Morí en mi noche de bodas.
El Tuerto, el hombre que mi madre me obligó a desposar, me golpeó hasta la muerte con un taburete de la barra de su taberna.
La sangre se mezcló con el vino barato derramado en el suelo de baldosas sucias.
Todo empezó con un par de zapatos de flamenco.
No unos zapatos cualquiera, sino los que gané en el concurso de baile más prestigioso de Sevilla, unos zapatos profesionales, hechos a mano, que costaban más de lo que mi familia ganaba en tres meses.
Mi hermano Javier los quería.
No para bailar, él odiaba el flamenco, lo consideraba algo de mujeres, algo frívolo.
Él soñaba con ser torero, un sueño grandioso que nunca se molestó en perseguir con entrenamiento real, solo con fanfarronadas en el barrio.
Observé cómo los sacaba a escondidas de mi armario, sus ojos brillando con una codicia extraña.
Un día, lo seguí.
Lo que vi en su habitación me revolvió el estómago.
No estaba practicando zapateado, estaba usando mis zapatos de tacón duro de una forma perversa y degradante, dañando el cuero y la estructura profesional.
Le confronté, preocupada por los zapatos, pero también por él.
"Javier, ¿qué haces? Vas a romperlos."
Su rostro se puso rojo de vergüenza y rabia.
En lugar de admitir su extraña fijación, corrió hacia nuestra madre, Carmen, con una mentira podrida en los labios.
"¡Mamá! ¡Sofía me ha deshonrado! ¡La vi con su compañero de baile, haciendo cosas vergonzosas!"
Carmen, que siempre había despreciado mi pasión por el baile y adoraba la idea de tener un hijo torero, no necesitó más.
Su palabra fue ley.
Para "salvar el honor de la familia", me sacó de la academia de baile, me arrastró de vuelta a nuestro pueblo polvoriento y me vendió en matrimonio a El Tuerto.
El recuerdo del golpe final, el crujido de mis huesos, el sabor metálico en mi boca, era lo último que sentía.
Hasta que abrí los ojos.
El sol de la tarde entraba por la ventana de mi pequeña habitación en Sevilla, la misma luz, la misma hora.
Escuché pasos sigilosos fuera de mi puerta.
Era Javier.
Estaba a punto de robar mis zapatos de nuevo.
Esta vez, no hubo pánico, ni ira, ni miedo.
Solo una sonrisa fría y calculadora se dibujó en mis labios.
He vuelto.
Y esta vez, la historia la escribiré yo.