Mientras yo yacía en el hospital, planeando el entierro de mi hijo y la cremación de mi abuela, Javier seguía con su vida.
Ignorante o indiferente a la tragedia, me llamó al día siguiente.
"¿Dónde estás?", exigió, su voz sonaba irritada. "Isabela y yo hemos vuelto a la mansión. ¿Quién va a prepararnos la cena? Vuelve ahora mismo".
Me reí. Una risa seca y sin alegría.
"Javier, se acabó", dije con calma.
"¿Qué se acabó? ¿De qué estás hablando? ¿Sigues con el drama del divorcio? Te dije que te lo pensaras. Vuelve a casa, compórtate y tal vez te perdone".
"Adiós, Javier".
Colgué y bloqueé su número.
Poco después, recibí una llamada de un número desconocido. Era Isabela.
"¿Qué le has dicho a Don Alejandro?", gritó. "¡Ha congelado mis cuentas! ¡Ha cancelado mis contratos! ¡Tú, zorra miserable, has sido tú!".
No respondí.
"¡Javier está furioso! ¡Va a ir a buscarte y te vas a arrepentir!".
Colgué.
No pasaron ni veinte minutos antes de que la puerta de mi habitación se abriera de golpe.
Javier entró como una tormenta, con el rostro desencajado por la rabia.
"¡Tú!", gritó, señalándome. "¿Fuiste tú, verdad? ¡Corriste a llorarle a mi abuelo! ¡Por tu culpa, Isabela está sufriendo!".
Me miró, tumbada en la cama, pálida y con una vía en el brazo. No pareció importarle.
"¿Por qué hiciste que el abuelo le hiciera eso? ¡Ella no tuvo la culpa! ¡Fue un accidente!".
"¿Un accidente?", repetí, mi voz era un susurro.
"¡Sí! ¡Y ahora por tu culpa, sus patrocinadores la están abandonando! ¡Tienes que hablar con el abuelo y decirle que lo arregle!".
Se acercó a la cama, su rostro a centímetros del mío.
"¡Levántate y ven conmigo! ¡Vas a arreglar esto ahora mismo!".
Me agarró del brazo, tirando de mí.
"¡Suéltame!", grité, el dolor físico se mezclaba con la repulsión.
"¡No hasta que arregles el desastre que has causado!".
Me abofeteó.
Con fuerza.
La cabeza me dio vueltas y mi mejilla ardió.
Las enfermeras entraron corriendo, alertadas por el ruido. Lo apartaron de mí.
"¡Fuera de aquí!", gritó una de ellas. "¡Llamaré a seguridad!".
Javier me lanzó una última mirada llena de odio antes de salir de la habitación, dando un portazo.
Me quedé allí, tocándome la mejilla, sin derramar una sola lágrima.
El amor y el odio que una vez sentí por él, se habían agotado por completo.