Me casé con Hernando Soto para salvar a mi familia.
Mi padre se rompió la espalda trabajando en sus olivares, y la deuda que acumulamos era una soga al cuello. Hernando, el dueño de todo, me vio bailar flamenco una noche en una fiesta del pueblo.
Yo tenía veintidós años, él sesenta y cinco.
Me ofreció un trato: su apellido, su fortuna, a cambio de mi juventud. Acepté.
Dejé mi pequeño pueblo en Andalucía, mis sueños de ser una bailaora famosa en Sevilla, y me mudé a su inmensa hacienda.
La jaula era de oro, pero seguía siendo una jaula.
La casa era enorme, fría, llena de sirvientes que me miraban con una mezcla de lástima y desprecio. Yo era la joven esposa, la que había comprado su salida de la pobreza.
Hernando era amable a su manera, me compraba vestidos caros, joyas que no sabía cómo ponerme, pero por las noches, la cama era un desierto. Su cuerpo, debilitado por la edad y la enfermedad, no podía responderme.
Yo ardía por dentro, una pasión que había alimentado toda mi vida en el baile, ahora no tenía dónde salir. Pero me mantenía fiel, era el precio que pagaba por la seguridad de mi familia, por una vida sin hambre.
Una tarde, en una de esas aburridas fiestas de ricos, me senté sola en un rincón. Las otras esposas, mujeres como Isabel, la mujer del socio de Hernando, cuchicheaban entre ellas, mirándome de reojo.
Bebí demasiada sangría, el dulzor del vino se me subió a la cabeza.
Necesitaba ir al baño. Me levanté, mareada, y empecé a caminar por los pasillos de la mansión de Isabel.
Abrí una puerta equivocada.
La habitación estaba oscura, solo iluminada por la luz de unas velas. El aire olía a incienso exótico, un aroma denso y dulce que me envolvió al instante.
Había cojines de seda por el suelo, y en una pequeña mesa, una colección de objetos de marfil y jade. Eran juguetes, formas que nunca había visto pero que mi cuerpo pareció reconocer.
La sangría, el incienso, la soledad. Tomé uno de los objetos. Era frío, liso. Lo apreté en mi mano.
Cerré la puerta con cuidado y me apoyé en ella, con el corazón latiendo con fuerza. Una oleada de calor me recorrió el cuerpo, una sensación nueva, prohibida.
Cuando salí de la habitación, con la cara sonrojada, choqué con Isabel.
Ella me miró, sus ojos recorrieron mi rostro, mi postura, y una sonrisa lenta y comprensiva se dibujó en sus labios. No dijo nada, pero su mirada lo decía todo.
Sabía mi secreto. Sabía de mi hambre.