El dolor era lo último que recordaba, un dolor agudo en mis manos rotas, seguido por el frío del suelo de un almacén abandonado en Poble-sec.
Mis gritos se habían convertido en susurros, mi sangre manchaba el cemento.
Había llamado a Javier, mi marido, una y otra vez, pero su teléfono nunca contestó.
Más tarde supe por qué.
Su prima, Sofía, la dulce y frágil Sofía, había tenido un ataque de pánico durante las fiestas de La Mercè.
Javier, mi protector, había despedido a mi equipo de seguridad para ir a consolarla.
Me dejó sola.
Los secuestradores llamaron para pedir el rescate, pero Sofía le convenció de que todo era un teatro mío para llamar la atención.
Una rabieta de niña rica.
Así que ignoró las llamadas.
Veinticuatro horas.
La última imagen que vi fue la de Mateo García, el hombre más rudo y leal de mi padre, derribando la puerta.
Llegó cubierto de polvo y desesperación.
Demasiado tarde.
Morí allí, sola y traicionada.
Y entonces, abrí los ojos.
La luz del sol se filtraba por las ventanas de nuestra finca en el Penedès, el aire olía a viñedos y a tierra húmeda.
Estaba viva.
Mi padre estaba sentado frente a mí, con una carpeta abierta sobre la mesa de caoba.
"Isabela, es hora de que elijas."
Dentro de la carpeta, las fotos de los protegidos de mi padre, los jóvenes talentos que él había reclutado para el imperio Mendoza.
Jóvenes entre los que, según él, estaba mi futuro marido.
Mi mano temblaba mientras pasaba las páginas. Vi el rostro de Javier Ríos, sonriente, perfecto, salido de ESADE. El hombre que me dejó morir.
Pasé su foto.
Y allí estaba él. Mateo García.
Su piel tostada por el sol, su mirada directa, su pelo negro y desordenado. El hombre que intentó salvarme.
Sin dudarlo, mi dedo se posó sobre su fotografía.
"Él."
Mi padre me miró, confundido. Su ceño se frunció.
"¿Mateo? Isabela, eso es imposible."
"¿Por qué?"
Su voz se volvió sombría.
"Mateo desapareció hace un mes. Hubo un accidente con un yate en la Costa Brava mientras inspeccionaba una propiedad. Se le presume muerto."
Mi corazón se detuvo por un segundo, pero la determinación en mi interior era más fuerte que cualquier miedo.
"No me importa," dije, con una frialdad que sorprendió incluso a mi padre. "O es él, o no es nadie."