la camiseta frente a él. No le daría ese gusto.

Primero se sacó las mangas de la camiseta, dejándola caer por uno de los hombros. Luego, sin mostrar más piel de la necesaria, se puso el vestido rojo por encima, acomodándolo con rapidez. Finalmente, tiró suavemente de la camiseta desde abajo, sacándosela con cuidado, sin mostrar más de la cuenta.

Max la observaba todo el tiempo, su mirada fija, intensa, como si cada gesto de Leah fuera una provocación calculada.

Cuando terminó, él soltó un suspiro teatral.

-Creí que vería más piel -murmuró, con voz ronca-. Supongo que tendré que esperar hasta la noche.

La miró de arriba abajo y sonrió con descaro.

-¿Por qué no piensas ducharte con la ropa puesta también?

Leah apretó los puños. Quiso gritarle, golpearlo, hacer algo... pero no lo hizo.

Simplemente se paralizó. Si ahora se había librado, ¿qué haría por la noche? ¿No ducharse? ¿Hasta cuándo?

Max la miró y su sonrisa torcida se ensanchó mientras sus ojos se clavaban en ella como si ya fuera suya.

-Hmm... como pensé, angelito. Estás preciosa.

Leah apretó la mandíbula, sin agradecer el cumplido. Él se acercó y la tomó del brazo con posesión.

-Vamos -le dijo, guiándola hacia la puerta.

Pero Leah se zafó con un gesto seco, aunque con miedo.

-Puedo andar solita -espeto, con los ojos encendidos.

Max la observó un segundo, fascinado por su actitud. Cada desafío suyo le despertaba una mezcla de irritación, deseo y una peligrosa curiosidad. Nadie le hablaba así. Nadie lo enfrentaba. Pero ella... ella sí.

-Como quieras -murmuró, llevándose las manos a los bolsillos, mientras caminaba a su lado.

Al llegar al comedor, la mesa estaba impecablemente puesta. Allí, sentada, estaba Erika. Al verla, Leah no dudó ni un instante: corrió hacia ella y la abrazó con todas sus fuerzas.

-Estás guapísima -dijo Erika, sonriendo-. Este vestido te queda espectacular. Resalta tus hermosos ojos.

Leah bajó la mirada, apretó los labios y suspiró.

-No tuve opción. No quiero que resalte nada. Solo quiero ir a casa. Mi vida. Mi libertad. Aburrida o no... pero libertad -murmuró, con tristeza en la voz.

Erika la miró con pena.

-Cielo, no puedo hacer nada. Solo sé que estarás bien. No libre, pero viva.

Leah tragó saliva, insegura de qué pensar o sentir.

-No sé qué pensar, no sé si desearía estar muerta -confesó en voz baja.

Max interrumpió con voz firme, rompiendo la atmósfera.

-Vamos a comer. Tengo trabajo. Erika, después, si quieres puedes quedarte. Pero no intentes nada para ayudar a tu amiga a escapar, o me olvidaré de que eres mi hermana.

Erika lo miró sorprendida, con un dejo de reproche en sus ojos.

-¿Cuándo te has vuelto tan cruel? -preguntó.

Max clavó la mirada en ella, serio.

-Erika, te quiero mucho y siempre cuido de ti. Hasta ahora siempre te di lo que quisiste. Pero esto es distinto. Tu amiga me está trayendo muchos problemas que tendré que resolver. Tengo que responder por no haber tomado mi venganza aún. Esto es muy serio. Así que tu amiga tendrá que ser muy agradecida contigo y... conmigo por dejarla viva.

Leah sintió un nudo en la garganta, la desesperación creciendo.

-Pues si te causo problemas... mátame ya -dijo, la voz quebrada, desafiándolo hasta el final.

Max la observó largo rato, el silencio pesado entre ellos, hasta que finalmente ladeó la cabeza y dijo:

-No. Aún no. Creo que tenerte a mi lado será una mejor venganza.

Leah sintió el calor de sus palabras y, a pesar del miedo, algo dentro de ella tembló.

            
            

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