La traición de mi hermano me dolía más que cualquier otra cosa.
Las lágrimas que no había derramado por Mateo, ahora corrían por mis mejillas por Javier.
Él era mi sangre, mi protector jurado.
"Este es el legado de mamá", le susurré, señalando las perlas esparcidas. "¿Por qué, Javier?".
Él no pudo responderme. Simplemente se quedó allí, avergonzado, mientras Mateo consolaba a una sollozante Isabela.
Esa noche, tomé una decisión.
Subí al desván, al viejo caserío que guardaba todos nuestros recuerdos.
Saqué las cajas de fotos.
Una por una, las arrojé a la vieja chimenea.
Vi arder nuestras sonrisas. Mateo y yo en la vendimia, Javier poniéndome sobre sus hombros. Promesas de un futuro que nunca llegaría.
Luego, las cartas.
Las cartas de adolescencia donde Mateo juraba que se casaría conmigo y construiría nuestra casa en el olivar.
Las cartas donde Javier prometía que siempre sería mi caballero andante.
El fuego consumió las promesas falsas, convirtiéndolas en cenizas.
La casa se sentía vacía, un mausoleo de relaciones perdidas.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso.
Llegó el aniversario de la fundación de la bodega, una fecha que mi madre y yo siempre celebrábamos juntas.
Llamé a Mateo. No contestó.
Más tarde, vi una publicación en redes sociales.
Isabela, sonriendo, con Mateo a su lado, en una cena romántica. El pie de foto decía: "Celebrando pequeños momentos".
Ese día, Mateo eligió consolar a Isabela por una supuesta migraña en lugar de estar conmigo.
Soplé las velas de un pequeño pastel yo sola, pidiendo un deseo silencioso: ser libre.