Mi pueblo se moría.
Un cártel, hambriento de las riquezas ocultas bajo nuestra tierra sagrada, había puesto sus ojos en nosotros. Nos dieron un ultimátum: o nos íbamos o nos masacraban.
No había elección. Para mi gente, abandonar nuestra tierra era una sentencia de muerte. Una maldición ancestral nos ataba a ella; si pasábamos más de tres años lejos, nuestra fuerza vital se agotaba hasta desaparecer.
Por eso vine a la Ciudad de México.
Había un solo hombre que podía ayudarnos: Máximo Castillo.
Arquitecto de renombre, con conexiones que llegaban a las más altas esferas del poder. Y mi amor de la infancia. El hombre que ahora me odiaba con la misma intensidad con la que una vez me amó.
Lo encontré en una galería de arte, rodeado de la élite de la ciudad. Sus ojos, oscuros y profundos, se clavaron en mí desde el otro lado de la sala. Vi un destello de sorpresa, luego de ira, y finalmente, una frialdad que me heló los huesos.
"Elena", su voz fue un susurro áspero cuando se acercó.
"Máximo, necesito tu ayuda".
Una sonrisa torcida, cruel, se dibujó en sus labios. "¿Ayuda? ¿Tú, pidiéndome ayuda a mí?".
Me agarró del brazo, su fuerza era brutal. "Claro que te ayudaré", siseó, arrastrándome fuera de la galería, lejos de las miradas curiosas. "Vendrás conmigo".
Esa noche, en su lujoso penthouse con vistas a toda la ciudad, me di cuenta de mi error. No había venido a buscar a un salvador, sino que me había entregado a mi verdugo.
Me empujó contra la pared de cristal del salón, sus manos en mi cuello, su cuerpo aprisionando el mío.
"¿Dónde están mis padres, Elena?".
Su pregunta era la misma de siempre, un eco doloroso de los últimos años.
"No lo sé, Máximo. Te lo he dicho mil veces".
"Mientes", su aliento era caliente contra mi piel. "Tu gente se los llevó. Los secuestraron. Y tú vas a decirme dónde están, o juro que desearás no haber nacido".
Cerré los ojos, preparándome para el dolor. Pero en lugar de un golpe, sentí sus labios sobre los míos. Un beso desesperado, lleno de furia y de una extraña añoranza. Por un instante, el Máximo que yo conocí, el niño que me prometió la luna bajo el árbol de ceiba en nuestro pueblo, pareció regresar.
Respondí al beso, una traición a mi promesa, una súplica silenciosa.
Pero el momento se rompió tan rápido como llegó. Me apartó con brusquedad, su rostro de nuevo una máscara de odio.
"No creas que esto cambia algo", escupió las palabras. "Esto es solo el principio. Vas a pagar por lo que tu gente hizo".
Y así comenzó mi cautiverio. Dos años encerrada en una jaula de oro, a merced de su crueldad.
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