El aire de la bodega, que antes me recordaba a mi hogar, ahora olía a tumba.
Mi hijo, Máximo, estaba colgado de una vieja puerta de roble, clavado por las muñecas y los tobillos con clavos oxidados.
Kieran, el amante de mi esposa, se reía a su lado, mientras Sylvia, impasible en la videollamada, decía: "Es solo un susto, Patrick. Para que aprendas tu lugar."
Intenté correr, pero dos matones me sujetaron, forzándome a ser testigo de la tortura de mi propio hijo.
Después de que la llamada se cortó y me echaron, solo quedé con el eco de las risas y la imagen de mi hijo crucificado.
Cuando por fin logré volver a la bodega, lo encontré con sus últimas fuerzas, susurrándome que le diera sus notas de la selectividad a su madre, esperando que así ella fuera "feliz de nuevo".
Él murió en mis brazos, y cuando llamé a mi esposa para darle la devastadora noticia, ella se encogió de hombros, me llamó "patético" y me colgó.
Pero la indiferencia de Sylvia no terminó ahí; la vi salir de una clínica de fertilidad con Kieran, anunciando que iban a tener otro hijo, "un heredero de verdad, no una decepción como el tuyo."
Cuando me dirigí a la morgue para ver a Máximo, Kieran me aseguró que había contratado a "especialistas" para el funeral; pero lo que vi a través de la ventana de la sala de autopsias me rompió el alma: estaban disolviendo el cuerpo de mi hijo con ácido para borrar las pruebas.
Grité, intenté matarlos, pero me inyectaron algo y desperté en una habitación acolchada, con una camisa de fuerza.
Me habían declarado loco, y Sylvia y Kieran habían construido la narrativa perfecta: un padre afligido que, en su dolor, se había vuelto violento y había perdido el contacto con la realidad.
La policía aceptó su versión; ¿cómo podía yo probar la verdad, encerrado, silenciado, y con la evidencia de la maldad de mi esposa y su amante literalmente disuelta?
Pero lo que ellos no sabían es que Máximo había grabado un video antes de morir, una verdad que estaba a punto de desatar la furia más oscura imaginable.