Capítulo 5 La segunda llave

La noche cayó como un sudario. No era solo oscuridad: era un peso, una presencia. El viento dejó de soplar, los relojes dejaron de sonar, y la casa pareció contener el aliento. Danna, sentada en el suelo de su habitación, repasaba una y otra vez el dibujo del mapa en el diario de Clara: tres círculos conectados como vértebras, una figura triangular, y símbolos escritos en tinta roja, ya casi borrados.

La primera llave -el relicario de Elián- estaba a salvo, colgado ahora del cuello de Danna como un escudo. Pero el peso no desaparecía. De hecho, parecía crecer. El niño sin rostro ya no estaba, pero había dejado algo en ella: una sensibilidad aguda, una puerta entreabierta en su mente que no lograba cerrar.

La segunda llave debía estar en "el lugar donde la sangre tocó el reflejo".

Y ella sabía dónde era.

La casa de baños de San Emilia había sido abandonada décadas atrás. En sus años de infancia, Danna y Clara solían colarse por la reja oxidada para explorar. Un lugar de juegos que pronto se volvió un sitio maldito.

Fue allí donde ocurrió.

La noche en que Clara cayó en la piscina vacía, se golpeó la cabeza contra el borde, y se desmayó. Pero lo que Danna nunca contó fue lo que vio antes de que su hermana cayera: un rostro en el agua... idéntico al de Clara. Un reflejo que no imitaba sus movimientos, sino que la miraba directamente, sonriendo con malicia.

Esa imagen la había perseguido desde entonces.

Volver allí no fue fácil. El edificio era una ruina. La reja, torcida. El portón principal, abierto por el óxido y el tiempo. Dentro, el olor a humedad era denso, como si los años se hubieran podrido.

Danna encendió su linterna.

Los pasillos eran estrechos, con azulejos agrietados y vitrales cubiertos de moho. Pasó junto a vestidores, duchas rotas, y lavamanos ennegrecidos hasta llegar a la sala de espejos. Aquel lugar siempre le pareció... fuera del tiempo.

Casi todos los espejos estaban rotos. Todos, excepto uno.

El que Clara golpeó aquella noche.

Todavía estaba allí, manchado en el centro por una estrella de grietas, como si una cabeza lo hubiera fracturado. El marco era de madera tallada, con formas ondulantes que recordaban raíces. Bajo él, aún podía verse una tenue mancha marrón: sangre seca.

Danna se acercó con cuidado, y se miró.

Al principio, todo era normal. Su reflejo la imitaba, aunque más pálido, más delgado. Pero pronto notó algo perturbador: el reflejo parpadeó... cuando ella no lo hizo.

Dio un paso atrás.

El reflejo sonrió.

Y la imagen cambió.

Ya no era ella, sino Clara. Pero más joven, ensangrentada, los ojos vacíos, el cabello flotando en un agua invisible.

-Danna -dijo el reflejo-. No corras. Esta vez... mírame.

La superficie del espejo se onduló.

Un sonido de agua emergió de ninguna parte. Danna extendió la mano, hipnotizada, y al tocar el vidrio, fue absorbida.

Se encontró en la piscina vacía, pero no en ruinas.

Era como si el tiempo hubiera sido revertido: todo estaba limpio, recién pintado, las luces fluorescentes brillaban. Al fondo, Clara estaba de pie, vestida con el uniforme del colegio. Lloraba.

-Danna -susurró sin girarse-. Me dejaste sola. La vi a ella primero... pero tú me dejaste.

Danna intentó acercarse, pero no podía moverse. Estaba anclada al borde. Y entonces, la otra figura apareció.

No era Clara.

Era un duplicado imperfecto. Los ojos eran demasiado grandes, los dientes afilados, y la sonrisa se extendía más allá de la mandíbula. Su voz era un eco deformado:

-No me basta con ella. Te quiero a ti también.

Saltó.

Y el agua, que no estaba allí hace un segundo, llenó la piscina en un parpadeo.

Danna cayó al fondo.

La presión en el pecho era insoportable. Nadaba hacia arriba, pero la superficie se alejaba más y más. Brazos surgían de las paredes de la piscina, arrastrándola hacia el fondo, hacia un vórtice de oscuridad líquida.

En ese instante, recordó las palabras de Clara en el diario:

"Solo quien vea su propio final puede encontrarla."

Danna dejó de resistirse.

Soltó el aire.

Se hundió.

Y en la profundidad, vio la imagen.

Ella misma, colgada del techo de su habitación, con el relicario aún brillando en su pecho.

Y entonces, la llave apareció.

Una pequeña pieza de cristal oscuro, suspendida en el agua, girando lentamente como un ojo que duerme.

La tomó.

El mundo explotó en luz.

Despertó en el suelo del baño, empapada, temblando. A su lado, el espejo estaba completamente hecho añicos. En su mano derecha, la llave de cristal aún palpitaba con un resplandor interno.

Pero no estaba sola.

Sofía, la bibliotecaria, la esperaba de pie frente a la puerta, con una vela encendida.

-Has regresado -dijo, con voz grave-. Pero esa no es la última llave.

-¿Cuántas son?

-Tres llaves, un recuerdo... y una decisión.

Danna la miró, exhausta, la ropa pegada al cuerpo, el corazón latiendo como un tambor ritual.

-¿Cuál es el recuerdo?

Sofía bajó la mirada.

-El día en que tu madre murió, tú cerraste la puerta del sótano. Pero no porque huyeras... -alzó la vista, llena de pena-. Lo hiciste porque ya habías visto a "ella" allí abajo. Y sabías que tu madre no saldría viva.

Danna tembló.

El recuerdo se deslizó por su mente como un cuchillo: su madre bajando las escaleras, la figura al fondo, los ojos rojos, la risa hueca, y ella... girando la llave en la cerradura.

-Yo la encerré -susurró.

-Tú abriste la primera puerta -dijo Sofía-. Pero aún puedes elegir cuál cerrar.

El silencio se volvió eterno.

Danna bajó la mirada al relicario y a la llave de cristal.

Y supo que la tercera puerta no sería física.

Sería un sacrificio.

                         

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