Unos días después, Scarlett llevó a Marcel a vivir a nuestra casa matrimonial en Buenos Aires.
La casa que había sido nuestro hogar, el lugar donde habíamos compartido risas y sueños en otra vida.
Ahora, era mi prisión. Y Marcel era el carcelero.
Una noche, mientras Scarlett leía unos informes en el salón, Marcel se me acercó en la cocina.
"Iván, tengo antojo de un buen asado. Prepárame uno. Sé que eras bueno en eso."
Era un ritual. Nuestro ritual. En la vida pasada, los domingos por la noche, Scarlett y yo hacíamos un asado en el jardín. Era nuestro momento.
Miré a Scarlett, esperando que interviniera.
Ella levantó la vista de sus papeles y me miró con indiferencia.
"Haz lo que te pide."
Con el corazón hecho pedazos, encendí el fuego en la parrilla del jardín.
Coloqué la carne, el olor me trajo una oleada de recuerdos dolorosos.
Marcel se acercó, fingiendo interés.
"¿Necesitas ayuda con eso?"
Y entonces, "accidentalmente", tropezó.
Su cuerpo se abalanzó sobre mí, empujándome hacia adelante.
Mi mano derecha cayó directamente sobre las brasas calientes.
Un grito de agonía pura se escapó de mis labios. El dolor era blanco, cegador. Retiré la mano instintivamente, la piel estaba roja, ampollándose al instante.
En la confusión, un poco de grasa caliente salpicó el brazo de Marcel.
"¡Aaaah! ¡Me atacó! ¡Iván intentó quemarme!"
Gritó, con una expresión de pánico y dolor fingidos.
Scarlett salió corriendo al jardín.
Vio mi mano quemada, escuchó los gritos de Marcel.
No dudó ni un segundo.
"¡Marcel! ¿Estás bien?"
Corrió hacia él, ignorándome por completo. Examinó su brazo, donde apenas había una pequeña mancha roja.
"Scarlett, él me empujó. ¡Intentó quemarme la cara!", sollozaba Marcel.
Me giré hacia ella, con lágrimas de dolor y frustración en los ojos.
"No es verdad. Él me empujó a mí. Mira mi mano."
Le mostré mi mano destrozada.
Scarlett la miró, y luego miró a Marcel. Su decisión fue instantánea.
"Mientes."
Llamó a sus guardaespaldas.
"Sujétenlo."
Dos hombres me agarraron por los brazos, inmovilizándome.
"Ya que te gusta tanto jugar con fuego", dijo Scarlett, con una crueldad que nunca antes le había visto, "vamos a equilibrar las cosas".
Señaló mi mano izquierda, la sana.
"Pónganle la otra mano en la parrilla."
"¡No! ¡Scarlett, por favor, no!", grité, luchando con todas mis fuerzas.
Pero fue inútil.
Arrastraron mi mano izquierda hacia las brasas.
Cerré los ojos, esperando el dolor insoportable.
Y entonces grité, un sonido inhumano que se perdió en la noche de Buenos Aires.