Capítulo 2 Cenizas y promesa

El silencio era absoluto. La casa que durante años había sido el refugio de Inés se sentía ahora como un ataúd abierto. Ni los pájaros cantaban esa mañana, ni el viento soplaba. La muerte de Elena Calderón había dejado un hueco tan grande, tan brutalmente irreversible, que parecía que el mundo entero se había detenido a contemplarlo.

El cuerpo de su madre yacía en la cama, cubierto con una sábana blanca hasta el pecho. Inés lo había dejado todo como ella se lo pidió: su pañuelo preferido entre las manos, su anillo de plata en el dedo anular, y el crucifijo heredado de su abuela colgando de la cabecera. No había gritado. No había llorado. Había hecho lo que cualquier niña de ocho años no debería saber hacer: llamar a emergencias, esperar a los paramédicos, repetir una y otra vez que su madre ya no respiraba, y finalmente, dejar que el personal de una funeraria se llevara el cuerpo.

-¿No tienes familia a quien llamar? -le preguntó una asistente social con cara de circunstancia.

Inés negó con la cabeza.

-No.

-¿Ningún adulto que se haga responsable por ti?

-No.

La mujer la miró con una mezcla de pena y resignación. Le dejó una tarjeta con su nombre y teléfono, y le dijo que pasaría al día siguiente para llevarla a una casa de acogida temporal. Que todo estaría bien. Que la ayudarían.

Pero Inés sabía que no era cierto. Sabía que estaba sola.

La noche la encontró sentada en el sofá del salón, con una manta sobre los hombros y la caja de madera de su madre sobre las piernas. La había abierto y vaciado: fotografías en blanco y negro, una carta jamás enviada, un par de joyas sin valor, y el sobre amarillento con el nombre que ya se había tatuado en la memoria: Fausto Renier.

Con manos pequeñas, pero decididas, rompió el borde del sobre y leyó su contenido por primera vez.

No había mucho. Una copia de una ecografía con su nombre en la esquina, un recibo bancario que mostraba que Elena había retirado todo su dinero en una sola ocasión hace nueve años, y una carta inacabada, escrita a mano, con trazos temblorosos:

Fausto,

Sé que no me crees. Sé que probablemente ni leas esto. Pero no puedo irme sin que al menos sepas lo que hiciste. Inés existe. Es tu hija. Y aunque no pedí que cargaras con ella, me quitaste mucho más de lo que diste. Me robaste la vida, y a ella le robaste un padre...

La carta terminaba ahí, con la tinta corrida como si hubiese llorado sobre el papel. Inés se la llevó al pecho. La sostuvo así durante largos minutos, tal vez horas. Y cuando finalmente la soltó, encendió una vela en el pequeño altar improvisado que su madre tenía sobre la cómoda del dormitorio.

Colocó la carta frente a la llama.

-Esto no es para él. Es para mí -murmuró.

Vio cómo el fuego consumía las palabras. Cómo la letra de su madre desaparecía en cenizas. Cómo la oscuridad comenzaba a llenarse de algo que no era solo dolor... sino determinación.

**

Al día siguiente, cuando la asistente social volvió, encontró la casa en orden, la cama hecha, la taza de té lavada en el fregadero, pero ni rastro de la niña. No supo -no podía saber- que esa madrugada, Inés Calderón había dejado atrás todo lo que conocía con solo una mochila a la espalda y un nombre clavado en la garganta como un cuchillo.

Caminó durante horas por las calles de la ciudad. No tenía rumbo. Solo un objetivo que ya ardía dentro de ella como una fiebre: encontrar a Fausto Renier. Hacerle pagar.

Pasó semanas en refugios temporales, aprendiendo a moverse sin ser vista, a mentir sobre su edad, a esconder sus emociones. Observaba, escuchaba, absorbía. Los adultos la subestimaban. Los niños la temían. Había una oscuridad en sus ojos que no correspondía a su rostro infantil.

Con el tiempo, conoció a una mujer llamada Leticia, una exmaestra retirada que gestionaba una pequeña biblioteca comunitaria. Fue la primera en años que la trató con dulzura.

-¿Cómo te llamas?

-Inés.

-¿Y qué quieres ser cuando seas grande, Inés?

La niña la miró fijamente, sin pestañear.

-Quiero ser invisible... hasta que llegue el momento.

Leticia no entendió, pero le prestó libros. Muchos. Desde biografías de empresarios hasta novelas sobre justicia y venganza. Inés los leía con avidez, construyendo en silencio una armadura de inteligencia y estrategia. Aprendió sola a usar una computadora, a buscar nombres, a rastrear empresas. Fausto Renier no era difícil de encontrar: dueño de Renier Corp, uno de los grupos empresariales más poderosos del país, siempre en las portadas, siempre rodeado de lujos y cámaras.

Cada vez que lo veía en una entrevista, sonriendo con esa arrogancia elegante, Inés sentía que su sangre hervía.

-Él no sabe quién soy -decía en voz baja-. Pero lo va a saber. Te lo prometo, mamá. Te lo juro por ti.

La promesa fue creciendo con ella, alimentando su voluntad cada día. Aprendió que para vencer a un hombre como Fausto no bastaban las palabras. No bastaba el dolor. Tenía que ser más lista. Más fuerte. Más implacable. Porque el día que se enfrentara a él, no quería que le rogara. Quería que la mirara a los ojos... y supiera exactamente por qué se estaba cayendo su imperio.

Así empezó su entrenamiento. Así nació no solo la niña que había perdido a su madre, sino la mujer en la que se convertiría: una sombra silenciosa que un día brillaría con el fuego de una venganza largamente postergada.

Porque si su madre había muerto en el olvido, entonces el apellido Renier también podía arder en él.

Y esa llama no se apagaría nunca.

            
            

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