Mis Hermanos Crueles
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Capítulo 3

Los días se convirtieron en una tortura interminable. El sol andaluz me quemaba la piel durante el día, y el frío de la noche se me metía en los huesos. La herida en mi tobillo no dejaba de sangrar. La venda improvisada que Máximo había puesto estaba empapada, y cada gota que caía a la tierra seca era un recordatorio de que mi vida se estaba escapando.

Los perros me vigilaban constantemente. Al principio se mantenían a distancia, pero el olor de la sangre los fue volviendo más audaces. Se acercaban, olisqueaban mi herida, y a veces, sus dientes afilados rozaban mi piel, provocándome nuevas heridas superficiales que también sangraban.

Estaba débil, mareada. La sed era una agonía constante. Mi mente se nublaba, y los recuerdos se mezclaban con alucinaciones. Veía a mis padres, sonriéndome desde lejos, en uno de sus escenarios internacionales. Veía a Máximo, el niño que me protegía, y no podía entender cómo se había convertido en este monstruo.

Con mis últimas fuerzas, logré sacar el móvil del bolsillo de mi pantalón. Tenía poca batería, pero era mi única esperanza. Marqué el número de Máximo, una y otra vez.

Finalmente, contestó.

"¿Qué quieres?", su voz sonaba irritada, lejana. De fondo, oía la risa de Sofía.

"Máximo... por favor...", mi voz era un susurro ronco. "Me estoy muriendo... La sangre no para...".

"Deja de hacer teatro, Elena. Sé que estás bien. Sofía se ha hecho un pequeño rasguño con una peineta ensayando y estoy más preocupado por ella. Tiene hemofilia, ¿recuerdas? Cualquier cosa podría ser grave".

La crueldad de sus palabras me golpeó más fuerte que cualquier dolor físico.

"Pero... los perros... me han mordido...", logré decir.

"Se lo merecen los ladrones", dijo Sofía, arrebatándole el teléfono a Máximo. "Así aprenderás a no robar lo que no es tuyo. Disfruta de tu estancia en el campo, hermanita".

Escuché un pitido. Habían colgado.

Me quedé sin fuerzas. El teléfono se me cayó de la mano, quedando justo fuera de mi alcance. La desesperación me invadió. Iba a morir aquí, sola y abandonada por mi propia sangre.

Esa tarde, el cielo se oscureció de repente. Nubes negras se arremolinaron sobre el cortijo y una tormenta violenta se desató. La lluvia caía a cántaros, fría y torrencial. Empapó mis ropas, mi pelo, y lo peor de todo, mi herida. El agua limpiaba la sangre que empezaba a coagular, y la hemorragia se agravó.

Sentí cómo el frío se apoderaba de mi cuerpo. Mis párpados pesaban. La oscuridad empezó a cerrarse a mi alrededor. Lo último que vi antes de perder el conocimiento fue el destello de un relámpago iluminando las ruinas del cortijo.

                         

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