Salí corriendo de la terraza. No podía respirar. El aire del salón de baile se sentía espeso, sofocante.
Corrí por los pasillos, sin rumbo, hasta que mis tacones me fallaron y caí de rodillas en una alfombra solitaria. El dolor en mis rodillas era agudo, pero no se comparaba con el dolor que desgarraba mi pecho.
Las lágrimas finalmente brotaron, calientes y amargas. Lloré por la imagen de Mateo besando a Valeria, por la mentira que había sido mi vida.
Recordé los primeros años de nuestra relación. Mateo siempre había sido tan respetuoso, casi reverente. Nunca me presionó para tener intimidad. "Quiero que estés completamente lista, Sofía", decía. "Te esperaré toda la vida si es necesario".
Creí que era amor. Creí que era honor. Ahora me daba cuenta de que solo era una fachada. Conmigo, era el caballero; con ella, era el animal. Me había vendido una ilusión de pureza mientras buscaba la suciedad en otra parte.
Mi teléfono vibró de nuevo. Valeria.
Una foto del collar de zafiros descansando en su escote, con un texto debajo: "Gracias por el regalo. A Mateo y a mí nos encanta. Dice que te ves hermosa cuando lloras".
Apagué el teléfono. No podía soportar más.
Cuando regresé a nuestra suite de hotel, Mateo ya estaba allí. El collar no estaba a la vista.
"Sofía, mi amor, lo siento mucho", dijo, acercándose a mí. "Perdí el collar. Debí dejarlo caer en algún lugar. Pero no te preocupes, te compraré uno aún más grande, más hermoso".
Lo miré a los ojos. No había ni una pizca de remordimiento. Solo el pánico de un mentiroso que ha sido descubierto. No sabía que yo lo había visto todo.
"No importa", dije con una voz que no reconocí como la mía. "Ya no quiero nada de ti".
Al día siguiente, de vuelta en Guadalajara, comencé mi purga.
Tomé todos los regalos que Mateo me había dado a lo largo de los años: las joyas, los vestidos, las obras de arte. Los empaqué en cajas. Algunos los vendí a una casa de empeños, otros los doné.
Luego, reuní todas nuestras fotos. Las llevé al jardín trasero y las arrojé a una vieja barrica de metal. Encendí una cerilla y las vi arder. Las llamas consumieron nuestras sonrisas, nuestros viajes, nuestras promesas.
Fue una catarsis fría y silenciosa.
"¡Sofía! ¿Qué estás haciendo?".
Mateo irrumpió en el jardín, con el rostro pálido de pánico. Miró las cenizas y luego a mí.
"¿Por qué? ¿Por qué estás haciendo esto?", gritó, su voz temblando. "¡No puedes dejarme! ¡No puedes!".
El miedo en sus ojos era real. Pero no era el miedo a perderme a mí. Era el miedo a perder su posesión más preciada, el símbolo de su estatus.