El frío de la mañana en el Monte do Gozo me caló los huesos, pero no era nada comparado con el hielo que sentía en el pecho. Era aquí, en este mismo punto, a un solo día de Santiago, donde mi vida anterior se había hecho añicos.
El recuerdo era tan nítido que dolía. Scarlett Salazar, la reina indiscutible de nuestro grupo de jóvenes peregrinos, se había desplomado en el suelo, agarrándose el tobillo con un gemido teatral.
"No puedo más, Luciana. Me duele demasiado. Tienen que esperarme".
Máximo Castillo, su fiel protector, se había plantado delante de mí, con los brazos en jarras y la mandíbula apretada.
"No nos moveremos sin ella. ¿Qué clase de guía eres? ¿La vas a abandonar?"
El resto del grupo, a quienes yo había guiado durante semanas, me miraban con desaprobación, susurrando entre ellos. Me llamaban "La Inquisidora" por mi insistencia en seguir las reglas, en respetar el Camino.
En esa primera vida, el pánico me consumió. Mi reputación, mi carrera... todo pendía de un hilo. Los obligué a seguir, casi arrastrándolos, para llegar a la Oficina del Peregrino antes de que cerrara. Lo conseguimos por los pelos.
Pero Scarlett llegó más tarde, furiosa por no obtener su Compostela. Esa noche, en la fiesta de celebración, mientras el resto del grupo brindaba, ella se me acercó con una sonrisa torcida. Lo siguiente que sentí fue un dolor agudo en el abdomen. La navaja que usaba para cortar el chorizo se hundió en mi carne.
Mi última visión fue la de Máximo y los demás declarando ante la Guardia Civil que me había suicidado, consumida por la culpa. Scarlett se convirtió en una víctima mediática, una pobre peregrina abandonada por una guía cruel. Mis padres, altos funcionarios de la Oficina de Turismo de Galicia, fueron destrozados por acusaciones de nepotismo. Perdieron sus trabajos, su honor y, finalmente, sus vidas, consumidos por la pena.
Y entonces, desperté.
El mismo sol, el mismo cruce peligroso cerca de Fisterra, la misma escena.
"No nos moveremos sin ella", repitió Máximo, su voz resonando con la misma arrogancia que recordaba.
El grupo me miraba, esperando que explotara, que los forzara a caminar. Esperando a "La Inquisidora".
Pero la Luciana que había muerto apuñalada en un callejón de Santiago ya no existía.